Todas estas leyendas tienen en común unos elementos en torno a los cuales se vertebró el planteamiento histórico de la superioridad masculina frente a la femenina, ya que, según la construcción cultural de Occidente, la mujer es creada o formada a partir de un varón, es inferior a él y carece de voz. Otorgan, por tanto, estos relatos una superioridad al hombre, haciéndole creador y modelador de la mujer mientras que a ella le corresponde el papel de ser la receptora de la sabiduría que él le va dictando, convirtiéndola en un personaje pasivo, sumiso y sin voz propia, pues recibe, interioriza y tiene que asumir como propio el conocimiento que le es trasmitido. Este principio identifica y define el mito de Pigmalión en nuestra cultura, como el de una relación desigual entre dos personas de distinto sexo en la que el varón, mayor en edad que la mujer y supuestamente más culto, la educa y, por tanto, la modela según unos cánones históricamente establecidos.
El premio Nobel de Literatura George Bernard Shaw escribió en 1914 la obra de teatro Pygmalion. En ella, el profesor Higgins, de clase alta y especialista en fonética, toma bajo su responsabilidad la educación de Eliza Doolittle, una florista de baja extracción social, con el fin de enseñarla a hablar correctamente. La pieza teatral de Bernard Shaw obtuvo un gran éxito y se benefició del auge que alcanzaron en el primer tercio del siglo XX el teatro y el cine como espectáculos de masas. De esta obra surgiría su más famosa versión fílmica en 1964, My Fair Lady, dirigida por George Cukor.
No obstante, el tema pigmalioniano fue de gran interés como lo demuestra el hecho de que con anterioridad a la obra de Shaw ya hubiera versiones literarias, musicales y operísticas del mito. Pigmalión aparece en el cine tan pronto como éste se consolida como un medio de expresión artística con capacidad narrativa. La primera película sobre este mito de la que se tiene constancia es del director francés George Melies de 1903. La segunda tiene también origen galo; su director es Daniel Riche y data de 1909. Dos años más tarde, en 1911, aparece la primera versión del mito de factura inglesa. Se trata de The Modern Pygmalion and Galatea de los directores Walter R. Booth y Theo Frenke1. En 1938 se realiza Pygmalion, dirigida por Anthony Asquith y Leslie Howard, también de producción británica. A partir de este momento, coincidiendo con la etapa de esplendor del cine clásico, la historia de la joven humilde e ignorante, que es rescatada de sus orígenes y convertida en una joven dócil y educada, se prodiga bajo manifestaciones muy diferentes, según el momento y la casuística. Los ejemplos abundan en el cine y pueden ser desde Rebecca (A. Hitchcock, 1940), en la que la joven e innominada esposa es «educada» para la vida matrimonial, en contraposición a Rebecca, mujer díscola y mundana que la precedió en Manderley, hasta Pretty Woman (G. Marshall, 1990), historia en la que un hombre de negocios de gustos refinados alquila los favores de una prostituta, brindándosele a ésta la oportunidad de abandonar temporalmente las calles.
