Imagen de portada: Televisa
Curaduría: Fernando Salazar Torres
Introducción: Emilio Paz
Quisiera comenzar con un análisis crítico sobre la literatura mexicana, pero dicho análisis es tocado por la coyuntura que se vive. Los abrazos han quedado prohibidos y el cariño, propio de los latinos, ha tenido que ser contenido en medidas que son necesidades de supervivencia. Sin embargo, México me trae algo bello: un vivir-sin-miedo ante la muerte. Aquella tradición histórica, cultural y religiosa me permite voltear la mirada y enfocar mi vista en la ventana azul de mi cuarto. Imagino que esa ventana es un mar, un cielo, un velo mariano, un telar de la provincia, una señal de calma, un algo que conmueve. De esa misma manera, siento que el escritor mexicano navega entre sus letras, reflexiones y composiciones.
Hace un tiempo presentamos Inmortales medusas: Poesía mexicana contemporánea que era una muestra sustancial de la poesía que se escribe en la actualidad en México. Dentro de la reflexión una de las situaciones importantes a anotar era:
(…) considerar a la tradición literaria mexicana dentro del canon americano es una exigencia cultural y antropológica. Su impacto en la literatura universal tiene sus galones y no existe necesidad de argumentar. Por eso, contentar al pueblo con respecto algún u otro autor es innecesario, todos aportan algo. La tradición lírica mexicana es amplia. La cultura, las regiones, las influencias, las temáticas. Todo va en torno a una razón que no sucumbe ante una sola línea, sino que produce una red extensa de tradiciones y vanguardias. Desde poesía religiosa hasta poesía vanguardista, desde versos clásicos hasta los gustos de nuevas figuras. La poesía mexicana se abre paso sin descuidar su génesis y entorno.
Y estas características de la lírica mexicana son aplicables a la narrativa de ellos. No hay una figura aislada, que se mantenga inmutable o ataráxica al paso del tiempo, sino que se aferra, transformándose en un móvil particular y general. Particular en cuanto es la voz del autor, de un pueblo, de un tiempo; pero se transforma en general en cuanto es una voz que va más allá de esa particularidad y penetra en la psiquis humana. Porque su historia abarca desde los pueblos precolombinos mexicanos hasta lo más reciente del arte escrito. Sor Juana Inés de la Cruz, Juan Rulfo, Federico Gamboa, Juan José Arreola, Carmen Boullosa, Amparo Dávila, Elena Garro, La generación de la Casa del Lago, José Emilio Pacheco, María Luisa Puga, José Revueltas, entre otros. Novelistas y/o ensayistas que tocaron la lírica y viceversa. Entonces la riqueza de la literatura mexicana es amplia. Y quizá, en lo más profundo de la esperanza humana, sea un camino para modificar lo que se viene: la incertidumbre y el miedo ante la enfermedad que nos acongoja. Así, al final, quizá estemos de la mano con Garro y modifiquemos este camino sombrío por uno de luz.
Les presentamos una breve muestra de narrativa mexicana contemporánea:
Cecilia Eudave(Guadalajara, México). Narradora y ensayista. Algunos de sus libros son: Registro de Imposibles (cuentos, 2000, 2006, 2014), Bestiaria vida(Novela, 2008, España, 2018), con la cual ganó el premio de novela Juan García Ponce y Técnicamente humanos y otras historias extraviadas (Cuentos, USA, 2009). Ha participado en varias antologías y revistas tanto su país como en el extranjero. Sus libros más recientes: Para viajeros Improbables (Microrrelato, 2011), En primera persona (cuentos, España 2014), Aislados (novela, 2015) y Microcolapsos (microrrelato, 2017, España, 2019). Escribe también cuento infantil con títulos como Papá Oso (España, 2010 y Bobot, 2018), y novela para jovenes destacando la saga de la Dra. Julia Dench, detective de lo paranormal. Ha sido traducida a varios idiomas. En el 2016 se le otrogó la cátedra America Latina en Toulouse, Francia.
El caracol y la Súcubo
Cuando nací no llore. Lancé solo un leve quejido, luego apreté las manos y los ojos. Después me limpiaron la sangre, contaron los dedos de los pies, de las manos, levantaron los párpados para revisarme las pupilas, me estiraron las piernas y cortaron el cordón umbilical. Quizá fue en ese momento en el que sentí el frío de afuera y, sin llorar, me hice como los caracoles deben hacerse antes de tener su caparazón: un círculo sobre mí misma. Era una pequeña bola de carne apretada y muda. El médico hizo un esfuerzo enorme por separar los miembros mientras la enfermera me envolvía en la sábana. Finalmente me llevaron con mi madre. Ella sí lloró al verme, debió pensar que después de ocho horas de parto merecía algo más que un caracol.
Yo no me acuerdo de nada. Es más, no poseo ningún vago recuerdo de nacer, ni de mis primeros pasos, ni de cuando comencé a hablar. Yo no tengo, o por lo menos no digo tener, esa mente prodigiosa. Fueron ellos los que me dijeron que todo esto: mis padres, mis abuelos, mis tíos, mi familia. Ellos se han empeñado en recordármelo como si fuera necesario llevar la bitácora de tu existencia sobre los hombros, registrando los acontecimientos del pasado donde has vivido y, a veces, de los que ni te has dado cuenta. E insisten en que no lo olvide, repiten: “naciste enrollada como un caracol”. Mi abuelo era el más persistente, con sus ojos de cuervo solo decía: “uno es sus recuerdos, nada más, nada más, nada más…”, luego, desaparecía.
¿Cómo se puede recordar? Pasan los acontecimientos tan rápido, tan sin tomarnos en cuenta, el tiempo nos juega siempre malas pasadas, y se lleva lo tuyo, allá, donde el pasado esconde lo inútil. Ahora yo me siento así, inútil. Se me acabaron las fuerzas, estoy como cuando nací, supongo, sintiendo ese frío inmenso colarse por entre mis huesos, obligándome a enrollarme como un caracol. Así estoy, en la cama, sin deseos de nada. Me cuesta levantarme. Abro un ojo, luego el otro, intento estirar una mano para ayudar a la otra a ponerme en pie. Nada. Vuelvo a caer de espaldas sobre las sábanas calientes y me envuelvo toda. Segura pareceré una momia cuyo corazón quiera estar dentro de un jarro de barro a un lado de un cuerpo que solo responde al silencio.
