“Vemos las cosas, no como son, sino como somos nosotros”.
Kant
.
No es difícil imaginar al actor británico Ben Kingsley interpretar un papel protagónico de tal envergadura, me refiero a la representación de Adolf Eichmann en la película estrenada en Netflix Operación Final (2018). Ya lo habíamos visto en los años 80 protagonizando al Mahatma Gandhi (1982), que le llevó a ganar un premio Oscar; como psicoanalista lacaniano en Shutter Island (2009); de conspirador en Príncipe de Persia (2010) y hasta de pseudo tirano en Iron Man 3 (2013). En fin, un profesional con mucho color y forma en las pantallas grandes de Hollywood.
Lo curioso es que de interpretar el papel judío de Itzhak Stern en la Lista de Schindler (1993), pase a encarnar uno de los jerarcas nazis más buscados y decepcionantes de la historia: Adolf Eichmann, una tuerca dentro de la llamada “Solución Final” (Endlosung), quien parecía ser un hombre maquiavélico e ilustrado, y resultó ser un autómata o herramienta útil del Nationalsozialismus que entregó su vida, sin resistencia, a sus verdugos en el juicio que le propinaron en Jerusalén.
Lo que se sabe de ese hecho histórico (que además, contrario a los Juicios de Nuremberg, fue mediáticamente televisado) es que Eichmann únicamente se defendió respondiendo a sus acusadores citando los tres imperativos categóricos de Immanuel Kant, alegando ser un mero burócrata dentro de esa maquinaria de la muerte que envió millones de presos políticos, judíos, gitanos, homosexuales, testigos de Jehová, niños y otros a una fin nefasto y horripilante.
El cómo Eichmann escapó de Berlín cuando los rusos por el este, y los aliados por el oeste tomaron el poder y derrumbaron el nacional socialismo, no debería sorprender a nadie. ODESSA, una organización neonazi internacional que sacaba clandestinamente de Europa a criminales de guerra a través del llamado «Comité de Fugas», condujo a Eichmann (que sobrevivió bajo los nombres de Adolf Barth, Adolf Eckmann, y finalmente con el pseudónimo de Ricardo Klementz), hasta América del sur.
.

.
Y así cada uno de los jerarcas nazis restantes: Adolf Hitler, según el investigador argentino Abel Basti, escapó a la Argentina; Otto Skorzeny emigró a España; Joseph Mengele viajó a Brasil; Klaus Barbie, desembocó en Bolivia y Eichmann como es lógico, fue ayudado por el gobierno de Juan Domingo Perón para emigrar a la Argentina. Salvedades nazis, porque otros como Hermann Goring se suicidaría en su celda, al igual que Heinrich Himmler y Joseph Goebbels y cientos de alemanes más al ver el glorioso “Reich” de mil años cayendo en picada y en medio de brumosas ruinas.
Pero el caso que nos narra la película Operación Final es cómo la Mossad, la inteligencia judía, con lobby de Simon Wiessental y el “Centro de Documentación Judía” deciden secuestrar, literalmente, a Adolf Eichmann quien vivía en una humilde casa sin luz, trabaja religiosamente en una planta automotriz, y que se había excluido de la vida social, a excepción de las reuniones a las que asistía organizadas por los últimos adeptos del nazismo que se resistían a creer las mentiras de los vencedores y aun juraban lealtad al “Fuhrer”.
Así comienza el drama de la captura de este importante funcionario alemán en la operación denominada Garibaldi que como relata Hannah Arendt en su libro La banalidad del mal y el holandés, Harry Mulish en “El juicio a Eichmann” terminaría en una sentencia sumaria, o mejor un show televisivo, que dejó entrever las heridas abiertas de los judíos con el asunto de la Shoa y la devastación de seis millones de personas asesinadas sin piedad, en lo que Himmler, el temido jefe de las SS, llamaba el Salami Kosher.
Ben Kingsley no pudo quedar en mejor papel protagónico. Su interpretación es lenta, misteriosa, inteligente, paciente, al punto que el parecido físico con el verdadero jerarca nazi que controlaba los trenes de Auschwitz, no deja ninguna duda. Una mimesis típica de sus papeles y de sus camaleónicas actuaciones en la pantalla grande.
.

