En sus misivas se refleja el Sade encarcelado como animal de presa, el airado, el melancólico, el violento, pero también el tierno. Con hojas blancas y tinta retrata su decepción, su odio, la injusticia de la que se cree víctima, el deseo de ser libre, los afanes por la familia y las peticiones de libros de su agrado.
“Durante once años de cautiverio agoniza un hombre y nace un escritor.”
Simone de Beauvoir
Si el Marqués de Sade en libertad fue el prototipo de hombre libertino, en la cárcel fue enteramente un niño. Una extraña conversión producto del terror y la locura que empezaba a invadirlo debido a su encierro y al roce con los demás condenados. En correspondencia con su esposa, y con tremenda sinceridad afirma:
«…pero, hay tantas cosas miserables y pueriles que, al llegar aquí, me creí transportado a la isla de los Liliputienses, donde los hombres, no midiendo más que ocho pulgadas, deben tener maneras de actuar análogas a su estatura. Por último, he acabado figurándome que solo tengo 12 años -es más honesto que si creyera que son los demás quienes los tienen- y la idea de volver a hallarme entre la infancia disminuye un poco la pena que sentiría un hombre razonable al verse tratado así. » (Carta a la señora de Sade. 18 de abril de 1777)
Contrario a la posición que de él da cuenta Simone de Beauvoir, la prisión no era en ninguna forma una metáfora en Sade, ya que esta realidad desencarnada, y para nada hecha literatura, no hacía juego con su deseo de tener sábanas nuevas, pañuelos, bombones, chocolates, libros y demás artilugios lúdicos que pedía a su esposa y amigas para escapar al horror de su soledad.
Si Donatien Alphonse François de Sade gusta de la soledad, ese espacio donde crea sus maravillosas obras literarias, lo es al estar entre la gente, entre orgías y bajo la sombra de su libertad y no confinado entre cuatro paredes. Si sus vicios lo destierran a la soledad, en la cárcel la soledad lo condena a vivir sin vicios, entregado a una pura mentalidad infantil para lograr sobrevivir.
Sabe que, en la ley del más fuerte, él es impotente. Por eso en el presidio es un animal manso que se deja pasar la mano por su melena sin que muestre sus dientes rabiosos. No hay otra alternativa. Sade es enteramente femenino y como tal debe maquinar intrigas para mantenerse a flote entre criminales, pedófilos, chevaliers de la manchette, terroristas y asesinos de vocación. Comprende que un simple error puede costarle la vida. Ama su prestigio como aristócrata como para pretender dominar a otros que son más fuertes que él. En Vincennes no tiene jurisdicción. Si es fuerte, lo es entre los débiles, entre mujeres y jovenzuelos que subyuga en sus orgías y atrocidades sexuales.

Jean Paul Sartre había dicho en su obra Dios y el diablo que una persona mala necesita del mal para existir, y por eso Sade no existe en prisión, es decir, no existe, no porque no sea malo, sabemos que ha causado mal a otros, sino porque no puede hacer el mal. Entre las tinieblas que permanece, la oscuridad no resplandece para él, es homogénea. Para vivir encerrado y escribir desde Vincennes, debe ser un caballo salvaje.
Allí es, entonces, donde en su encierro adquiere nuevas virtudes a fuerza de volverse loco: interpreta a los hombres a quienes llama animales de señales, refiriéndose al lenguaje carcelario de las miradas, las expresiones, los silencios y los gritos, y también a la única forma en que su esposa y amigos se hacían presente: la correspondencia.
«Las bestias feroces que me rodean, inventan cada día una humillación nueva, haciendo mi destino más atroz; infiltran gota a gota en mi corazón el veneno de la adversidad, cuentan mis suspiros con deleite y, antes de cebarse con mi sangre, se bañan con mis lágrimas.» (Palabras de Antonieta en la Conserjería)
En sus misivas se refleja el Sade encarcelado como animal de presa, el airado, el melancólico, el violento, pero también el tierno. Con hojas blancas y tinta retrata su decepción, su odio, la injusticia de la que se cree víctima, el deseo de ser libre, los afanes por la familia y las peticiones de libros de su agrado. Pero no es una correspondencia fluida y pasa largos intervalos sin comunicarse. Los entreactos de su vida son demasiado largos.
Ante esto, no tiene alternativa en su drama que llorar solo. En su celda tiene varios compañeros, seis ratones con los cuales discute e intenta capturar para lograr conciliar el sueño. Pide al carcelero un gato en la sala para acabar con el problema, pero le afirman que «los animales están prohibidos.» Anonadado contesta: “pero, seréis bestias, si los animales están prohibidos, también deben estarlo las ratas y los ratones”. Con indiferencia le responden: “es diferente”. Asunto terminado.