Silencio.
Eso sería lo mejor. Pero no, los recuerdos hacen ruido, los míos por lo menos, parecen una manada de bisontes acorralados, asustados, no saben a dónde ir. Seguro Gregorio desde su cama sentía lo mismo, allí, inmóvil ante su nueva condición de bicho, ajeno al mundo que había quedado afuera, ese que le regaló sin querer conciencia de sí mismo. ¿Por qué para tener conciencia hay que convertirse en otro? ¿Por qué hay que sentirse un bicho? Tendré anotarlo en mi libreta, tendré que hacerlo a menos que quiera dejar de recordar…
Algo que recuerdo fue cuando nació mi hermana, y si algo queda de este acontecimiento, es porque nació con un cuerno en la cabeza. O por lo menos así le decían a esa protuberancia erguida un poco más arriba de la frente. Era el único tema en la casa: “la niña nació con un cuernito de la cabeza, la niña nació con un cuernito en la cabeza. Válgame Dios”. Usaban el diminutivo, como si con ello remediaran un poco el mal, la diferencia de la que era objeto mi hermana. A mí me llamaba la atención que no fueran dos, como los demonios habituales, comunes y corrientes, rendidos a los pies de los arcángeles, con la espada incrustada en un costado, mientras miles de trompetas se asoman de las nubes tocando aleluyas o alabanzas. No, era solo uno, enorme, siniestro sobre su frente. Y otra vez se repitió la historia, de esa sí fui testigo, aunque no la recuerda bien. Mi madre volvió a llorar al verla. Quizá porque después de ocho horas de parto merecía algo más que un demonio con un solo cuerno en la cabeza.
No me dejaban acercarme mucho a mi hermana porque estaba un poco delicada de salud; era “muy impresionante”, eso decían. Hasta que un día me le acerqué mientras mis padres hablaban con el médico sobre la posibilidad de operarla. Me escabullí con cuidado y la vi. Fue una enorme decepción; fuera de ese cuerno no había nada anormal. Yo me la imaginaba monstruosa, inmunda, un espanto. Pues no, era incluso bastante bonita. Claro, poco tiempo después, revelaría que ese cuerno, único e insólito, era una manifestación de su interior maléfico. Sí, si la maldad tuviera un nombre sería el de mi hermana. Yo no sé qué es lo malo para otra gente, ni si hay una maldad específica y cercana, generalizada; pero la que yo conocí, padecí y, a veces, sigo padeciendo, es la de ella.
Les voy a dar un ejemplo: cuando por primera vez detectó mi presencia, comenzó a llorar de tal modo, que cualquiera hubiese jurado que le hice algo. Mis padres entraron a la habitación corriendo, y me vieron parada cerca de la cuna, mirándola, solamente mirándola. Ese fue su debut; ahí, justo en ese momento, comenzó a dar signos de lo que sería durante toda su vida: mi demonio personal. Sí, yo no tuve ángel guardián, me lo cambiaron por ella. Cabe acotar que no dejó de llorar durante 24 horas, mientras mi madre se jalaba los cabellos y mi padre no soltaba el teléfono, buscando en las voces del otro lado del auricular consuelo. También habría que agregar que yo estuve confinada en la casa de mis abuelos por lo menos seis meses. A un idiota, de esos que se riegan por todas partes, se le ocurrió la idea de que yo resulté una impresión muy fuerte para mi hermana.
Al parecer a los demonios no les gustan los caracoles.
Mi abuelo me consolaba: “Cuando le quiten el cuernito todo volverá a la normalidad”, es decir, mis padres me querrán nuevamente y regresaré a casa. En efecto, volví, pero mi vida ya no fue como antes, seguro menos… impresionable, pues lejos de mejorar las cosas cuando le quitaron esa deformidad, empeoraron. Quizá porque creyeron que ella moriría tan pequeña y volcaron su amor desmedido en torno suyo; o quizá porque ese cuerno era un detente para la maldad de mi hermana, y ahora sin él, era la encarnación de Belcebú; o quizá porque yo tiendo a verlo de ese modo, y qué más da.
Debo ser sincera. Ni siquiera sé si así fueron las cosas. He dicho que no hay nadie cerca para recordármelo, para advertir las imprecisiones, estoy yo sola en medio de mis recuerdos fragmentados. Sin embargo, de algo estoy segura, me obsesioné con la idea de que mi hermana era diferente, y yo no era como ella. Y desde ese momento decidí que esa niña era un monstruo, un demonio, de esos que son así como son: abominables, rasgo destacado en su personalidad. Solo tenía que precisar bien a qué clase de monstruo o demonio pertenecía. Resultó ser un Súcubo y con el tiempo se confirmó. Pues cuando su maldad dejó de concentrarse en mí —yo solo fui su base de entrenamiento—, fue para centrarse en un montón de infelices a los que les destrozó la vida.
Ojalá yo hubiera estado tan segura de mí como lo estaba de ella. Pero no, no tenía la menor idea de quién era yo, ni de por qué estaba allí. Y volví a enrollarme sobre la cama mientras la Súcu crecía y crecía.
