Kafka y Diógenes en el país de los animales

«Todo el conocimiento, la totalidad de preguntas y respuestas se encuentran en el perro.«

Franz Kafka


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Ni el cínico Diógenes, ni el extraño Franz Kafka trascendieron más allá de sus propios círculos. El primero se creía un perro (o al menos actuaba como tal) y el segundo se figuró una cucaracha en su imaginación y en su vida real.  ¿Pero cuál es la razón de este síndrome zooantrópico? Por una cuestión de orden, naturaleza y tiempo.

Sin embargo, vamos despacio. Entremos a este país con lentitud, ya que los animales tienen suficiente inteligencia para ocuparse de su conservación, pero los hombres ¡oh, los hombres! La naturaleza les entregó un recurso contra el miedo a la muerte: creer en la inmortalidad. Ese es el punto de inflexión de una posible trasformación, ya que ni Kafka, ni Diógenes creían en una vida de ultratumba o creían en la reencarnación. ¿Con qué fin? ¿No somos lo suficientemente animales como para querer serlo en otro mundo? es un eco que resuena en sus obras, y sus vidas lo confirman.

A ambos los separan siglos, pero los une el mismo sentimiento de alienación al que están sometidos los que creen en la inmortalidad. ¿Ser de la misma raza de los dioses? Jamás. Ambos entendían que ser inmortal, en ninguna forma era no morir, esa idea pertenece a la metafísica de la religión, ser inmortal era (según sus expresiones, pensamientos y palabras) entender dos palabras terrenas: ser “hombre” y alcanzar la altitud de una “montaña”. En otras palabras, escoger la vida introspectiva, solitaria, la vida separada de los demás y fragmentada desde el interior, solo así se puede alcanzar la altura del espíritu en el reino de los fines.

Qué he de importarle a un perro el reconocimiento de la mayor gloria del mundo conocido: Alejandro Magno; o a una cucaracha, recibir amor o desprecio por su forma: Gregorio Samsa. Ambos son relegados, uno a un tonel, otro a las rendijas debajo del piso o la cornisa de su propia casa. Dos personajes entre paréntesis en la historia que muestra una gran ironía: los hombres se equivocan, los animales rara vez, salvo los más inteligentes de ellos.

Las cucarachas son antediluvianas y Franz Kafka lo sabía, o creía que lo sabía, ya que, al removerse en su interior, añora los lugares vírgenes de la calidez y la humedad entre los de su misma especie. Pero esta imagen es contundente, ya que estos insectos (Kafer) huyen de la luz y no solo comen patatas, verdura, pan, chocolate, azúcar o miel, sino también papel, tinta y betún. Gregorio Samsa es luminoso en su forma, aunque los alemanes al ver una “prusiana” siempre corrían a barrerla o exterminarla.

Toda su madriguera literaria es una trampa para engañar al enemigo, en este caso, o la chancleta de la vergüenza que puede matarlo, o el hombre, ese ser animal entre los animales. Para entrar a su narrativa se puede usar cualquier vía, un tubo o un sifón. Al final lo que Kafka expresa en su espíritu es un callejón oscuro. 

Como cucaracha o Samsiano, deseaba pasar inadvertido, ser suprimido, como aquellos indeseables insectos. Solo así se entiende que al final de su vida quiera quemarlo todo: su biografía, sus escritos, y por qué no, sus alas café transparente que le permiten desplazarse desde un rincón encima de un plato lleno de sobras.

Lo paradójico, y aquí se emparenta el juego animal, es que cuando Gregorio Samsa despierta convertido en cucaracha, solo una cosa le preocupa: ¿cómo, en este nuevo estado, llegar a tiempo a la oficina? Es la preocupación del capitalismo monstruoso. La enajenación humana. ¿Es Samsa un criptograma? Cinco letras, la K reemplazada por la S. Su apellido y el nombre de su personaje de La transformación (O Metamorfosis, como se conoce en nuestro ámbito) están emparentados. El insecto era él.

Por otro lado, Diógenes no es un perro en su forma, sino en su esencia. Un can ebrio como él, e igual que los elefantes, contenía ideas que no serían indignas de cualquier sistema filosófico, pero al resultarle inútiles, el cínico las desprecia. ¿Qué busca con su linterna a plena luz del día? No busca hombres, los hombres no son perros, no son de su misma especie, él busca un indiferente. 

La sociedad en la que vivió era un infierno de conquistadores y salvadores del espíritu. Este animal solo desea rascarse las pulgas y cumplir su función de vigilar, aunque pase todo el día durmiendo en un tonel.

Diógenes como un dios inmortal es el hombre solipsista al que se le permite todo. A Alejandro lo respetan, pero a él lo aman. Y es tanto el aprecio que cuando sale de la ciudad lo extrañan y cuando regresa, Atenas sabe que la casa está en orden. Aúlla, orina en la vía, tapa el excremento con sus patas y olfatea la humanidad, esa que le era indiferente por no oler como él.

Tradujo sus pensamientos íntimos con una insolencia sobrenatural, como lo haría un dios del conocimiento, libidinoso, pero también puro. Diógenes es el perro celestial por antonomasia. Le da igual si va al cielo o desciende al infierno a visitar al cancerbero, su pariente más próximo.

¡Pídeme lo que quieras! Dice otro dios semi inmortal. ¡Quítate, me oculta el sol! Solo eso. Quizá las pulgas salgan después de sentir el chispero de Heliogabo.  El perro, el mejor amigo del hombre, se encrispa. Cuando lo toman prisionero y antes de venderlo le preguntan qué sabe hacer y alega: “mandar”; luego grita a sus captores: “pregunta quién quiere comprar un amo.”

Este Sócrates irónico, es igual al Shakespeare absurdo de Kafka. Renuncian a las convenciones. Uno falsifica monedas; el otro, la vida. ¡La vergüenza de ser un hombre!, ¡oh sí! El inri de existir.

El país de los animales está lleno de una mística de sabiduría, amargura y farsa. La hiel ha sido endulzada con la moralidad y la religión. El perro no come de la mano del amo y la cucaracha desea tener un lugar en la mesa entre su familia. Ambas sub especies son las mejor conocen los humanos. Los hombres giran a su alrededor y no a la inversa.  

Solo un hombre insensato lo pensaría así. Diógenes y Franz Kafka son los verdaderos santos de la risotada. Un perro, una cucaracha y un hombre, sería lo necesario si acaso un cataclismo devastará la tierra.

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