La trágica vida de Jakob Mendel

“En la vida siempre hay algo de extinción. Es decir, la gente sabe que va irremediablemente a la muerte, pero se resiste a ello. No se opone violando las leyes naturales, lo cual es imposible, sino desarrollando una forma de arte o vocación que les permita vivir eternamente en la memoria de los vivos. Defienden una causa perdida.”
Bertolt Brecht


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Desde el punto de vista filosófico, Jakob Mendel, el personaje de Stefan Zweig, en Mendel, el de los libros (1929) no es un genio. Un genio es un caso macroscópico o puro de la estructura de la vida.  Mendel es un intelectual. Un Mendelev del conocimiento. Un anticuario. Y para ser anticuario hay que ser obediente, ordenado, clasificado, metódico y elevarse al sentimiento noble de honrar un libro, un hombre del pasado o una generación que permita superar el choque vulgar del presente y extraer principios para la posteridad.

Mendel es un antiguo que se olvida del presente. Ignora el olor a guerra que impera en Europa, y no crea valores nuevos, solo conocimiento estéril. Ve el mundo y lo deja pasar entre las monturas de sus lentes y su nariz chata. Al leer, sin criterio o posición alguna, se suicida lentamente, o mejor, su instinto de autoconservación se debilita tanto entre páginas que es fácilmente vencido por la fuerza bruta del sistema.

A decir de Zweig: “(Mendel)… leía como otros rezan, como juegan los jugadores, tal y como los borrachos, aturdidos, se quedan con la mirada perdida en el vacío. Leía con un ensimismamiento impresionante”.

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Un hombre viejo estudiando, 1896, Maurycy Trębacz.

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Lo anterior nos permite entender el por qué Mendel no chista al ser capturado por la policía austro húngara bajo cargos de espionaje. No levanta  el puño, no hace un llamado a la resistencia. Ni siquiera se le cruza la tentación de pensar qué podía hacer un grupo de chauvinistas con él o con los suyos. En su encrucijada, esta enciclopedia humana se enfrenta a la fuerza bruta. Al fanatismo ciego. A los que empiezan quemando libros e ideas y terminan enviando hombres a la pira. Perplejo ante los perplejos, su erudición se fragmenta igual que su visión. No tiene o no desea nada más en la vida, sino el conocimiento por el conocimiento. ¿Hay algo más importante?

Por eso nunca subió a un estrado a mojar de sabiduría a los resecos, pues no era un maestro, sino un hombre libro.  Sentado todo el tiempo en el café Gluck, ahora de pie es conducido a un campo de concentración despojado de sus libros, su honra, sus amigos y su tiempo de lecturas meditadas. Será enclaustrado en un pogromo, ese lugar donde estrangulan la individualidad y donde no apilan libros sino hombres. Mendel tiene conocimiento, eso es indudable, pero carece de sabiduría, es decir, es un erudito sin sentido común.  No piensa con los pies, no está entre la gente o los negocios de la vida, sino que cultiva su mente a modo de mercancía. Es un adorador de la mentefactura (Handwerk).

Aunque no hay que reprocharle nada. Pues este Miraculum mundi, este lente que todo lo ve, según su disciplina vivía en otra época. Era un intempestivo no de 1915, sino del reino superior de los libros, de ese mundo donde no hay guerras, ni pleitos, ni maldad humana, sino tan solo el conocimiento salomónico de números, palabras, secretos y hechos.  Este es el secreto de su intelecto (sechel), su posición ante sí, y ante el cosmos, y que, sin embargo, pagaría caro en el mundo político de Europa de comienzos de siglo XX.

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Reinhold Völkel – Café Griensteidl en Viena (1896). Al detalle se puede apreciar a Peter Altemberg y a Joseph Roth en esta imagen.

Por esta visión de la vida es que nadie lo entiende: ni los visitantes asiduos del Café Gluck, ni la policía secreta, ni siquiera los condenados que están junto a él en ese claustro represor. Al no ser de este mundo, termina aceptando su destino de ser llevado como una oveja al matadero. Acepta el “mal” como resultado elemental incluido en el poder de Elohim, pues según Mendel, este “forma la luz y crea las tinieblas”. No hay diferencia para él entre el bien y el mal, todo emana de una misma fuente. Lo único verdadero, o lo que lo diferencia de los hombres, es el universo del conocimiento que ha creado para sí.

Maltratado, humillado, famélico, este anticuario, leyenda viviente de la erudición, se resiste a creer en la torpeza de la humanidad. Sabe que donde quiera que haya hombres habrá tonterías, y las mismas tonterías según la época. Reflexiona sobre el hecho de que si estos no aman el saber, ¿qué hay más grande que puedan adorar? Pues el conocimiento no difiere del amor y ambos configuran la vía de acceso más directo a la divinidad.  Conocer y amar son el mismo verbo según el poeta Yehudah Halevi.

Pese a todo, este anticuario, que realmente se llama Jainkeff Mendel, no pierde sus cualidades: la inocencia de un niño, la ironía de un joven y las manías de un adulto. Lo único que muere en él es la luz. Pues al regresar del campo de concentración, luego de una extraña amnistía, sus ojos han perdido el brillo del saber. El edificio de la intelectualidad viene derruido igual que un castillo de naipes. Mendel ya no era Mendel y “el mágico telescopio que le permitía contemplar el mundo del espíritu se había roto en mil pedazos”.

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Mendel, el de los libros. ​ El propio Zweig unió este relato a otros igual de breves en un compendio denominado Caleidoscopio.

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Con hambre, despreciado, desconocido en esa ciudad, Mendel termina en la indigencia, robando pan, echado a patadas del café Gluck, ignorado, hasta el día que se anunció la tragedia. La noticia póstuma de que esta gloria y luz del saber había muerto en una gélida noche, desplomado por una pulmonía severa, aunque, según se supo, como todo hombre espiritual y sabio, esperaba la hora. Estaba en la posición exacta de su llamado, pues la divinidad tarde o temprano les hace un signo a los bienaventurados.

Mendel se fue, y junto con su cuerpo fue enterrada el entero de su sabiduría. «Vosotros sois el pueblo y con vosotros morirá el conocimiento». Pasó como una chispa por el aire. Como una retama seca por el desierto, y el polvo de su existencia se esparció indiferentemente por Viena, Europa y el mundo, a la espera de otra generación más, que un vientre, o una biblioteca, traiga otro sabio a la tierra.

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