Poesía joven costarricense: Eduardo Fonseca

Tres poemas del escritor costarricense Eduardo Fonseca

Sobre el autor


Nació en Turrialba, Costa Rica, en 1995. Estudió Relaciones Internacionales en la Universidad Nacional de Costa Rica. Su obra poética ha sido seleccionada en la Antología Internacional Despierta Humanidad: Homenaje a Berta Cáceres (Grupo Coquimbo, 2017); el libro Repensar las fronteras, la integración regional y el territorio (CLACSO, 2017); y Revista Comelibros (Universidad Nacional de Costa Rica, 2018). Fue miembro del Taller Literario Nuevo Paradigma, dirigido por Juan Carlos Olivas. Forma parte del equipo de gestión cultural y facilitación de talleres de Turrialba Literaria. Ha dado lecturas de poesía en diversos festivales culturales y encuentros académicos en Centroamérica y México.

Los jóvenes no pueden volver a casa
A Mario Martz
Ante la escasez de basalto y granito,
fortificaron las murallas
con el espasmo de sus huesos.
Renunciaron a su ombligo;
ni las chicharras del pueblo
pronuncian sus nombres por la noche.
Partir es el mejor remedio para el Alzheimer:
el olor del vaho de la abuela,
el camino de regreso a casa tomado por la neblina.
Las granadas de agua oxidaron
los árboles de las avenidas,
mas no evitaron
el big bang de las yugulares.
Su verborragia inunda
las columnas de los diarios,
pero, a solas, la afasia les posee
y les hace mirar cortometrajes en el cielorraso.
C alma de nuevo en Monimbó
A listan las maletas
S ellos en los pasaportes
A nuncian un vuelo con destino a Managua.
Los pericos
han vuelto por esa herencia
que dormita bajo los volcanes.
Aprendieron a convivir con el azufre
dentro de sus pechos.

Viajero del tiempo

Un suspiro es un beso arrancado a la luna
Rafa Fernández
(A Juan Pablo Olivas)

Soy un toro desangrado por pinceles,
un intaglio de saliva
tendido sobre la plaza.
Busco al maestro,
pero solo hallo su carruaje helado
tras recorrer la espalda de la luna.
¿Qué haremos ahora?
¿Quién retratará al mundo
con sus lentes de carboncillo?
¿Adónde irán las muchachas
a tener sus paseos rupestres?
Son insuficientes los sombreros,
así que tejeré una carpa
con los pañuelos olvidados en el entierro,
para que se posen todas las aves
extintas por el realismo mágico.
Me desvanezco,
pero de pronto,
un niño recorre con sigilo el pasillo,
observa un par de cuadros
y suspira como si le hubiera grabado
un beso a la luna.

Expreso del Tercer Mundo
Se descarrila el tren.
La asistente del maquinista
(aún no he visto mujer maquinista)
grita “nos caímos”.
Las piedras del río desconocen mi rostro.
Nos bajamos de la máquina.
En el norte, un hipermercado,
en el sur, un tugurio;
la frontera son dos rieles, una alacena vacía.
Todos tienen manos,
pero si deben tenderlas,
prefieren lamentarse
porque su muerte fue un simulacro.
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