En el año 1637, tras haber sido publicado el Discurso del método de René Descartes, la sociedad occidental cruzó las puertas de entrada a una concepción racionalista del sujeto. Luego de postular una duda destinada a imaginar que «nada de lo que hasta ahora había entrado en mi mente [la de Descartes] era más verdadero que las ilusiones de mis sueños»[1], daba cuenta de que sobre lo único que no se podía dudar de su existencia era la duda misma y el ser mismo del que duda. Para dudar es necesario pensar, de lo que se sigue, teniendo en cuenta lo anterior, que el que piensa existe. «Pienso, luego existo» [2], o, en latín, cogito, ergo sum.
Más adelante, en 1641, con la publicación de sus Meditaciones metafísicas, dio una profundidad más clara a la tesis, trazando en su totalidad los límites de la subjetividad racionalista, moderna. El cogito, aquella función mental que se percibe en términos generales a través de la conciencia del yo (ego), toma lugar como base para dar cuenta del ser, del sum.
Faltarían muchos años, evidentemente, para que la totalidad de la población aceptase tales supuestos, aunque la semilla se había sembrado ya. Es algunos siglos después cuando la subjetividad que se confina en los límites del ego, reflejando su conciencia en la conciencia misma, parece ser, al menos para la sociedad en general, una verdad absoluta.
No obstante, un análisis detallado muestra la complejidad a la que puede estar atado el estudio de la subjetividad. Si bien aquel pienso, aquel cogito cartesiano parece a todas luces un axioma, un postulado autoevidente, la verdad es que se queda corto a la hora de dar respuesta al problema del sujeto. La búsqueda de la subjetividad necesita un punto de vista adecuado más allá del ego, pues el cogito se encierra en el campo de la conciencia del individuo, y desde punto se refleja a sí mismo; es decir, en términos simples, el cógito pretende justificar el acto de pensar ligado a la existencia, a través del pensar mismo y, con base en esto, ahondar en la experiencia del individuo. Evidentemente, no es una base sólida.
De manera que, si se pretende llegar al fondo del asunto, se debe trazar un camino desde un campo en que el cogito se derive de aquello que se busca, aquello que es se halla en «un nivel más elemental»[3], en lugar de ser una consecuencia necesaria de sí mismo. Los campos mediante los cuales se devela el cogito no trascienden las barreras del ego. Sin embargo, una búsqueda preconsciente o religiosa tampoco resolvería el problema en su totalidad. La preconciencia resulta problemática, dado que sitúa al individuo en un espacio donde toda acción mental se difumina y no llega a enlazarse a un espectro racional tal como se conoce. Por otro lado, la búsqueda religiosa importa conceptos que, a decir verdad, se extienden más allá del propio sum, haciendo que la búsqueda del sujeto se desarrolle por fuera de un proceso introspectivo; más adelante se comprenderá este punto.
Entonces, lo que se busca, más bien, es pensar el ego desde un punto existencial, donde la autoconsciencia trasciende las fronteras de sí misma para situarse más allá del sum[4]. Esto es una búsqueda desde el ser autoconsciente que rompe con la noción cartesiana y deja en evidencia lo incompleto de esta última.
Dado lo anterior, resulta necesario comprender un estadio en que la consciencia y el pensamiento se sitúen más allá del ego y mediante el cual se pueda comprender el punto en que la filosofía cartesiana falla. A la luz de la duda, Descartes puso en tela de juicio el conocimiento adquirido mediante los sentidos, seguido de la incertidumbre acerca de la realidad misma y, finalmente, debido a la noción de Genio Maligno, los axiomas a través de los que el conocimiento se halla «edificado sobre ellos»[5]. Es decir, su nivel de duda se limitó a todo aquello que podría, mediante relaciones epistemológicas, calificarse como objeto. No obstante, no se figuró al propio ego (en la tradición moderna, sujeto) como objeto.
Así pues, el estadio de consciencia del que se habla, ha de ser uno que considere al propio ego como objeto, a través de la duda. Se considera tal estado en el momento en que el ser es capaz de «hacerse presente de la gran duda”[6]. Pero, ¿qué es la gran duda? Es el estado en que el ser humano entra al enfrentarse con la muerte y/o la nihilidad[7]. La experiencia de la impermanencia, la enfermedad o la pérdida de algún allegado, enfrentan al ser humano a la existencia en su totalidad y lo sitúan en una posición en que el telos[8] recae sobre él mismo.
Vale la pena dar cuenta del telos como postura meramente egocéntrica, mediante la cual el ser humano se relaciona con la realidad directa, tanto en ambientes prácticos como teoréticos. Es, no obstante, comprensible, dado el contexto del que surge tal postura. Pero, a través de la nihilidad y la muerte, el telos, aquello que antes figuraba como propiedad de los objetos, se remonta al sujeto mismo y lo sitúa como centro de atención. O, en pocas palabras, genera la pregunta acerca de la existencia y su finalidad.
