Mi tia abuela Eva… no, Evita, (ella siempre fue Evita) evoca al igual que su nombre, un paraíso. A mi pequeño paraíso infantil, cuyo nombre Playa Hermosa, no es menos paradisíaco; no le podía faltar una Eva. Evita sabía evocar a los ángeles. Pero eso no es raro, es una cualidad propia de los habitantes del paraíso. Sus ángeles eran patudos y los llamaba a que llegaran a los sueños de todos nosotros, los nietos de su hermano Antonio, antes de dormirnos y luego de contarnos una linda historia en nuestras noches de vacaciones en la casa de la playa. «Que sueñen con los angelitos patudos», una risita de sello final y se apaga la luz del cuarto lleno de camas y cuchetas.
Evita evitó casarse. Desconozco si no llegó a conocer a Adán o si cuando lo hizo, le dijo que se fuera para que no la meta en problemas. Todos ya sabemos que en el pasado, cuando ellos se encontraron, se terminó el paraíso y toda la culpa se la echaron a ella. Pero esta Eva era diferente, se trajo el verbo evitar de incógnito en su sobrenombre. Cuando yo era niña, jamás se me ocurrió preguntarme si Evita tenía algún Adán. Sería porque la veía feliz.
Algún tiempo después de que falleció, una gente que la conocía me dijo «Evita era rara». Y con tal adjetivo estaban queriendo decir que era lesbiana. Lo supe no porque me lo hayan dicho literalmente, sino por el gesto que me hicieron al tiempo que decían la palabra «rara», que es casi imposible de describir, pero por algún extrañísimo motivo hace que «rara» se transforme en «le gustan las mujeres». ¡Qué fastidio! Los hombres y las mujeres no quieren a los paraísos.
Desconocí absolutamente la orientación sexual de mi tía abuela y no me interesa, ni me agrega ni me quita cuál haya tenido. Lo que sí me fastidió es que alguien haya mancillado su paraíso diciéndole rara a mi tía. ¡Nada de rara!
Ella se pasaba limpiando el vidrio que iba sobre la mesa de ratona de hierro del living de la casa de la playa. Llegar a la casa, sentir olor a alcohol azul y sonidos de esos que te hacen rechinar los dientes, del diario del domingo convertido en franela refregándose contra el vidrio, significaba que mi tía estaba ahí. Pretender que el vidrio de una mesa donde se tomaba la merienda, el mate, donde se dejaba la infaltable revista de crucigramas o el vaso de whisky de mi abuelo, esté siempre transparente e inmaculado, debe ser una particularidad exclusiva de un ser paradisíaco.
Los sonidos de la plata también eran propios de Eva. ¿Por qué no me extraña? Muchísimos collares y pulceras de plata adornando su cuello y sus muñecas y regalándonos sinfonías de plata que se golpea entre sí, cada vez que se movía. Para mí que así invocaba a los ángeles de la Luna, ¿será que tenían los pies grandes porque sabían que en la tierra había que caminar mucho?
No lo sé, por lo menos los ángeles patudos, eran unos ángeles originales, no tan lindos o quizás mas exóticos. Y ella de lo original sí sabía, por algo acostumbraba mandarle una postal y un regalito a toooodos sus sobrinos nietos cada Navidad. Así no la viéramos, ella se lo dejaba a mis abuelos, o a nuestros padres, siempre se las ingeniaba para que nos llegara. Lo original no eran solo los regalos, que provenían siempre a alguna feria artesanal, careciendo de plásticos o fabricaciones en serie. Lo original era también y quizás principalmente, la postal que llegaba junto a cada regalo, en donde nunca apareció Papá Noel y en cambio, aparecían paisajes y cosas lindas del paraíso. Y dentro de ella venían escritos sus mejores y mas originales y específicos deseos para cada uno de nosotros de acuerdo a lo que ella sabía que veníamos viviendo. Ninguna postal decía lo mismo que la otra.
Sí, mi tía era rara, raramente increíble.