Ulises Paniagua (México, 1976). Narrador, poeta, videasta y dramaturgo. Posee dos posgrados en la especialidad de imaginarios literarios. Es autor de las novelas La ira del sapo (2016), y Ese lugar existe (2017); así como de cinco libros de cuentos:Patibulario, cuentos al final del túnel, (2011), Nadie duerme esta noche (2012), Historias de la ruina (2013), Bitácora del eterno navegante (Abismos, 2015), y Entre el día y la noche (UAM). Su obra incluye cuatro poemarios: Del amor y otras miserias (2009), Guardián de las horas (2012), Nocturno imperio de los proscritos (2013), y Lo tan negro que respira el Universo (2015); así como los CDs sonoro-poéticos: Cuadriversiones (2013), Clandestinos y nocturnos (2014), y Mientras nos queden labios con qué cantar (2016). Ha sido divulgado en antologías, revistas y diarios nacionales e internacionales, incluyendo Nocturnario, El búho, Círculo de poesía, Nexos, Siempre!, El Sol de México y Jus. Columnista de la revista Horizontum. Es parte del catálogo de autores del INBA, y ha sido publicado en la Academia Uruguaya de Letras; así como en España, Italia, Perú, Cuba, Venezuela, Argentina y Costa Rica. Primer lugar en el Concurso Literario de Cuento “La caverna” (2016). Mención honorífica en el Concurso Nacional de Cuento Criaturas de la Noche (2007), y del Premio Endira de Cuento Corto (2016), fue antologado en: Poesía Latinoamericana Giulia Gonzaga (Italia, 2008), y en Poetas del siglo XXI (España, 2014). En el 2011, con su colaboración literaria con el grupo Kanga, obtuvo el primer lugar en el concurso nacional de España, Tú sí que vales. Locutor colaborador en el programa Jazz Arquitectónico, de Radio Anáhuac. Ganador del Concurso Internacional de Cuento convocado por la Fundación Gabriel García Márquez. Conductor del programa Todos los libros, el libro, en Radio SOGEM. Ha sido tallerista en CONACULTA, en la UAM, en la Fundación René Avilés Fabila, con Secretaría de Cultura, así como becario de CONACYT (2014-2016; 2018-2021). Su obra ha sido traducida al inglés y al italiano.
El año del cerdo
Fue en la celebración, en China, del año del cerdo. Aquí, en mi ciudad, en mi país, fue un día como cualquier otro. O casi como cualquier otro.
Llegué a la oficina. Afuera llovía. Después de encender la luz, de acomodarme las medias y revisar mi email, me percaté, con sorpresa, de la presencia del muerto. Estaba allí, tieso y pálido, tendido sobre la alfombra. Me asusté, por supuesto, lancé un alarido medio escénico que debió retumbar en el piso del corporativo. Era la hora de la merienda, así que al parecer no hubo quien escuchara.
¿Qué se debe hacer con un muerto? Pensé en llamar a la policía. Me contuve, reflexiva, porque sé bien que en este país eres culpable hasta que se demuestre lo contrario, así que no quise pasar por el calvario del hostigamiento policíaco y la tortura psicológica. El muerto, por su parte, no desprendía peste alguna ni causaba horror, no mostraba rastros de violencia, manchas de sangre o exhibía una mueca de espanto. Bien mirado, incluso era guapo. Con estas ventajas, imaginaran que no me interesaba saber quién lo mató, si falleció a causa de un accidente, cómo llegó hasta mí. Soy tímida en extremo, me cuesta trabajo acercarme a los compañeros de trabajo, me considero aquella perfecta “godínez”, silenciosa y huraña que se hunde en sus labores, que checa entrada a las 9 a.m. y salida a las 6 pm, en punto, de forma invariable. Por obligación, respondo lo necesario: “Ifigenia, ¿dónde quedó la nómina del licenciado Rodríguez?”, “Ifigenia, notifica a la gerente cómo marcha el asunto del próximo despido”, “Ifigenia, no seas cruel, alcánzame ese lápiz”. Por cierto, mi jefa, la gerente, también es hermética, no habla con nadie, es una tipa rara, un poco tensa. Es buenísima, eso sí para gritar y endilgar insultos y responsabilidades cuando se siente bajo presión. A veces la odio, a veces la compadezco.
Con tanta soledad a cuestas es de imaginar que no me molestó la idea de que un cadáver me hiciera compañía. Además, el difunto era discreto y respetuoso, cualidades de las que muchos vivos carecen en estos tiempos. Lo escondí en el closet de la oficina. Lo senté en la alfombra, lo cubrí con cajas y legajos. De manera periódica rocié aromatizante para disimular cualquier mal olor. Fue un difunto bien portado, apenas si mostró descomposición mientras estuvo conmigo. Cuando la empresa entera salía a comer, solía sentarlo en un reposet. Conversábamos sobre el clima, sobre asuntos laborales o sueños futuros. Una vez, bebiendo una copa de vino, nos pusimos profundos y hablamos del estrecho umbral entre la vida y la muerte.
Dos veces se dejó maquillar. Se veía hermoso con un rímel discreto y los labios rojos, parecía un actor de cine. Una ocasión, para comprobar que yo no era relevante en la oficina, lo disfracé con uno de mis vestidos floreados, le puse medias y uno de los sombreros anchos y redondos que tanto me gusta usar. Lo coloqué frente a mi laptop, y salí por un café capuchino. Mis compañeros no notaron la diferencia, así de intrascendente soy. Por la tarde, antes de retirarme, volví a guardarlo en el closet.
Pudo resultar bien, pero un día una empleada de limpieza casi lo encuentra. Tuve que distraerla con una sarta de banalidades para que no se acercara al sitio donde lo tenía oculto. Comencé a alarmarme, a pensar en las consecuencias, en las explicaciones que me vería obligada a dar si lo descubrieran. Además, lo nuestro no pudo ser. Cada día éramos más cercanos, comenzamos a enamorarnos. Hablé con él. “Las cosas se complicaron”, le dije”. Él permaneció estoico, como era costumbre. “No tengo mascotas, lo sabes, porque no quiero encariñarme con ningún ser, no soportaría las rupturas, la distancia de lo querido, no estoy hecha para transitar ese dolor”, comenté en un murmullo.
Estuvo de acuerdo. De allí en adelante podríamos ser sólo amigos. Planeamos su futuro en completa complicidad. Así, una noche trabajé hasta tarde. A algunos les pareció extraño, pero no emitieron comentario alguno. Con audacia y gran precisión cubrí la cámara de seguridad con un trapo, conduje al muerto a la oficina de la gerente, apagué la luz y salí corriendo a casa. No supe el nombre de mi acompañante de los últimos meses. No quise preguntarlo.
Esperé al día siguiente escuchar gritos, algún escándalo, el inicio de las averiguaciones periciales. La oficina permaneció en calma, la rutina transcurrió, boba y confortable, como cada jornada. Esa y cada mañana siguiente. Mi jefa lo encontró, estoy segura, pero guardó silencio, es la explicación más lógica a este enigma. Cómo podría no notarlo. Ella miente, la delata su cutis lozano, las carcajadas que se desprenden desde su oficina después de un largo rato de hablar en voz baja, los vestidos provocativos que usa recientemente, la discreta sonrisa con la que aborda los elevadores del corporativo. Apenas puede disimular, se ha apropiado de mi muerto.