.
Sobre el reparto complementario hay que resaltar que los actores que interpretaron al equipo de la Mossad vivificaron sus personajes y sus actuaciones estuvieron en consonancia con la historia original. Sin embargo, en vez del actor guatemalteco Oscar Isaac, que encarnó al agente Peter Malkin, personalmente creo que hubiera encajado bien George Clooney por su apariencia de judío del este. Aunque por otro lado, Mélanie Laurent, la huérfana y sensual Soshana en la película Bastardos sin gloria dirigida por el semi dios Quentin Tarantino, representó, sin ninguna objeción, el papel limpio de una judía francesa inteligente y conspiradora.
El director neoyorquino Chris Weitz quiso, de manera sutil, moderna, y con técnica, poner su cuota en esta versión de la captura de Eichmann, no sin resquemores de parte del público, por supuesto, ya que los comentarios y opiniones en el respetado portal de cine Rotten Tomatoes quedaron como Europa a mitad de siglo, divididos, y el tomatómetro, el ranking que recomienda o no una producción, solo alcanzó a subir a 60% de aprobación. ¿Coincidencia con la fecha de 1960 cuando apresaron a Eichmann? Solo una suposición.
Aunque quizá esta puntuación sea producto de las heridas causadas por la segunda guerra mundial, en especial las propinadas al pueblo judío, y que producciones como estas recuerdan hechos constatados, dolores colectivos, números tatuados en las manos, y una decepción por lo que decía enfáticamente la filósofa Hannah Arendt, de eso “que no debió haber pasado nunca”.
Sin embargo, esta película, inspirada en hechos reales, deja la duda sobre la verdad última del genocidio racial cometido en el campo de concentración de Auschwitz (sin descontar Dachau, Treblinka, Warsaw y decenas de otros). No se está negando esta tremebunda realidad, sino que los números son difusos, no hay claridad, o al menos surgen preguntas sobre ¿Quién registró la cifra? ¿No se está faltando a la verdad? La frase “la historia la escriben los vencedores» ya había sido afirmada por el novelista el Marqués de Sade y el pensador Walter Benjamin quienes predecían que los muertos y asesinatos en la época de la técnica serían números y estadísticas, es decir, una preclara aritmética de la muerte.
.

.
El holocausto fue una verdad innegable en la historia, aunque la humanidad, que siempre sucumbe ante lo sugestivo, jamás se haya sometido al número real de las víctimas o sufrientes, sino únicamente a los grandes monomaniacos que tuvieron el valor de anunciar una verdad como la única posible e imponer una voluntad como fórmula de justicia en el mundo. Hitler implantó la suya, en los diez años que duró su «Reich» y posteriormente Churchill, Roosevelt y Stalin, hicieron del nazismo un novela de terror y proclamaron en el planeta todo lo que politicamente no se debe hacer.
Finalmente, como afirmó Eichmann ante el juez Landau y en el estrado de Jerusalén: “Juro por Dios que mi declaración ante este tribunal será la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad”. Sin embargo, su verdad era otro juramento que previamenta había proferido luego de leer Mein Kampf: “Yo te juro, Adolf Hitler, fidelidad y valor. Prometo obediencia hasta la muerte a ti y a los superiores por ti designados. Que Dios me ayude”. Una verdad aceptada como solución final y una obediencia ciega que finalmente lo lleva a morir ahorcado, desnudo, humillado, llevándose su verdadera lealtad a la tumba por siempre.
Bien por Operación final, una película donde Netflix impone su programación y azuza momentos álgidos de la historia. Así que, si mira esta producción, cada uno saque sus conclusiones, sus dolores, o su versión de los hechos en la capitulación del tercer Reich alemán. Adolf Eichmann, al igual que muchos protagonistas del nazismo, no tienen redención, es verdad, pero lo paradójico es que causen fascinación en tiempos de millenials, centennials, redes sociales y televisión satelital.
.
Tráiler Oficial