Tres poemas del escritor costarricense Marvin castillo Solís
Sobre el autor
Nació en 1992 en Pérez Zeledón, Costa Rica. Estudia Filología Española en la Universidad de Costa Rica. En el 2013 dio inicio, junto a otros estudiantes, al Taller Literario Joaquín Gutiérrez.
Ha sido profesor de Creación Literaria en el Conservatorio de Castella y coordinador de Literatura en el Festival Internacional de las Artes de Costa Rica. Su poesía ha sido publicada en revistas como Revarena, Conjetura, VozUCR, Comelibros, Antagónica, Larvaria y Campos de plumas; también en antologías como Sub30, Miércoles 2p.m., Certamen desierto y Y2K. Entre otras actividades, ha participado en el Festival Internacional de Poesía de Costa Rica, la Feria Internacional del Libro de Costa Rica y el Encuentro Internacional de Escritores en Tarija, Bolivia. Ha facilitado talleres literarios en la Peña Cultural Ramonense, el espacio cultural Trincheras, y la Feria Nacional del Libro de Pérez Zeledón.
Obtuvo el primer lugar en la categoría de poesía del Certamen Brunca 2017 y en el Certamen Lisímaco Chavarría 2019. Con la editorial Perro Azul, en el año 2019, publicó su primer poemario: El libro de Jonás, el cual fue presentado en Pérez Zeledón, San José, Oaxaca y Ciudad de México.
Actualmente, cursa la Maestría Académica en Literatura Latinoamericana de la Universidad de Costa Rica e imparte la asignatura de Lingüística y Literatura en el Instituto Educativo Moderno, donde también coordina un Taller de Escritura Creativa.
ARTE RUPESTRE
Lo intuyeron los bisabuelos de tus bisabuelos. Gabriel Chávez Casazola
Mordí el pan de levadura con higos
que llevó tía Sara a la casa de mi abuela,
y vino a mí este pensamiento:
Los antiguos descubrieron la forma de parar el tiempo ahuyentando el agua.
El grano unido a su planta está lleno de jugo. Ellos lo apartaron y lo secaron al sol y al viento.
Y tras secarlo al sol y al viento lo molieron incluso, para que el aire y la luz se llevaran las últimas moléculas.
Y no existía entonces la palabra molécula.
Así salvaban al grano de las horas que se acumulan en su humedad.
Los cereales molidos solo descansan y esperan, mientras el viento rehace sus dunas todos los días. Les da lo mismo una semana que un lustro, porque duermen sin soñar como la leña estivada.
A diario, mis ancestros despertaban un puño de harina proporcional a su hambre. La revivían mojándola, una vez más, con miel, con huevo, con aceite, con jugo de frutas. De esta forma, el clan convocaba al tiempo, y el grano se reintegraba al ciclo mediante el pan.
Y pensé que el agua era buena, pero ¿cómo comprender entonces el diluvio universal, los tsunamis, el fenómeno del Niño, y la hidrocefalia?
Solo si se cumple el siguiente juicio: quien obra el milagro de la vida obra al mismo tiempo el milagro de la muerte.
Una persona se suspende simultáneamente en el líquido amniótico y en el fondo del mar, porque los setenta años que separan estas dos suspensiones no son nada si se miran desde la eternidad del agua.
En todo esto pensé
mientras comía pan de levadura con higos
en la lluviosa casa de mi abuela.
RAÍZ DE CEMENTERIO
A la memoria de Marvin Castillo Esquivel
Fui marcado con su nombre,
me heredó la mancha que tengo en la nuca.
Esos signos que me obligaban a obedecerle
ahora me dan la última palabra.
Los difuntos no escriben,
no piensan aquí viene el gusano,
aunque el gusano entre y salga y entre
y los deje cosidos a la tierra.
Ni siquiera extrañan las ganas de llorar.
Mi papá no lloraba.
Si pudiera, a lo sumo, extrañaría
almorzar con arroz, frijoles y barbudos
bañados en vinagre de chilera.
La enfermedad llegó como la policía, el amor
o cualquier otro amigo de lo ajeno
que se instala en casa prestada,
ensucia paredes, rompe macetas
hasta que un día incendia la cocina.
Cuando la vida ya no tenía caso
sacaron por su nariz
la culebra de hule que lo sustentaba.
¡Qué indigno, no ser alimentado por el pan,
la carne en salsa, el plátano frito;
sino por un licuado de manguera!
¡Y qué forma hermosa de matar a un hombre,
en especial a uno tan fuerte,
acostumbrado a imponerse sobre todos:
quitarle una manguerita
como quien desconecta el microondas!
Jamás olvidaré la flacura de sus brazos,
su cara de esqueleto agonizando de hambre,
ni aquellos ojos de pozo
que reemplazaron las últimas palabras.
Quien fuera el que dijo:
no temáis,
es tan hermoso morir,
nos tomó a todos por idiotas.
Chao, pa, cuánto me alegra
que no haya Dios,
vida eterna,
energía,
vibraciones,
aura,
providencia,
reencarnación,
ni nada remotamente parecido.
Gracias por enseñarme a orinar en público.