Peticiones inesperadas
Se ha rebelado mi perro. Hace semanas hizo entrega de sus peticiones. Se queja de que no le atiendo como antes, de que las labores de oficina y mis frustradas conquistas amorosas lo tienen en el olvido. Tal vez tenga razón. Asegura, con el ceño fruncido, que merece un dueño mejor, con quien experimente empatía. Me muestra con insistencia un tomo titulado “Los derechos de las mascotas”. No sé de dónde lo ha sacado.
La primera vez me dejó con la boca abierta. Debo reconocerlo, su oratoria era impecable. Luego me he acostumbrado a sus peroratas, interminables, sosegadas, racionales. Ha llegado a límites gnoseológicos y epistemológicos impensables. Se pregunta por el “ser” de cualquier perro, y cuestiona incluso el concepto de aquello que llamamos “perro”.
Está insoportable, ya no quiere que le acaricie el lomo, que lo llame a silbidos, que le sirva croquetas. Un aparato para masajes, un celular, una buena arrachera, eso es lo que me ha pedido: esas son sus exigencias. Amenaza con sindicalizarse.
Comenzó con sutilezas absurdas pero comprensibles. Ahora se ha apoderado de la casa y de mis fuerzas. Se pasa el día viendo el televisor mientras calza mis pantuflas. Yo me desvivo por atenderlo: le llevo comida, le acerco un libro, una cerveza. No puedo explicar por qué lo hago, supongo que los años que lo tuve en el descuido me han despertado cierto remordimiento.
Las razones no importan. Explicar o psicoanalizar nuestra relación, qué más da. El problema es serio: ahora duermo en el sillón; él duerme en la recámara. El automóvil que le he comprado me tiene hundido en deudas. Si continúo faltando al trabajo van a despedirme. Y por si fuera poco, las croquetas que me sirve en estos días saben horrible, no sé dónde las ha comprado. Yo nunca le traje croquetas de mala calidad.
Victoria García Jolly, (Ciudad de México, México). Es socia fundadora y directora de arte de Editorial Algarabía. Escribe para la revista Algarabía artículos de divulgación del arte; ha publicado ¡Cuidado! Café cargado (2010) El libro de las letras. De la a a la z y no es diccionario (2011), ¡Mmm! Chocolate sin culpa (2015), Para amar al arte (2016), Cuentos del armario (2018) y Espectrándote (2019). Además ha participado en diversas de antologías de minificción en México, Perú y Chile. Ha sido discípula de René Avilés Fabila, Agustín Monsreal y Óscar de la Borbolla.
Currículum vitae —abreviado—
para Susana Reyes
El maestro Respicio Sumario fue catedrático —dejó de serlo— de la Universidad Sucinta. Estudió Ciencia —transitoriamente—, que nada tenía que ver con su verdadera vocación: escribir. A temprana edad se casó —y muchas otras veces más— con sus esperanzas y sueños.
Estuvo —porque lo abandonó— asociado al Gremio de los Oficios Inanes donde fue galardonado. Su obra sobresalió —hasta que dejó de brillar— por encima de la de talentosos colegas. Formó parte del comité —disuelto, desde luego— que aprobó la inclusión de la mujer en la lista de Becarios del Momento, y luchó —sin ganar— por concederle un lugar más igualitario y permanente.
Fue nombrado ombudsman —pero renunció muy pronto— para defender los derechos de la Unión de Editores Escasos. Destacó —por poco tiempo— como precursor de la corriente mínima de las letras. Ocupó —brevemente— el puesto de Director de la Asociación de Personajes Fugaces. Fundó la Cámara de lo Efímero —que presidió no más de media hora— donde logró la perpetuidad de su pensar. Finalmente, creó —y abandonó— la Fundación Mirar Atrás, Aunque Sea un Poquito A. C.
Construyó, de esta manera, su destellante futuro —no se prolongó demasiado—: murió —eso sí, para siempre— unos cuantos días después de haber compendiado tan grandes hazañas.
Cielo rojo
De mujer a mujer se habían jurado ni un golpe más. No permitirían que prosiguieran la crueldad, las vejaciones ni los gritos que las asfixiaban. Se habían persuadido de tener la fuerza para lograrlo, se ayudarían la una a la otra, se protegerían. Aquella sería la última vez. No lo fue.
Al llegar a ese cielo tan temido, al cielo rojo que no es otra cosa que el infierno, Liliana se encontró con sus demonios. No se sorprendió; se había liberado, al fin, del miedo. Entre los más atroces chillidos, fue llevada ante la mujer a quien había engañado. Sus miradas se cruzaron con tal frialdad que congelaron el averno: petrificado quedó como las cicatrices que recorrían sus rostros y cuerpos. La otra mujer, movida por una profunda ira, preguntó: ¿Por qué permitiste que lo hiciera otra vez? Me lo juraste y, pobre de mí, te creí. Tu debilidad nos condenó. Ya lo ves, no fuiste para él sino un objeto, peor, un desecho.
Al hablar desde el dolor de las heridas de su cuerpo que rodó escaleras abajo con su vida enredada en la falda y el último aliento deshilachado en el descanso, Liliana asintió ante su espectro desfigurado por la revelación: ¿Por qué?, me preguntas: Porque me traicioné a mí misma.
Finale
Fue el viernes por la tarde que, por desafinado, la perdí. Todavía apoyado su cuello sobre mi pecho y mis piernas rodeando su cintura, me solicitó con un timbre profundo, casi humano: Graciela no, Chelo/ Chelo, pues. Chelo Prieto, completó con su usual vibrato/ Está bien, Chelo Prieto. No olvides a Piatti, fui de él mucho antes; me tocó el alma con su legato y yo le respondí col lengo, nos unió el amor por la música de Dvořák y de Bach/ De acuerdo, Chelo Prieto Piatti. Aclaremos esto de una vez, dijo con fortissimo staccato, soy Chelo Prieto Piatti, nacida Stradivarius, la única que lleva en su cuerpo grabados la fecha de su nacimiento, la vibración de las aguas del Po y todo el frío de un largo invierno. Se despidió de mí anunciando el final de la sinfonía y de lo que nosotros fuimos: En esta situación lo más conveniente es eso que ocurre después del último acorde: el silencio.
