He sido invitado pocas veces a festivales de poesía. En mi caso, aquí en Zacatecas, ciudad donde vivo, hay uno muy importante, internacional, donde casi son invitados pura gente pesada, de grandes logros y amplio currículo, lo que hace imposible que a un joven lo inviten así porque sí. Me gané mi lugar hace dos años, cuando me hice amigo del hermano —también escritor— del organizador —un personaje importantísimo en la poesía mexicana de antaño—; presenté una de sus novelas recientes. Lo más probable, ahora que lo visualizo de nuevo, fue que necesitaba la voz juvenil en una novela sobre la pérdida de la memoria y un periodista. La leí con gran placer, y a la vez con miedo. Porque no solo era leerla, disfrutarla, sino encontrar cosas interesantes de las cuales hablar en la presentación. Saqué mi cuaderno de notas y que el de arriba me ayudara.
Se llegó la fecha. Leí mi texto que, recuerdo, estaba dividido en varias partes, donde, en forma de anecdotario, hablaba sobre el personaje, el periodismo, la nota roja y el perder la memoria en aproximadamente cinco cuartillas. Una de las cosas que pasan en este tipo de lugares -podría decir que en la única librería importante en la ciudad, donde de juntan los grandes títulos y la alta sociedad- es que la gente ya de por sí es prejuiciosa. Cuando me levanté y senté en la mesa para leer, vi que varia gente me veía con impresión. Quizá no sabían que uno de los nombres en el cartel era un niño. De verdad sentí que los aplausos eran sinceros. Tenía pavor, pero al finalizar mi lectura me sentí bien. No tartamudeé —como suelo hacerlo—, sino todo lo contrario, leí como debía, ya que gente importante me estaba escuchando.
Mi amigo, ya al finalizar me dijo que le pasara el texto, que si quería corregirle o aumentarle algo a su texto lo hiciera y de inmediato se lo mandara por correo. Así lo hice un par de días después. Y él me dijo:
—Mi hermano lo va a publicar —olvidé comentar que también ese personaje es editor de dos publicaciones locales y nacionales donde es muy difícil publicar.
El espacio en publicaciones locales está reservado para los escritores con renombre o amigos del círculo. No me di cuenta, sino hasta después, que haber sido invitado a presentar la novela de mi amigo me habría una puerta con esa gente, me daban una única oportunidad y no la desaproveché.
Así fue que, tras saberse de mí que escribía poesía y era un lector voraz de la misma, el hermano de mi amigo me llamó para invitarme a ese festival tan importante en mi ciudad no como invitado poeta; esa vez estaría presentando a una poeta, ella leería parte de su obra en un espacio reducido de tiempo y yo, al principio, hablaría un poco de ella y sus libros. Por supuesto acepté la invitación. Me llegaron los libros y manos a la obra. Quizá, pensé, en serio les gustó mi lectura meses antes.
Entre los muchos invitados de diferentes lugares del país y del mundo, leí. En las sillas estaba Coral Bracho, poeta que admiraba desde mis primeras lecturas y que sabía estaba ahí, ya que estaba en el programa. Me llevé uno de sus libros y, al finalizar, le pedí una dedicatoria. Aceptó con cierto tono de alegría, al saber que un joven se lo pedía.
Ya en estos días a los jóvenes no les interesan los libros.
Sonreí.
—Oye, te pareces tanto a José Emilio.
Me puse colorado. No sabía a quién se refería, si a un amigo, una pareja antigua o presente.
Al salir del lugar de la lectura seguía una pequeña caminata —entre el frío de la ciudad— hacia la cena. Me fui hablando con ella, me tomé una foto. Me contó que ella de niña había vivido en la ciudad pero que no recordaba ya mucho. Seguía pensando en lo que me había dicho. “Te pareces tanto a José Emilio”. Tuve esas palabras hasta que llegamos a cenar. Ya ahí busqué su silla y le dije las últimas palabras de la noche:
—¿A poco usted conoció a José Emilio Pacheco?
—Sí, éramos muy amigos. Te pareces tanto a él.
Bracho vio en mí, físicamente, a su amigo cuando tenía mi misma edad. Más que un halago, me dio miedo que en mi persona encontrara el fantasma de José Emilio Pacheco.