Los 21

“[…] sus ojos no sabían mirar al porvenir, y si lo miraban, no veían nada”

Benito Pérez Galdós

La crisis de la mediana edad es un tema muy familiar para la mayoría de nosotros. En el contexto del culto milenario a la juventud, este asunto es la piedra angular que sostiene industrias enteras de medicinas, maquillajes y cualesquiera entidades que hacen su agosto vendiendo la promesa de desaparecer, o cuando menos de disimular, los indicios fatales de la manifestación de la vejez: las arrugas, la impotencia, la menopausia.  Y sin irnos más lejos, al escuchar las voces maduras de nuestros padres o de nuestros tíos, podemos percatarnos de que hay una constante: la de la voz de mujeres y hombres en sus cincuentas y sesentas que idealizan y anhelan regresar a las épocas en que eran (o recuerdan haber sido) unos radiantes veinteañeros llenos de vida. En esos suspiros de nostalgia, parecen evocar una época donde las angustias no existían, donde la incertidumbre no tenía lugar.

Todos parecen haberse olvidado de la singular angustia que trae consigo el internarse en la segunda década de vida, el momento en el que uno ha de comenzar a sostenerse por sí mismo, el inicio de la edad adulta irremediable. Ya no hay forma de que poco después de los veinte se pueda huir de la necesidad de dar pasos en terreno desconocido, que bien puede ser arena movediza o hielo a punto de quebrarse bajo los pies. Y puedes comenzar a darte cuenta de esto con la manera en que te sientes a la hora de cumplir años.

Cuando eres niño, la llegada del cumpleaños suele ser motivo de euforia. A los 7 u 8 años, asocias la fecha con una celebración extraordinaria, donde el simple hecho de ser el cumpleañero te hace acreedor al derecho de que te agasajen ofreciéndote regalos y compartiendo en tu honor comilonas y pastel. Por cierto, éste último es imprescindible, independientemente de si te encanta la esponjosa dulzura del pastel o detestas el empacho del azúcar. Difícilmente te detienes a reparar en los gastos que representa para tus padres aquella fiesta que celebra la llegada de un nuevo año de vida.

Conforme se instala inexorablemente la adolescencia terrible, el acontecimiento que supone cumplir años toma una dimensión distinta. Quizá todavía esperas con gusto el día en que cambia la cifra indicadora de tu estancia en esta vida, por el simple hecho de que habrá un pretexto perfecto para una salida al cine, un atasque de comida rápida y tal vez hasta un par de obsequios por parte de familiares y amigos. Si naciste mujer, tal vez también te enfrentarás a la parafernalia de la celebración de los 15 (o 16) años; probablemente decidirás enfundarte en un elegante vestido ampón y brilloso del más sofisticado puesto del mercado de la Lagunilla, y fiel a la tradición, harás celebrar una fiesta monumental donde serás como una princesa (la tiara de diamantes falsos lo confirma), donde la decoración y la música estarán sujetos a tu arbitrio tirano.

En cualquier caso, es casi seguro que estarás al tanto del tiempo que aún falta para que se cumplan 18 años de tu llegada al mundo. Porque será entonces cuando puedas hacerte de la anhelada identificación oficial: el documento que te permitirá cultivar tus vicios en el tabaco y/o el alcohol bajo el amparo de la ley, el pedazo de plástico que te abrirá las puertas a los mejores antros y a otros sitios que, en la adolescencia temprana, resultan fascinantes en tanto prohibidos. Como todo.

Pero ya entrando en los veintes, las celebraciones de cumpleaños pierden su monumentalidad, la entrada a los lugares antaño prohibidos y las posibilidades que la credencial de elector ofrecía en un primer momento se van convirtiendo en cosa corriente y, en cambio, se hacen presentes las inquietudes de aburrida naturaleza: financiera, administrativa, etc. Si no inspiras el suficiente carisma y “buena onda” entre tus seres queridos como para que ellos mismos te organicen una fiesta sorpresa, y aun así sigues con la intención de celebrar tu cumpleaños, tienes que encargarte tú mismo de convocar con semanas de anticipación a tus invitados deseados, esos amigos entrañables de edades pasadas (o presentes). Pero ahora todos ellos estarán tan abrumados por el trabajo o las tareas universitarias que difícilmente encontrarán tiempo para ti al mismo tiempo: no hay manera de que puedas reunir a todos. El siguiente paso: debes elegir un lugar, ya sea en algún centro nocturno medianamente decente del centro histórico o en tu propia casa. En el primer caso, has de hacer malabares con los precios si quieres ser un anfitrión dadivoso o, por el contrario, dejar que cada asistente cubra sus propios gastos. En el segundo caso, si decidiste celebrar tu cumpleaños en el hogar, te comprometes de antemano a remendar los desfiguros inevitables y limpiar los fluidos con que algún invitado mala copa pudiera embellecer el suelo. Porque ahora estás en la etapa donde el alcohol es el centro y motivo de reunión y tu cumpleaños no es más que el pretexto.