Eduardo Cerdán (Xalapa, 1995) es narrador, ensayista, editor y docente. Textos suyos aparecen en los suplementos de El Universal, La Jornada y El Nacional (Venezuela), en revistas como Letras Libres, Literal, Revista de la Universidad de México y La Palabra y el Hombre, y en antologías de cuentistas mexicanos y latinoamericanos publicadas por la UV, la BUAP, la UAM-X, Ediciones Cal y Arena y Nitro/Press. Parte de su trabajo académico y literario se ha traducido al inglés y al francés. Ha publicado varios artículos, reseñas y capítulos de libro sobre narradoras de los siglos XX y XXI, y ha seleccionado y prologado muestras de literatura contemporánea. Ha impartido clases en la Facultad de Filosofía y Letras, donde se licenció, y en la de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Autor del libro de cuentos Pasos en la casa vacía (2019), fue editor de narrativa en Cuadrivio y es jefe de redacción de la revista Punto de partida de la UNAM.
Línea 3
La tarde cae a plomo y tu turno en el trabajo está por iniciar. Urge que mandes el Platina al taller, pero mientras la UNAM no deposite, tendrás que usar el metro. Te encaminas, arrastrando los pies, hacia la estación Zapata. Vas algo retrasada, pero la puntualidad nunca ha sido lo tuyo. Cargas tu bolso imitación de Tous en el hombro derecho, llevas tu anonimato a cuestas. Apenas empieza el otoño de 2013: el sol escurre por tu cuello y te sudan, secretaria cliché, las medias de tela opaca.
Pocos minutos después, bajas los peldaños de la estación y te internas en el averno chilango. Previsora, una vez en la taquilla pides “dos por favor” antes de pagar con tres monedas de dos. La mujer del otro lado del cristal te avienta los boletos y enseguida, con la prisa epidémica de la ciudad, trotas hasta los torniquetes. El hedor del drenaje te llega de golpe.
En el andén dirección Universidad, la gente se conglomera junto y detrás de ti como marabunta. ¿Sigue habiendo horarios para los vagones exclusivos? No han puesto o ya la quitaron, no estás segura, la barrera que los señala. Comienzas a sofocarte, por lo que decides esperar el siguiente convoy.
El tren que dejarás pasar llega y escupe una bocanada de gente. Te estremece la indiferencia de las caras. Bajo nivel, todos parecen adquirir rasgos uniformes. Un anciano diminuto entra flotando, llevado por la multitud que preña el vagón. La mochila de un adolescente queda prensada; él grita y las puertas se abren de nuevo unos segundos, que el joven aprovecha para insertarse en el montón de personas. También ves, a unos metros, la boca de una señora pegada como ventosa sobre el cristal opaco. El vehículo arranca y deja un eco sordo en la estación.
A los dos minutos arriba el siguiente tren, con su rechinido metálico. En cuanto se abren las compuertas sientes una ansiedad que te ruge en la boca del estómago. Entras al vagón. No hay asiento ni un lugar del cual sostenerse, así que permaneces de pie en medio de la multitud, luchando para equilibrarte. Tu destino es la terminal.
El vagón se vacía paulatinamente, mas no se liberan asientos, por lo que te abrazas a un pasamanos. En la estación Viveros sientes una respiración pesada detrás de ti. Percibes que la boca del sujeto emana una peste como la del drenaje que oliste antes de abordar. Volteas discretamente y distingues una figura masculina con pelo blanco. Comienzas a sentir náuseas por el movimiento del vagón, el bochorno y el aliento del hombre combinados. “Ya casi”, te consuelas.
Ahora notas que la enorme barriga del hombre te roza. Caminas hacia adelante para evitar el contacto, pero no tardas en sentir de nuevo su calor. Te haces a un lado para alejarte del canoso: tienes la esperanza de que ambos roces se deban al serpenteo del vehículo. Abandonas esta roces se deban al serpenteo del vehículo. Abandonas esta creencia cuando ves que él también se mueve sin disimulo, persiguiéndote, y se coloca detrás de ti. Sientes en las nalgas un mástil acosador. Te asqueas y te paralizas, no sabes qué hacer. Acaban de pasar la estación Miguel Ángel de Quevedo.
Caminas a la pared contigua del vagón. Te sonrojas y se te anuda la garganta. Qué ganas de hacer un escándalo, de gritarle, pero todas tus ideas se enmarañan y no pueden volverse acción. Te giras para verlo y crees que vomitarás. Al notar tu mirada sobre la suya, el sujeto se rota, baja la cabeza, te dibuja una sonrisa perversa en un intento de coquetería y te penetra con ojos lascivos que te dejan helada. Cuando piensas que nada puede empeorar, el hombre abandona su sonrisa y con la lengua comienza a delinearse los labios, que terminan húmedos y brillantes bajo la luz del vagón. Sudas frío. Te quedas sin aliento cuando aquel junta sus labios llenos de saliva para crear un gesto grotesco que termina en un beso tronado. Oyes un zumbido interno, anhelas llegar a la terminal.
En la estación Copilco, ves que el regordete se alista para descender. El tren se detiene, pero las compuertas no se abren de inmediato. Él, como sellando el encuentro, va hacia ti y te dice al oído con voz ronca: “Adiós, mi amor”.
Octubre de 2014
De Pasos en la casa vacía, 2019
Elma Correa. Narradora. Desde 2008 coordina un encuentro internacional de literatura en Baja California. Ella y sus amigas gestionan Habitaciones Propias, una comunidad virtual donde las mujeres del mundo comparten los espacios donde crean (Ig: @habitaciones_propias, Tw: @HPropias). Cursó el diplomado en Creación Literaria UABC-INBAL, es Licenciada en Lengua y Literatura Hispanoamericana y Maestra en Estudios Socioculturales. Actualmente cursa el Doctorado en Sociedad, Espacio y Poder. Es docente en las facultades de Artes, Pedagogía y Ciencias Humanas de la UABC. También imparte talleres de escritura creativa. Ha sido becaria del PecdaBC y el Fonca. Sus textos se han publicado en revistas como Vice, Punto en Línea, Grafrógrafxs, Pez Banana, Shandy, El Septentrión o Tierra Adentro. Aparece en el libro de entrevistas Veintitrés y Uno. Charlas con 23 escritoras de Óscar Alarcón y su trabajo está incluido en compilaciones como Sólo cuento IX, Breve colección de relato porno, Lados B, Cuadernos del Periodismo Gonzo, Narrativa del norte, Pan de muerto y dos números especiales de ficción de Vice, entre otras. Que parezca un accidente (Nitro/Press, 2018) es su primer libro de relatos.