Sin embargo, la cuestión no termina allí. El hacerse presente de la gran duda, además de caer en cuenta de la nihilidad, implica ir más allá de la pura contemplación de esta. En el momento en que se comprende la nihilidad, se interioriza y se realiza en el ser humano.
Para aclarar este punto, resulta pertinente aclarar el concepto de realidad, puesto que a partir de la realidad también se construye la subjetividad. Se dice que el ser humano realiza la nihilidad, pero ¿de qué forma? En el momento en que el ser humano da cuenta de los elementos que configuran la realidad, ya sea un árbol, una casa, los anillos de Saturno, etcétera, se introduce una faceta negativa de cada uno de esos elementos, puesto que son finitos, llegan a un estado de no-ser . Esta faceta negativa -para la vida, muerte; para las cosas, finitud- es real también. Entonces, la nihilidad hace parte de la realidad de las cosas, dado que ese trata el lado negativo del ser de las cosas.
En este sentido, cuando se comprende la nihilidad como factor decisivo en la comprensión de la realidad, se dice que el ser humano «hace real la realidad»[9] en su conciencia. Así, la conciencia del ser, podría decirse, sobrepasa su límite y entiende el no-ser como base fundamental de la existencia. Es de esta forma, pues, que se habla de la trascendencia de las fronteras de la consciencia como punto de partida para trazar la subjetividad.
Como resulta evidente, es este un factor al que Descartes no prestó la más mínima atención. La subjetividad moderna pasa por alto la implicación existencial que deriva de la pregunta acerca del telos del ser humano. Adicionalmente, la omisión de la nihilidad como foco que debe alumbrar el cogito en el estudio de la subjetividad, trae consigo la omisión de la base de la realidad. Es decir: luego de aquella trascendencia de las fronteras de la consciencia, el ego se contempla a sí mismo en la dimensión de la nihilidad, donde se desvanece con todo lo demás y resulta que este, al igual que una piedra, la hoja de un árbol o una gota de agua, tiene como base la nada.
Siendo así, la subjetividad se expande hasta los confines de la no-existencia, y hablar del ego significaría hablar de una duda en términos existenciales. En este punto, el yo se disuelve en la nada, a la vez que todos los elementos que configuran la realidad. De esta manera, lo que resulta de la realidad se convierte en real sólo «al pasar por estos fuegos purgativos y atravesar la nihilidad»[10]. Es decir que la manera en que el ser debe aproximarse a las cosas y al mismo tiempo verse a sí mismo se ve mediada por la nihilidad. Cuando el ser comprende que detrás de todo lo que existe subyace, oculta, la nada, es cuando el ser puede encontrar su propia subjetividad.
La nihilidad no figura en el pensamiento cartesiano, por lo que la subjetividad moderna podría llegar a calificarse de superficial, dado que no halla aquel sustrato que es la nada. Y hablo de sustrato en términos metafísicos, dado que, estrictamente, el sustrato es materia. Sin embargo, hago uso de la palabra para dar a entender que, independientemente de las formas que tome la existencia en algún punto espacio – temporal, hay algo que subyace: la nada.[11]
De esta forma, lo que queda fuera de duda es la realización del yo y todas las cosas a través de la apropiación de la nihilidad. La duda de Descartes no llegó a ese nivel, porque no buscó más allá de cogito una base elemental. La noción moderna de subjetividad, entonces, no basta para abarcar la realidad entera del sujeto. Parece que, paradójicamente, Descartes nada necesitaba encontrar.
[1] Descartes, René. Discurso del método. España: Orbis, 1983. Impreso.
[2] Descartes, René. Discurso del método. España: Orbis, 1983. Impreso.
[3] Nishitani, Keiji. La religión y la nada. España: Ediciones Siruela, 1999. Impreso.
[4] La diferencia entre un nivel preconsciente y la trascendencia de la conciencia radica en que la conciencia ha de estar presente hasta cierto punto para conseguir romper sus propias fronteras. Por su parte, y como su nombre lo indica, un nivel preconsciente no tiene en cuenta a la consciencia.
[5] Descartes, René. Meditaciones metafísicas. Bogotá: Centro editorial, Facultad de Ciencias Humanas, Universidad Nacional de Colombia, 2009. Impreso.
[6] Nishitani, Keiji. La religión y la nada. España: Ediciones Siruela, 1999. Impreso.
[7] El no ser de un x.
[8] Concepto utilizado en filosofía para designar cuál es la finalidad de un x.
[9] Nishitani, Keiji. La religión y la nada. España: Ediciones Siruela, 1999. Impreso.
[10] Nishitani, Keiji. La religión y la nada. España: Ediciones Siruela, 1999. Impreso.
[11] Lo problemático de tratar la nada en nuestros términos lingüísticos es, tal como apunta Heidegger en la introducción de “¿Qué es la metafísica?”, que de esta no se puede predicar algo como ser o estar, puesto que cae inmediatamente en contradicción. Sin embargo, parece ser que es la única forma de esbozarla.