Gracias por llevarme sobre los hombros.
Gracias por dejarme dormir en misa.
Perdón por no cuidarlo en su enfermedad.
Perdón por no asistir a sus funerales.
Perdón por no ser un hombre en sus términos.
Y esto es lo inútil, mi última palabra:
la gente convierte el arroz,
los frijoles y los barbudos
en mierda.
El árbol convierte
la tierra del cementerio
en naranjas.
MANUAL DEL POETA CALLEJERO
La ciudad es hermosa: Yo estoy solo. Felipe Granados
Esto de recitar en la calle es un arte.
Mal pagado, pero arte al fin,
y al menos es mejor que pedir plata a secas.
Volemos trole,
aquí en La Merced nadie suelta un cinco
y queda muy largo de los otros parques.
¿Ya se sabe los poemas?
Con eso del repertorio hay que tener cuidado.
La poesía vanguardista, olvídese.
De Vallejo, los dos primeros libros,
lo demás es muy duro de entender.
Tampoco hay que ser cochino:
nada de Bécquer ni de José Ángel Buesa.
Hay buena poesía que se comprende,
con Debravo y Roque Dalton vamos a la segura.
Ojo que el poema es según el público.
Si hay mucha parejilla, Benedetti.
El 14 de febrero yo lo paso breteando,
cada banca son por lo menos cinco tejas.
No recite nada suyo a menos que se lo pidan:
casi a nadie le gusta la poesía de ahora.
El Parque Central se la juega.
Dos maes me escucharon uno de Miguel Hernández.
Eran funcionarios del Ministerio de Cultura.
Me dejaron tarjetas y correos electrónicos
adonde escribí sin recibir respuesta.
Unos alemanes me grabaron.
Siento que no debí prestarme para eso,
¡qué van a pensar del Nuevo Mundo!,
pero me cayeron bien,
no supe decir que no
y me echaron rojo y medio por adelantado.
La Plaza de la Cultura prometería,
pero está encima del Museo del Oro,
y los guardas no aguantan nada.
Antes de que me echaran de aquí,
una morena que rondaba los treinta
soltó una lagrimilla
con el poema diecinueve de Neruda.
El Morazán es más o menos.
El público es tuanis,
pero hay mucha competencia.
Donde usted llegue,
ya habrán pasado los vendedores
de cajetas, chocolates,
papas, chicharrones,
bolis, gelatinas,
chupas…
Así no hay menudo que sobreviva.
“¡Pero sos un muchacho inteligente!
¿Por qué no te metés a estudiar,
si ahora hay tantas becas?”
“Di, señora, yo estudié.
Lo que no tengo es trabajo”.
El Parque España solo en la tarde
cuando los novios salen de trabajar.
Aquí, alguien dijo que yo era un ejemplo.
Un ejemplo, mae, ¿usted sabe?
En otras noticias, un muchacho de Upala llamado Juan Pérez, huérfano de padre y madre, perdió una pierna por la negligencia de un conductor borracho; sin embargo, con ayuda de algunas rifas y del humilde salario que gana empacando piña, saca adelante a sus cuatro hermanos y es medallista de oro en las Olimpiadas Especiales.
Nadie quiere ser un ejemplo, mae.
Nadie quiere ser Juan Pérez.
Este es mi favorito: el Parque Nacional.
Es tan grande que usted le da una vuelta
y las bancas ya tienen otra gente,
y se puede empezar de nuevo.
Esto aplica para todos los lugares:
siempre hay personas que dicen NO,
antes de saber para qué la saludan;
NO,
y siguen maquillándose;
NO,
y hunden la cara en “La Teja”.
Ahora sí, vamos a empezar,
pero suave para contarle lo último.
No lo vaya a tomar por sorpresa.
Puede que un día, a las cinco de la tarde,
usted vaya por Chepe y se dé cuenta de algo:
el orden enfermo en las ventanas de farmacia,
el fuerzón del viento,
la luz rosada sobre una bolsa de basura,
un olor empachoso de algo frito,
el maletín de un vendedor ambulante:
un revoltijo de pulseras,
cables de teléfono,
audífonos de colores,
y no habrá cómo zafarse.
Entre el montón de hojas
de ese repollo botado en el caño,
verá los ojos de una muchacha,
no tan guapa, pero joven al fin,
una muchacha fea que canta como los ángeles.
Y usted estará perdido.
Hipnotizado, dará gracias
por las carnicerías hediondas,
las pulperías con rejas en el mostrador,
las terminales de buses donde cobran por mear.
Usted la escuchará cantar hasta la ronquera,
pero los demás tendrán cera en los oídos.
Lo que más querrá en el mundo es despertarlos a todos,
ponerles un dedo frente a la boca,
y esperar hasta que escuchen la canción;
pero no se desgalilla para los otros,
nada más para usted,
para que sepa lo solo que está
y hasta qué punto la canción
es su soledad acumulada
de banca en banca, durante el día.
Cuando vaya de regreso
trate de no ser atropellado.
Podrá contarlo mil veces,
pero nunca darse a entender.
Limítese a masticar su recuerdo mientras pueda.