Kamikaze
Es mediodía y estamos drogándonos en el techo de mi casa. El sol no nos molesta porque no podemos sentir calor. Sudamos pero está bien porque así las brisas esporádicas del verano regulan nuestra temperatura sin que nos demos cuenta. También bebemos la cerveza que mi hermano nos dio a cambio de pasar un rato con Laura. Mi hermano es dealer y es un pelele que ha estado enamorado de Laura desde la secundaria. Laura tiene catorce. Eso quiere decir que mi hermano es un degenerado, porque cuando él estaba en secundaria, Laura apenas tendría unos ocho años. Laura es mi novia.
No hay nubes y alrededor sólo huele al dulce aroma como de amoniaco de la metanfetamina. Hugo suelta una enorme bocanada de humo espeso. Me pasa la pipa y se estira y se retuerce. Escuchamos el crujido de sus huesos reacomodándose.
—El ice lo inventaron los japoneses —me dice—. ¿O pensabas que lo había descubierto Walter White?
—Hielo, cristal, crico, cristo, cris cros…—recito como si fueran las tablas de multiplicar.
—Se lo inyectaban a los kamikazes antes de mandarlos a estrellarse contra los acorazados gringos.
—¿No se lo fumaban? —pregunto devolviéndole la pipa.
—No, todavía no era tan sofisticado.
—Ah.
—Después de la guerra hicieron pastillas para las amas de casa gordas y sin esperanzas —aguanta un segundo y termina la frase soltando el humo con la cabeza hacia arriba, dándole la elocuente forma de un hongo nuclear —. Ésa fue su venganza secreta contra los Aliados: volverlos adictos a todos.
Hugo es mi mejor amigo. Es dos meses mayor que yo y tiene las puntas de las orejas caídas, como un cachorro de labrador simpático. Por eso lleva el cabello crecido hasta la barbilla y se lo deja caer por ambos lados del rostro, alborotado y grasiento, con la seguridad acartonada de una estrella de rock. Habla muy rápido y camina por la orilla del alero como un equilibrista. Habla muy rápido. Me explica una teoría rebuscada sobre los químicos precursores con la pipa entre los dientes. Parece una especie de dibujo animado. Tonto como Wile E. Coyote. Se baja la bragueta y orina. Mi casa es de dos pisos, así que imagino que el chorro de orina se va adelgazando antes de llegar al suelo del patio, deshaciéndose en gotas que quedan escurridas en la pared. Cuando se acerca para sentarse junto a mí, veo una mancha de humedad en su pantalón. Me entrega la pipa y yo le doy una cerveza.
—El nuevo novio de mi mamá es medio japo —lo dice como algo casual—. Un hijo de puta ojirasgado con un humor de la mierda.
Se levanta la camisa y me enseña los moretes de la espalda.
—¿Se están poniendo románticos? —la voz de Laura parece lejana pero su cuerpo ya está en el techo, la cara sonriéndonos con una mueca forzada.
—Pinche Gatúbela, maúlla o algo —dice Hugo, acomodándose la ropa.
—Un día los voy a agarrar fajando —contesta Laura y nos tira unas bolsitas de plástico. Hugo las atrapa. A contraluz, los cristales de las bolsitas parecen cuarzos. La mamá de Hugo además de tener fetiches raciales es medio esotérica y cree en tonterías como el equilibrio energético. Una vez intentamos fumarnos sus piedras místicas. Laura me besa y la boca le sabe a rancio, al semen agrio de mi hermano. Le doy un beso largo, tan largo que se vuelve incómodo y Laura intenta zafarse pero no se lo permito. La beso hasta que la ahogo en saliva y le hago daño en los labios. Al separarnos, tiene media cara enrojecida y la mirada triste y humillada.
Laura siempre me gusta más cuando está triste.
Hugo finge ignorarnos pero propone que inhalemos a la francesa, supongo que para relajar la tensión. Como Laura nunca puede aspirar el humo de la boca con la nariz prefiere que hagamos iguanas. Hugo le pasa el humo a ella, ella me lo pasa a mí y yo se lo paso a Hugo. Las pupilas de Laura resplandecen haciendo que el sol parezca la estrella más estúpida de la galaxia. Pienso en los golpes en la espalda de Hugo y sé que ése será mi pensamiento la próxima vez que me masturbe. Hugo azotado por un luchador de sumo. Un ninja. Un samurái. Laura brillando tanto debajo del vestido que deja ciego a mi hermano.
Hugo regresa con los japoneses.
—No tenía nada que ver con el honor, simplemente estaban drogados.
—Pero sí había algo de ritual en aquello —interrumpo.
—Pues entonces se hubieran sacado las tripas y ya —Hugo imita la acción de cortarse el vientre con algo afilado.
Laura arruga el ceño con asco y grita:
—¡Harakiri!
Nos reímos. Laura nos enseña la barriga. Su piel es más clara y suave en esas partes de su cuerpo. Acaricio su ombligo y lo cubro con la palma de mi mano. Algo se mueve dentro. No sé por qué pero me asusto. Presiono mi mano contra su estómago para sentirlo con más atención. Golpea de nuevo. Puede ser un alien. Puede ser un hijo. Entonces recuerdo que es normal, que a veces las drogas me ponen paranoico. Que sólo son sus intestinos reaccionando a los fumazos de ice. Me tumbo de espaldas. Hugo y Laura me siguen. Me gusta estar así. Drogado con mis dos personas favoritas. La tarde por delante. La vida por delante viniendo hacia nosotros con la determinación de un ataque suicida. Somos tan jóvenes y nunca seremos tan perfectos como lo somos aquí. Con cada uno de nuestros músculos apretado y desencajado.
Nos quedamos callados. Muy juntos.
Esperando el impacto.