Como niño de doce años quiere ver aquel encierro como un juego, como si estuviera de paseo en la granja de los animales. Se llama a sí mismo «animal del establo de Vincennes» y el trato con los demás se reduce al calificativo de «asnos del mismo pastizal.» Su humanismo, del que hizo gala en el periodo de la Ilustración, ahora se transforma en misantropía.
«¡Oh hombre, cuán pequeño e insignificante eres! ¡Apenas has tenido tiempo para ver el sol, apenas descubres el universo y ya no haces otra cosa que ocuparte de la cruel actividad de atormentar a tus semejantes! ¿Y de dónde crees tú extraer este derecho?, ¿acaso, tienes más ojos, más manos o más órganos que yo? Desdichado gusano que solo tienes unas horas para arrastrarte como yo, goza y no me perturbes.» (Carta a la señorita Rousset. 21 de marzo de 1779)
Ante las palabras que rechinan en sus oídos, y que el encierro es por su bien, además que saldrá de allí un nuevo Donatien Alphonse François de Sade para la sociedad, se obstina en que es demasiado viejo para rehacerse, justificando que desde pequeño ha tenido un carácter sólido. Alega que no lo corregirán castigándole como a un niño pequeño y ni la prisión, ni el encierro cambiarán su esencia de hombre. Llevará la empresa de su pensamiento hasta el final de su vida, sea confinado al presidio, o en libertad, la cual ya no le servirá de mucho ya que tiene enemigos que lo quieren ver derrotado. La cárcel no lo reformará ni a él ni a nadie, y lanza una crítica mordaz al sistema:
«La cárcel… la cárcel… ¡siempre la cárcel!… En Francia, no se sabe hablar de otra cosa. Un hombre apacible y honesto comete por desgracia una falta, que sus enemigos han agravado para perderlo: la cárcel. Pero, llegareis a ser imbéciles, ¿Cuándo sabréis que los caracteres de los hombres son tan diferentes como sus rostros, de igual modo que, tan diferente es su moral como su físico, y que, lo que conviene a uno, perjudica a otro?» (Carta a la señorita Rousset. 21 de marzo de 1779)
Su esposa y amigos insisten en tratarlo como a un niño infundiéndole falsas esperanzas de que pronto, muy pronto, saldrá en libertad, pero Sade comprende la inconsecuencia de sus afirmaciones y se siente más perturbado. Recusa estas falsas consolaciones diciendo que es una atrocidad romper el sonajero de los niños, al intentar engañarlo. Su pensamiento en otro tiempo era que el mayor suplicio en el mundo era dar esperanzas a un desdichado, refiriéndose quizá a la concepción teológica del momento, la religión, y demás sistemas; sin embargo, ahora él mismo sufría esta contradicción en cuanto a su condición.

La rueda de su ateísmo no tenía radios entre cuatro paredes y arrojándose a la providencia profería sentencias como “saldré (de la cárcel) cuando a Dios le plazca” o “¿cuándo me sacarán, ¿Dios mío, de la tumba en la que he sido sepultado vivo?” y otras expresiones extrañas que contradecían el ateísmo expresado en sus obras literarias. Aún así, en su tiempo libre planea todo lo que va a hacer una vez en libertad, mientras entre rejas se consuela con Petrarca y su Laura, al punto de tener un sueño consolador con ella como su madre.
«Laura me vuelve loco; parezco un niño; me pasó todo el día leyéndola y de noche sueño con ella. Voy a contarte un sueño que tuve ayer sobre ella, mientras todo el mundo se divertía. Era cerca de la medianoche. Acababa de dormirme con sus memorias en las manos. De pronto, se me apareció… ¡la vi! El horror de la tumba no había alterado en nada el esplendor de sus encantos, y sus ojos conservaban aún el mismo fuego, que cuando Petrarca los cantaba.