En la vastísima producción de películas hay abundantes ejemplos que tratan, abierta o subliminalmente, el tema pigmalioniano y sus múltiples variantes, puesto que, a lo largo de la historia, las mujeres carecieron de las mismas oportunidades en materia educativa que los hombres al planteárseles como objetivo principal de su existencia el matrimonio y las obligaciones inherentes al mismo, y recibir una educación para este fin, por lo que hasta bien entrado el siglo XX no hubo un acceso a una formación que las educara en igualdad de condiciones que a los varones, cerrándoseles las puertas al desempeño de unas tareas en la esfera pública y, por tanto, impidiéndoseles su plena articulación personal. En la literatura hay abundantes ilustraciones de este interés por la educación de las mujeres a manos de sus parejas masculinas: desde la figura de la casada indómita, en sus versiones literarias española e inglesa, hasta los correctivos que sufrían las adúlteras en las novelas del siglo XIX. Habida cuenta de la potencial influencia que tenía el cine por ser capaz de reunir a cientos de personas en una misma exhibición, no extraña que éste, en cuanto alcanzó la extensión necesaria para desarrollar su capacidad narrativa, se nutriera de la literatura en busca de argumentos atractivos y que de ahí surgiera un cine de ficción con un desarrollo de géneros y con unos intereses formales y temáticos similares, surgen así las adaptaciones. La garantía de éxito de las representaciones teatrales y musicales que precedieron a las dos adaptaciones fílmicas, la recreación de un mito y el prestigio artístico y cultural de la obra de un premio Nobel de literatura no deja lugar a dudas acerca de las razones que pudieron haber motivado la transposición del Pygmalion de Bernard Shaw al cine. Las dos versiones cinematográficas, tanto la de 1938 como la de 1964, venían avaladas por un triunfo de público y crítica que hacían fácilmente suponer el éxito de taquilla en el cine. Por otro lado, los mitos se han recreado y revisado en el cine periódicamente, como si existiera una necesidad acuciante de acercar a las sucesivas generaciones el conocimiento de aquéllos o de mantener, al menos, vivo su recuerdo y significado. A esto hemos de añadir que el propio Bernard Shaw tomó parte activa en las adaptaciones de su obra, negándose a que el cine retocara sus piezas teatrales por el miedo a que con la adaptación se perdieran los conceptos y los énfasis que él había empleado, por lo cual el éxito de estas adaptaciones estaba sobradamente garantizado. Añade varias secuencias dedicadas al duro aprendizaje fonético e incorpora una secuencia de una fiesta organizada en una embajada, donde los profesores Higgins y Pickering ponen a prueba a la nueva señorita Doolittle.
La versión de 1964 excede con mucho la extensión de la anterior, sin embargo es también una versión fidedigna del texto literario, con la excepción de que al tratarse de una adaptación de una comedia musical tiene muchos números de baile y canto. Desde una perspectiva de género, tanto la obra de Shaw como estas dos versiones, de 1938 y de 1964, merecen nuestra crítica por la actitud misógina de Higgins. De igual modo es reprobable en su conjunto la educación que está recibiendo Eliza. El personaje es sólo un objeto de estudio dentro de la investigación que llevan a cabo los fonetistas y a la que no se la está enseñando a tener ideas propias ni se la está formando para que pueda argumentar sus opiniones y participar en una conversación racional y lógica con otras personas. Sólo se la enseña a pronunciar y entonar correctamente para que pueda hablar trivialmente del tiempo y de la salud. Ni Higgins ni Pickering tienen en consideración las palabras de Mrs. Pierce (el ama de llaves) o Mrs. Higgins (la madre del profesor) cuando a lo largo de la obra toman partido por Eliza; sus opiniones les pasan inadvertidas. La educación de Eliza no se limita a pronunciar los sonidos perfectamente sino que en el curso de su aprendizaje ha logrado articularse como persona pues da a conocer sus pensamientos, se muestra asertiva y se enfrenta a su creador, mostrándose, a su vez, como una hipotética fonetista. Sin embargo, la articulación total, aquella que ha de convertirla en una mujer plena e independiente, no se logra en estas versiones clásicas del mito pues en las adaptaciones fílmicas se busca un fácil final feliz que poco tiene que ver con las tesis que el dramaturgo irlandés declara en el epílogo. Éste es uno de los aspectos más llamativos de la obra, ya que la postura de Bernard Shaw con respecto a las perspectivas que se le ofrecían a Eliza difiere del final que se propone en la versión de 1938, con un desenlace precipitado, sin sentido y humillante para las mujeres. En la versión de 1964 esta fricción de los protagonistas se alivia mediante sus canciones, que tienen el doble propósito de dar mayor lucimiento a Audrey Hepburn y Rex Harrison a la vez que espacian estos momentos de tensión emocional. Pero el desenlace nada tiene que ver con el propósito ideológico que el dramaturgo ofrece en el epílogo que él añade a la pieza teatral. Shaw manifiesta en este apéndice la imposibilidad de que Eliza Doolittle sea finalmente la esposa de Higgins, especialmente porque Higgins no tiene un interés por ella y porque Eliza evoluciona en la obra hasta desear independizarse y abrirse camino profesionalmente. Aunque para los intereses cinematográficos era preferible que las películas fueran moralizantes y sirvieran de ejemplos al público que abarrotaba las salas.
Bibliografía:
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