Atzin Nieto. (Ciudad de México, 1991). Escritor e investigador. Pasante de la carrera de Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Algunos de sus textos han sido publicados en las revistas: Letras Libres, Playboy, Punto de Partida, Blanco Móvil, Yaconic, Isliada (Cuba) y Solo Novela Negra (España). Es becario del programa Jóvenes Creadores del FONCA (2019-2020) en la especialidad de cuento.
Nada personal
Vivir con una mujer
es la manera más rápida de acabar con la cachondería,
con el amor, e incluso con la amistad.
Rubem Fonseca
Nada podría salir mal se repitió en la mente. Don Panchito había revisado el plan por quinta ocasión, luego buscó un poco de leche deslactosada para poder tomarse aquel par de horribles pastillas que le habían dado en el Seguro la última vez que fue con tal de poder controlarle la presión y disminuir la ansiedad. A su edad la vida aprovechaba la menor oportunidad para jugarle una mala pasada en cualquier momento y no quería que eso sucediera mucho menos cuando llegara la ocasión de estar dentro del banco.
Hace poco más de treinta años que se había casado con una mujer que, a pesar de haber tenido tres hijos de diferentes maridos aún tenía la fuerza necesaria para saber complacer a un hombre en la intimidad. Los primeros años estuvieron llenos de momentos memorables cada vez que los vástagos abandonaban la vieja de dos pisos casa con tejas de madera ubicada a las afueras de la ciudad, don Panchito experimentaba en carne propia los placeres que sólo una boca femenina era capaz de brindar. Sin embargo, con el paso del tiempo aunado a diversos problemas referentes a su edad el deseo por descubrir las paquidérmicas nalgas con estrías de Carmina que siempre tenía a bien resguardar debajo de un ajustado vestido, fueron disminuyendo.
Ella le gustaba, es cierto. Se habían conocido en una cantina por allá de principios de los años 90, cuando podías alquilar una cabaña en el Ajusco por menos de cien pesos la noche y aún existían coyotes que te despertaban antes de que saliera el sol. Desde entonces, ella siempre le gustó. Sus piernas eran el mejor tributo al erotismo y don Panchito jamás olvidaría la primera vez que pudo abrirlas de par en par para luego saborear aquel ácido, salvaje y peludo sexo, el cual le hizo tener una de las mejores erecciones sólo comparables a cuando tomaba un par de pastillas extra de viagra.
Debía de entrar al banco al medio día del tercer jueves del mes. Era el mejor horario ya que casi nadie estaría en el lugar y podría escoger la mejor ventanilla para cometer el robo. Conocía la sucursal debido a que cobraba su pensión cada primero de mes y también porque a veces sus hijastros le depositaban unos centavitos para que le comprara un regalo a su madre. Lo que ellos no sabían era que don Panchito hacía algunos meses que comenzaba a odiar en secreto a su querida esposa Carmina.
Todo ocurrió una mañana de abril, Carmina se había levantado como de costumbre para acudir al gimnasio. Don Panchito la había visto recorrer semidesnuda la habitación infinidad de ocasiones y le gustaba escuchar cómo se ajustaba aquel mallon térmico a sus cada vez más flácidas nalgas, se colocaba un top negro y terminaba cerrando el cierre de su chamarra impermeable, luego ella se despedía con un beso de “buenos días” y se ausentaba por un par de horas, sin embargo, esa ocasión ella se cambió en el baño y salió sin despedirse. El resto de la semana fue algo similar. A don Panchito parecía no importarle, sabía que tarde o temprano esa etapa llegaría así que, de ahora en adelante dormía hasta que la espalda lo obligaba a levantarse, iba al baño a orinar mientras observaba a su otro yo a través del espejo pero con nuevas canas en la barba, después bajaba a la cocina con ganas de prepararse un café y comenzar con las labores cotidianas. La escena siempre era la misma, los mismos personajes, el mismo lugar; Carmina regresaba alegre, distinta y tarareaba un viejo bolero mientras freía un par de huevos. Ella le sonreía sólo al verlo entrar y corría a besarlo en la frente para luego hacer como si don Panchito no estuviera ahí.
Sí, le había comenzado a agarrar coraje pero no al grado de odiarla, Licenciado, ¿cómo cree? Odiaba que le pusiera comino a los huevos del desayuno, o que mezclara el jengibre con el agua de limón y chía. Aborrecía la cicatriz de sus cesáreas cada vez que la veía desnudarse frente a mí antes de meterse a la cama y darme la espalda con tal de dormir. Detestaba el aroma que desprendían sus axilas después de hacer el amor. Además, últimamente sólo usaba unos pants grises que mal combinaba con unas botas negras que sabrá Dios de dónde carajos las sacó. ¿Cuál Irene, Licenciado? Ah, sí., ¿cómo no me voy acordar de ella? Es la hija de los Rodríguez, una chamacona de unos veintitantos años que venía de visita cada tercer día y a la que a veces me encontraba en el mercado o en el banco. Está rebién la cabrona chamaca, tiene un bonito estilo para caminar y hasta para vestirse y como que le gustaba coquetearme cada vez que nos mirábamos pero, pues hasta ahí. Palabra. Ya estoy viejo para tener una aventura así, además se ve que es una amazona indomable como en su momento lo fue Carmina, lo sé porque esas mujeres son de sangre caliente y dormir con ellas en las noches de luna llena es lo mismo a estar en chinga hasta el amanecer, y yo, ya no aguanto más que una jornada con esos toros de lidia. No sé si fue porque un día se me ocurrió mencionarle a Carmina que aquella muchacha de pelo corto, leggins negros y botas amarrillas se veía bien y me recordaba a una antigua ex novia del cch o porque una vez no encontró platicando en la fila del banco pero yo no podía sacarle de la cabeza que algo traía con Irene y por eso comenzó a marcar su raya. A ser otra. Su frialdad me aterraba porque una mujer como ella es capaz de cualquier cosa incluso de querer matarme.