Iba envuelta toda ella en un crespón, y sus hermosos cabellos rubios flotaban negligentemente por encima. Parecía como si el amor, para hacerla aún más bella, quisiera suavizar todo el atuendo lúgubre con el que ella se presentaba a mis ojos. “¿Por qué gimes en la tierra?, me dijo. Ven a reunirte conmigo. En el inmenso espacio en que habito, no hay males, ni pesares, ni dolores. Ten valor para seguirme”. Tras estas palabras me postré a sus pies y le dije: “¡oh, madre mía!” … y los sollozos ahogaron mi voz. Me tendió una mano que cubrí con mis lágrimas; también ella lloraba.» (Carta a la señora Sade. 17 de febrero de 1779)
Este sueño, en realidad, dejaría ver tres aspectos claros de Sade. Por un lado la concepción edípica del novelista, como afirma Michael Foucault en su conferencia de Búfalo en 1970 a propósito de un texto sadiano llamado Ideas sobre la novela: «Ante todo, el buen novelista debe sumergirse en la naturaleza como lo haría quien fuera el amante de su madre y se sumergiera en el cuerpo de esta.» En la novela sadiana «La filosofía en el tocador» (1795) Eugenia, la protagonista, es una joven libertina que termina matando a su propia madre. Otro aspecto que se destaca en este efusivo sueño es la pulsión de muerte freudiana y, por último, el deseo de reivindicarse con su madre, al querer encontrarse con ella en otra vida de ultratumba, aunque irónicamente la odia, pues es con su padre con quien siente afinidad. Por ello es que su subconsciente literario disfraza el instinto materno bajo la figura de Laura de Petrarca. Un sueño que coloreaba su estadía en prisión y que lo sostiene.
Y no solo su imaginación se enternece con sueños como estos, sino que también encuentra alivio en que, a su salida del presidio, se divertirá hasta hastiarse, además de contentarse como un niño con papel, tinta y los impresores de La Haya visualizando nuevas obras literarias para Francia y la posteridad, aun a sabiendas de que puede volver a ser confinado al frío patíbulo. Por eso, con escritura liliputiense y en la prisión de La Bastilla, escribe las 120 jornadas de Sodoma, que hasta su muerte creería perdida, debido al traslado precoz de lugar por el inminente presagio de revolución en el país.

Escribe y escribe, y con ello elabora su propia visión literaria del mundo, sin la cual su vida sería una carga o un horror. Su literatura enseña a escapar o al menos promete una libertad. Se concibe como un conejo noruego que, apenas nace, ya está destinado a correr vertiginosamente hasta el fin. Sade es un animal entre otros animales. Un niño, entre adultos, que teme a su fin. Por eso ruega en su correspondencia por salir de ese establo, supeditando su voluntad a las mujeres que lo condenan. Sabe que una lettre de cachet puede darle la libertad, aunque no es una garantía. Se resigna.
De Vincennes es trasladado a su última mazmorra, La Bastilla, edificación mitad fortaleza, mitad prisión, cuyo edificio era sólido, de varias torres, armado con cañones y separado de los barrios por un foso. Allí, Sade encuentra oportunidad de escapar, como lo había hecho de mano de Marais en Valence. Desde su celda, que daba a la calle, y reforzada por veinte barrotes, había escuchado al pueblo francés reunido bajo su ventana, alegando que aquel era un reo peligroso y de impulsos incendiarios, y debido a ello, él podía ser el catalizador de la demolición de ese monumento de horror. Atemorizado por su vida, inmediatamente en su correspondencia envía cartas al gobernador y al ministro, expresando en tercera persona: “si el señor Sade no es trasladado esta noche de La Bastilla, no respondo al trono del rey”. El miedo a la locura del vulgo y a la guillotina lo tenía destrozado moralmente.
Así, como un animal que prevé el incendio, encuentra la oportunidad de arengar al pueblo, arrancando una ancha tubería del desagüe que le servía como magnavoz y grita: “degüellan y asesinan a los presos de La Bastilla”. Palabras que fueron el detonante para la posterior insurrección del 14 de julio, aunque once días antes de la caída de La Bastilla, Sade es trasladado, por orden del marqués de Launay, al convento de Charenton.
Así se salvaba de una muerte que tenía asegurada por libertino, en la República del terror instaurada por Robespierre. Sin embargo, Sade nunca fue más libre que cuando vivió en prisión, ya que una vez puesto en libertad, el viernes santo de 1790, el aristócrata vive en la más negra miseria y se ve obligado a vender su castillo de La Coste. Está derrotado. Trescientos setenta y cinco días más tarde, escribe con desaliento: «Mi detención nacional, la guillotina ante los ojos, me ha causado más daño que el que me hicieran todas las bastillas imaginables.«
Después del triunfo de la revolución de 1789 se cambiaría su nombre para falsear su identidad y encontrar así una nueva vida. Una tetra a la que recurre ya que estando en libertad encuentra el problema de la desocupación, no hay un lugar fijo para él en la nueva sociedad francesa. Sabemos por Gilbert Lely que pidió una plaza como bibliotecario y buscaba afanosamente una colocación. Se formaliza y ahora es un adepto de un catolicismo extraño. En otro tiempo diría: «La idea de Dios es el único error que no puedo perdonar a los hombres.» Así que, al elegir a Dios en la última etapa de su vida, ha renegado de sí mismo, y esa es la falta imperdonable que los filósofos o ateos no pueden pasarle por alto a esta gran hiena literaria.