Entrando a los veinte ya no hay manera de ignorar la preocupación por el futuro. Es como si ese dos a la izquierda, que tarda más en ser escrito y ocupa un mayor espacio en el papel, diera cuenta a su vez del mayor espacio que ahora ocupas en la sociedad y que tienes que justificar, adaptándote a los estándares de un mundo que te exige lograr y producir más en menos tiempo, si quieres asegurarte un futuro sin que te falte qué llevar al estómago.

En cualquier momento de ocio malgastado mientras navegas en Facebook o Twitter puedes encontrar también memes y ocurrencias jocosas y banales que terminan por convertirse en la manifestación dolorosa de las angustias y preocupaciones de los inicios de los “fabulosos” veinte: si gran parte de la comunidad internauta está conformada por veinteañeros, es natural que pronto circulen publicaciones que expresen y casi casi griten en el interior de cada uno las inquietudes compartidas por todos. Una de ellas versa más o menos así: “Esta edad es rarísima: unos todavía viven con sus papás, otros viven solos, algunos ya se van casando y teniendo hijos y tú todavía gastas dinero en peluches”. Primero te ríes, te acuerdas del perrito afelpado que te compraste empezando el año y después, te llena de desencanto la conciencia de que de esta aseveración inocente y sin importancia se desprende una realidad inquietante: ya no tienes ningún parámetro que te satisfaga para guiarte sobre lo que deberías empezar a hacer a los 21. Miras alrededor y constatas que tus coetáneos están en situaciones muy distintas: compartes clases con algunos de ellos, otros han dejado la escuela y ya se sustentan a sí mismos con su propio trabajo, varios tienen ya sus crías y unos ya pueden jactarse de tener mundo y conocer otros países. Todo es tan diferente, tan caótico y heterogéneo, y no puedes dejar de preguntarte algunas veces: ¿no podría estar haciendo mejor las cosas?, ¿estoy partiendo del lugar correcto?

En este punto de la vida también te embarga una particular conciencia de la pérdida: la pérdida de futuros que hace no mucho tiempo eran posibles. Algunas puertas se han cerrado para siempre y las oportunidades de cumplir algunos sueños ya se han desvanecido parcial o totalmente. Si quisieras iniciarte en el baile o en el deporte, ya no puedes aspirar los grandes escenarios, ni a las ligas mayores, ni a ninguna suerte de fama o fortuna: tu cuerpo ya se formó y está ya caduco, a estas alturas deberías estar consolidando tu carrera en esos ámbitos. Lo mismo para la música y otras artes: ahora sobrepasas el rango de edad requerido para aspirar a un lugar en las mejores academias, que buscan cuerpos más lozanos y mentes más maleables. Si no te colocaste en este fascinante ambiente años atrás, difícilmente lo harás en el año presente o en los años venideros. Las fantasías caen por completo y en cambio, se erige la necesidad de emprender la carrera hacia un futuro angustioso y aburrido, sin vacaciones pagadas el primer año y, si hay suerte, con seguro social y prestaciones de ley.

Y es difícil que le puedas dar alivio a esta inevitable angustia, a esta incertidumbre. Algunos han sido bendecidos con el don de la fe: son capaces de encontrar la paz orando y encomendándose a un poder superior, a una divinidad concreta. Otros fueron dotados con una sabiduría espléndida y un entendimiento prodigioso, y aunque tal vez no encuentran el sosiego del que se entrega a la religión, hallan más fácilmente un propósito más sublime, alcanzan regiones más elevadas del pensamiento y llegan a conclusiones trascendentales. Pero tú, al igual que la mayoría, te encuentras en un limbo donde no eres capaz de creer con el corazón en una entidad divina-mágica, y tampoco logras comprender las complejidades metafísicas y filosóficas que los grandes pensadores han desentrañado.  Lo único que alcanzas a aprehender es el vacío porque te sabes sin amparo ante un porvenir incierto, que vas construyendo de corazonadas y razonamientos posiblemente desatinados.

Finalmente, prefieres dar fin a los pensamientos atormentados. Encuentras la ilusión del consuelo anhelado descansando en el ocio de los paseos casuales, de la música, de las series de televisión, del entretenimiento. Y eventualmente hallas algunas páginas escritas con la pluma de alguna conciencia aguda e ingeniosa, un gran cuento o una excelente novela que despiertan algo distinto en tu mente, una nueva perspectiva, una esperanza o tal vez una nueva angustia. Posiblemente intentes encontrar tu voz de la misma manera, y aunque sabes que difícilmente lograrás alcanzar la genialidad de los escritores clásicos y prodigiosos que te han conquistado, y aunque también sabes que quizá tampoco tendrás la creatividad para crear un universo tan fascinante como el que han construido los grandes, tal vez sí puedas dar claramente cuenta de tu propia realidad y hacer que quien te lea quiera afirmar, contradecir, o simplemente dialogar con tus palabras. Para hacer eso, no caducan la mente ni el cuerpo, ni siquiera a los 21.

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