Ese jueves, don Panchito salió antes de que su esposa volviera del gimnasio. Sólo escuchó como Carmina cerraba la puerta de la casa, se dirigió al baño; su reflejo seguía envejeciendo sin piedad y le mostraba a otra persona distinta, una que ahora lo observaba con más canas que arrugas. Regresó al cuarto y en una vieja maleta comenzó a meter algo de ropa, un par de libros policíacos recomendados por un escritor panameño que escribía en la página de Solo Novela Negra y sus pastillas para la presión y la ansiedad, en la cocina después de tomar su café sin azúcar repasó el plan. Había calculado el trayecto hasta el banco, las salidas de emergencia y ubicado las cámaras. Para esa ocasión se había puesto un traje negro, una corbata rosa, unos zapatos italianos y se pintó las canas de la barba; si lo llegaban a agarrar quería al menos estar “decente” para las fotos, se dijo.
Dejó el viejo Cutlass negro, modelo 1992, en el estacionamiento, no sin antes mirar a ese doble malvado por última vez en el espejo retrovisor. Agarró un papel blanco y comenzó a escribir. Hace más de diez años que había dejado de fumar, primero por salud después por intentar cuidar su economía, pero ese día decidió comprar una cajetilla de Alitas. Antes de entrar al banco repasó mentalmente lo que debía de hacer. Eran pocas las personas que estaban dentro a esa hora. Se formó e hizo como si fuera un cliente más. Su turno estaba a dos números de comenzar cuando escuchó la voz de una mujer a su espalda. Hasta ese momento nada podría salir mal aunque no se esperaba encontrar con nadie conocido y menos cuando estaba a segundos de asaltar el banco.
¿Sabe por qué quise asaltar ese banco en donde podría encontrarme con cualquiera? Para escapar de mi mujer. Claro, y no es que le tenga miedo ni nada por el estilo, pero conociéndola creó estaría más tranquilo en la cárcel que en mi hogar. Nadie podría pensar que todas las noches se acuesta con el enemigo, Licenciado. Se lo digo yo. No por nada uno nunca deja de conocer a las personas, aunque, a veces es mejor no conocerlas del todo, ya que, las mismas cosas por las que al principio te enamoraste son las que terminan con el encanto. Así me pasó con Carmina. Primero fue lo de irse sin decir “hay la vemos” todas las mañanas, luego era tener que soportar sus comidas mal condimentadas, sus terribles ataques de celos y cuidadito si se enojaba en la cocina porque luego luego agarraba el cuchillo con más filo y comenzaba a amenazarme. Así como era brava en la cama también lo era la vida real.
Hace unas horas el Juez décimo tercero acaba de dictar la sentencia en el caso por robo a mano armada del señor Francisco Cordero Domínguez, y lo condena a seis meses de arresto domiciliario, tres años de libertad vigilada y 50 horas de trabajo comunitario, además de pagar una multa de 50 mil pesos al banco. Su esposa Carmina Torres Mata dijo en entrevista para éste diario que don Panchito sufre de una terrible depresión desde hace unos tres años por lo que espera poder ayudar y brindarle todo el apoyo que sea necesario para que su marido se sienta seguro en su hogar.
Leopoldo Orozco (1996). Narrador y ensayista mexicano nacido en la ciudad de Ensenada, Baja California. Egresado de la carrera de Lengua y Literatura Hispánicas por la UNAM. Miembro fundador del taller literario De-lirio y de la revista que lleva el mismo nombre.
El apóstata arrepentido
El médico abandonó su oficio para volverse escritor. Eligió el cuento breve, por minucioso y sencillo, casi como escribir una receta. Quería publicar la próxima gran antología, un libro tan brillante que lograría extirpar a la narrativa de sus fórmulas. Sin embargo, todos sus intentos fueron infructuosos: sólo lograba producir libros con cientos de páginas en blanco y una línea mediocre en la última cuartilla. Sólo entonces entró en desesperación y maldijo todo lo que le enseñaron en la escuela de homeopatía.
Elige tus batallas
¡Elige bien tus batallas!, le decía su madre, cada vez que regresaba con un ojo morado del liceo. El sagrado precepto lo condujo toda su vida con precisión infalible hasta que, finalmente, eligió Waterloo.
Caperucita Verde
Hace muchos muchos años, en un bosque muy lejano rodeado de rojas praderas y bajo un enorme cielo amarillo, vivía un lobo daltónico.
El gran viaje
Por fin se inventó el gran viaje. El astronauta montó su nave rapidísima. ¡Buen viaje, buen viaje!, gritaron todos. Despegó, y de pronto el sol se hizo una franja diminuta. Pasaron años de camino en línea recta, y vio deslizarse todo el espacio en la ventanilla. Envejeció y se encorvó hasta el ridículo. Valdrá la pena, pensó, cuando encuentre a los demás como nosotros. Y por fin, con todo el universo a sus espaldas, el aparato detectó un planeta vivo; preparó el aterrizaje, emocionado. ¿Cómo serían los seres de otra tierra? Se escuchó el estruendo de la nave. La nube de polvo se disipó frente a sus ojos mientras bajaba de su silla milenaria y se abrían las compuertas de titanio, y las lágrimas rodaron por sus mejillas cuando oyó los griteríos de la gente que decía ¡regresaste, regresaste, bienvenido!
Funambulista
Cuando se apagaron las luces, el mejor funambulista del mundo comenzó a sudar frío. Su acto era tan exageradamente bueno que todas las demás funciones del circo, si no habían desaparecido, sólo se habían quedado para anunciar su llegada. Su habilidad para el equilibro era tan prodigiosa que al dueño le pareció una buena idea ir añadiendo cada vez más metros a la cuerda, haciendo su acto cada vez más largo. Pero los tramos extra no le preocupaban. Por primera vez, cuando cesó el barullo, sintió la necesidad de trastabillar. Después de todo, era la primera vez que, justo en medio de su acto, pondrían un intermedio.
American Express
Su hijo llegaría de territorio ocupado a las tres de la tarde, en un camión militar que descargaría en el pastizal cerca de la iglesia. Ellos lo recibirían con botellas de champaña y su platillo favorito servido en un mantel sobre la hierba. Nadie les dijo que llegaría cubierto de honores y de una enorme bandera, cuidadosamente empaquetado en una caja de metal.
Fe de erratas
La fe que profesan las erratas se basa en descreer de todo lo que antes habían dicho. Por eso, todos sus dogmas siempre parecen enmiendas.
Con perdón de Dérrida
Al final, el profesor de filosofía se convirtió en todo aquello que prometió deconstruir.