Historias de un caracol

MARTES 21 DE ABRIL

 

Esta mañana ha aparecido un caracol dentro de la nevera. Debió de llegar a bordo de alguna acelga o de alguna espinaca hace ya muchos días. Pegado al cristal del cajón de la verdura, aterido de frío, quién sabe si en una hibernación extemporánea, esperaba otro milagro de la primavera. Con mucha delicadeza lo hemos retirado de su jaula frigorífica, de su pequeño y oscuro paraíso de verduras frescas y lo hemos trasladado a un lugar soleado dentro de un recipiente con hojas de lechuga, buganvilla y unas gotas de agua. Al cabo de un minuto ya estaba reviviendo, sacando sus antenas, estirando su cuerpo extraterrestre y buscando el abismo del bol en el que estaba.

Después ha dado un salto y se ha marchado en busca de aventuras. El olor de la tierra que hay en la maceta donde crece hace meses la begonia encendía su afán, guiaba sus pasitos arrastrándose, el hilo plateado de su baba. ¿Dónde vas, desdichado?, le hemos dicho al hilo de una historia que escribió Antonio Moreno. Y entre risas y bromas lo hemos vuelto a poner en el cuenco. Confundido por el viraje de los acontecimientos, ligeramente aplastado e inestable en la superficie blanda de la lechuga, se ha quedado pensando unos instantes, apenas un minuto, pues es un caracol intrépido e impaciente, y se ha vuelto a poner en movimiento. Esta vez ha cruzado de un salto a la maceta y ha trepado veloz hasta la tierra. A dónde ira después no lo sabemos. Tampoco qué será de su destino. Lo que haremos con él. Si es adulto o pequeño. Quién sabe cuánto vive un caracol. Lo que sí que sabemos es que su inesperada visita matinal ha llenado de humor y narración el principio del día. Quizás era ese el mensaje que traía del más allá marciano de su origen. No dejéis de mirar a lo pequeño, nos decía en silencio. Y no perdáis de vista la atención, el cuidado, el asombro. Tampoco la lentitud. No es un caracol, es un maestro.

 

DOMINGO 26 DE ABRIL

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Esta mañana ha vuelto a aparecer el caracol. Lo hemos descubierto desparramado encima de uno de los brotes de calabaza que acabábamos de germinar, tumbado y aparentemente inconsciente debajo de la última de sus tiernas hojuelas. No sabemos cómo ha llegado hasta allí, cómo ha conseguido salvar la distancia, la altura y los complicados abismos que llevan a la cumbre de esos vasos de plástico donde desde hace diez días veíamos crecer con orgullo nuestras plantitas. Tampoco dónde ha estado todo este tiempo ni qué ha hecho con su vida (qué ha comido, qué ha visto, qué cosas ha soñado…). Con la luz incipiente de la mañana la estela de su baba relumbraba en la tierra cuidadosamente elegida para hacer crecer nuestra modesta plantación de apenas cuatro ejemplares. Ahora sólo quedan dos. Y media que quizá se salve y vuelva a ser una entera. La verdad es que nos hemos enfadado un poco. Yo le he insultado a la manera de los adolescentes: qué cabrón. Y él ni se ha inmutado. Por unos segundos hemos pensado que quizá estaba muerto. Así que le hemos puesto una hoja de rúcula en la tierra baldía de su primera víctima a ver si resucitaba. Y lo ha hecho, con una lentitud propia de caracol reumático se ha arrastrado hasta ella, la ha olido con sus tentáculos y después la ha rechazado con gesto aristocrático de molusco mimado. Más tarde ha regresado al escondite de la begonia donde ha vuelto a desaparecer.

 

MARTES 28 DE ABRIL

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Los caracoles comen todo tipo de vegetales. Zanahoria, espinaca, plátano, semillas, tréboles, lechuga, maíz… Buscan alimentos que contengan mucho calcio para fortalecer el fabuloso habitáculo espiral que les da nombre. Lo que no sabía es que también comen papel. En concreto, poesía.

Esta mañana, al llegar a la mesa camilla donde está la begonia, el hilo de baba de sus intrépidas andanzas subrayaba los estragos que el infeliz había perpetrado en una página de Piedra y cielo, dentro de una parte de las obras completas (Leyenda, Visor libros) de Juan Ramón. El muy sibarita se había intentado comer los últimos versos del poema Ruta que arranca así: todos duermen –dormíamos, sí- arriba, alertas, el timonel y yo…

Los versos que siguen han quedado ilegibles para siempre porque las huellas de su libación lírica emborronan la página, como nubes en blanco sobre el Nocturno soñado: la tierra lleva por la tierra; mas tú, mar, llevas por el cielo… Ahora está intentando bajar por los faldones de la mesa camilla. Quién sabe hacia dónde, en pos de qué nuevos manjares.

Dicen que la poesía es alimento para el alma. Nunca pensé que esta frase pudiera ser literal.

 

 

JUEVES 30 DE ABRIL

Dijo el caracol:

esto sí es prisa

voy como una exhalación

 

Antonio Machado (Proverbios y cantares)

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El caracol lleva cuatro días sin moverse. Le he puesto restos de calabacín y espinaca, un rabito de zanahoria y hasta un trozo de queso. También he puesto a germinar unas lentejas por si prefiere los brotes tiernos. Desde que se comió los versos de Juan Ramón, no ha vuelto a probar bocado. Ni se ha movido del sitio, ni ha sacado sus viscosos cuernos al sol. Quizás se ha tomado demasiado en serio la consigna de estos tiempos -quédate en casa- y no se ha enterado de que hoy ya podemos salir a dar paseos o a correr.

El caso es que verlo así, tan inmóvil, tan inerte, me ha recordado una historia medio cómica y medio triste de mi infancia. Fue en el cumpleaños que mi amiga Paula García Sabio celebró en un chalet de La Canyada. Cansadas de las cucañas, los árboles y los juegos, con las rodillas llenas de rascones y las perfectas coletas completamente despeinadas, pasada la media tarde, alguien propuso hacer una carrera de caracoles. Supongo que las carreras de caracoles son divertidas por lo paradójico que supone ver correr al animal más lento del mundo. Cada una de nosotras (¿quiénes éramos entonces?) buscó su caracol entre la hierba. Como eran todos iguales, alguien con muy buen criterio sugirió que les pintáramos el número en la concha. Y lo hicimos, con temperas y gran profusión de colores.

Después los dispusimos en la línea de salida y los miramos correr dejando su estela plateada en el suelo de cemento mientras los animábamos . Cuando terminó el evento deportivo (no puedo, lógicamente, recordar quién ganó), mi amiga Paula y yo decidimos que nuestros caracoles lo habían hecho muy bien, que eran atletas de alto rendimiento y que debíamos guardarlos para una próxima carrera, así que los recogimos y los metimos en el buzón de su casa. Unos días más tarde Paula me contó horrorizada que había ido a buscarlos y que estaban muertos, completamente secos, añadió, y acercó la mano a su cuello simulando un corte mientras sacaba la lengua y torcía el gesto para dar más énfasis al suceso. Algún mayor dijo que seguramente había sido culpa nuestra, por pintarles la cáscara, que era el lugar por donde respiraban. Quién sabe. Nosotras nos sentimos muy culpables y tristes. Les habíamos puesto nombre y teníamos grandes planes para ellos.

 

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