Jennifer García: Nació en Medellín, en 1995. Poemas suyos han sido publicados en diversas revistas y periódicos de su país y del exterior. Premio Nacional de Poesía José Santos Soto (Tarso 2019). Ha participado en festivales internacionales de cine y literatura, entre ellos el Festival Internacional de Poesía de Medellín, que organiza y convoca la revista Prometeo. Actualmente colabora con la revista Liberoamericana; y es tallerista y fundadora del Festival de Poesía León de Greiff, en Fredonia (Colombia).
«El contenido de Estaciones de lo invisible nos indica que la poesía es una coordenada; punto de reunión, isla, patria, territorio en el que confluyen felizmente, palabras, silencios, música y memoria. La lectura de este libro es para mí un encuentro con las cosas. Un ir por las líneas del poema como por una casa de muchas puertas a donde llega siempre la luz. Puedo oír y tocar esas cosas, hayan existido o no. Definitivamente el poema es un no-lugar de encuentros.»
Margarito Cuéllar, Monterrey, México.
FORMAS DE LA LUZ
Detrás del portón, la luz aparece cruzando cada cosa sin derribarla. No es una luz corriente, es la luz a primera hora, lo mismo que decir, el comienzo de la vida para algún hombre. Damos vueltas a su alrededor, sabemos que durará poco, pero hemos sido atravesados, aguijoneados por su claridad. Las abejas, la hojarasca, la piedra, el animal remoto, se someten a ella lo mismo que el moribundo al viaje esperado. Todas las cosas consagradas en esa única ráfaga. Vemos partirse el aire a medio día, y por brevísimos instantes reconocemos a Dios en el paisaje. Dios es el tigre que ruge mientras ve sembrarse lentamente la luz sobre la casa.
RETRATO DEL PADRE QUE VIAJÓ A BAKÚ
Antes de que penetrara en los patios con su silenciosa sombra roja, después de su viaje a Bakú, el padre ya había conocido el Islam, caminado la ciudad vieja, el centro de la plaza de fuentes, la playa de las mil y una noches, escuchado a Rain Sultanov en las afueras de un museo, hablado largamente con un amigo acerca de Gari Kaspárov, de Vladímir Akopián. Pues antes que de cualquier cosa padre fue siempre un amante del ajedrez, de las piezas blancas más que de las negras. Ciertamente todo viaje es una preparación, por eso mis hermanos y yo no hemos demorado en el gesto de ese rostro cansado ni procurado las preguntas acerca de la ciudad europea. Simplemente miramos al hombre que descarga por su voluntad las gruesas palabras acerca del tiempo, la geografía y lo lejana que vio estar por un momento a una estrella de la otra. También y sin que se lo preguntáramos, nos ha dicho que prefiere el Lavangi a los kebabs pues nunca le pareció bueno comer cordero. Este es nuestro padre, pese a que la lentitud en su paso nos resulta ahora penosa. Toda meditación, todo recuerdo hacen parte de la formula innecesaria, un intento forzoso por recuperar el objeto perdido en el paisaje extranjero. Padre es ahora una piedra inmóvil en el centro del día, algo que nos mira desde el fondo mudo y misterioso, un ser gigantesco que se defiende de las cosas pequeñas, una isla en medio de todas las islas.
DEL OTRO LADO
Una corteza de árbol. Una corteza de árbol de cerezos. Junto a la corteza, la tierra viva. En la tierra se mueven los animales precipitados por un estallido. El estallido se mueve de rama en rama y llega al oído del hombre. El viento hace desplazar el fuego de la chimenea. El hombre se calienta y piensa en el estallido. Los animales huyen de sus escondrijos. El hombre les ve revolcarse desde la ventana. Los animales corren y vuelan hasta la casa del hombre. El hombre cierra la puerta para siempre.
EN MI DEFENSA
A ustedes, por quitarme la potestad sobre mis palabras.
Dejé de nombrar la poesía como la única patria, incapaz de reconocer por segunda ocasión la voz de dios que latía en mi oído izquierdo o el rugir del tigre que vio caer lentamente la luz sobre la casa. Hubo un día en que quise retornar de mi descanso a las orillas de lo banal y lo efímero, pero sentí piedad por esa extraña alegría que descendió veinte años después y fue a caer al centro de mi carne. Nunca se olvida el país de origen, el águila no olvida el nido donde descansan sus hijos, ni el libro la desgarradura de la hoja, por eso la poesía siempre vuelve a mí, como un destino implacable semejante al abismo de los primeros años. Hay quienes me acusan injustamente, se jactan diciendo que no son mías mis palabras ¿y de quién si no? He vivido en las tierras bajas de la incertidumbre, recordando una infancia de trazos incomprensibles, vigilando el árbol eternamente arraigado al centro del patio. Nunca descansé bajo un naranjo, ni vi el mar amarillo que tantas veces nombro, tampoco es verdad que mi padre viajó a Bakú, y que las mujeres de la casa dejaron la puerta abierta antes de la partida. Sin embargo en la hora del sueño todas las imágenes toman una validez absoluta. Nunca escribí sobre aquello que vi, escribí sobre aquello que nunca me será permitido ver, pues dadas las leyes de lo inabarcable, cualquier hombre podría ser forastero de sí mismo y sin embargo reconocerse.
SOBRE LA NECESIDAD DE NOMBRAR
No existe aquello que no se nombra, solo lo que se nombra existe, dicen los hombres todo el tiempo, pero hay quienes nombran el mar para acabar con la sed del mundo y quienes nombran la fiebre como si revelaran la aparición del sol entre los huesos. Pregunto por lo que existe, y en cambio escucho a las mujeres dar un nombre al hijo que nunca tuvieron, las veo mecer su sombra hasta el amanecer, mientras llenan de leche una vasija de la que nadie bebe. He visto también a hombres ciegos hablar del relámpago como de un objeto conocido, señalar la intensidad de su luz y su recorrido hasta el suelo, luego están quienes aseguran haber visto a Dios de pie sobre el agua. Entre tanta verdad improbable y tanta visión amenazadora, la incertidumbre es nuestro consuelo. ¿O acaso bastaría con nombrar la cuerda imaginaría para que fuera posible sujetarse de ella?