Publicar en tiempos de meritocracia

Diariamente estamos en contacto con revistas, periódicos, libros, papers, fanzines, distintos formatos de publicaciones gráficas que leemos, consultamos, nos informan e interpelan pero que rara vez nos hacen preguntar quién puede difundir un texto y cuáles sos los criterios que lo hacen visible. ¿Todos podemos publicar? ¿Publicar es un privilegio, un derecho, una excusa, una virtud, una posibilidad? Lo que no se publica, ¿existe?

Muchas veces escuché frases como esta: “No todo el mundo debería publicar”. Palabras más, palabras menos; la idea siempre es la misma. Desde esta perspectiva publicar se convierte en un privilegio al que pocos acceden: Solo quien logra vencer a su contexto hostil, quien adquiere herramientas comunicativas óptimas (o mejor dicho: quien puede hacerlo) tiene la posibilidad de acceder a un espacio en algún sitio o paga por ello. ¿Existiría la literatura disruptiva si todo el mundo se guiara por este principio? ¿qué tipo de textos predominarían? ¿quienes serían capaces de comprender eso que se publica? Esto me hace pensar en un segundo factor en relación a lo que merece o no ser visible: ¿Quién decide qué se publica?

Si publicar es la imitación del darwinismo social en el que subsiste el más apto ¿quién establece lo que debe o no visibilizarse? El rol de aquel que, en un posicionamiento verticalista, se asume como la voz autorizada y determina qué dar a conocer y qué no, siempre me inquietó. Y no hablo en este punto de hacer de la agramaticalidad o las incorrecciones una veneración, hablo de la tarea de quien decide y juzga el trabajo de otro; de quien se convierte en un juez (que en general siempre termina amando las restricciones) o en alguien que se dedica a aplastar ideas ¿Y si en realidad los criterios de publicación no apuntan a crear mejor contenido sino a homogeneizarlo o a limitar la libertad de otros?

Existe otra forma de verlo: Si publicar fuera siempre una posibilidad, la calidad de las producciones mejoraría. La difusión de contenidos dejaría de responder a sectores privilegiados y escribir se volvería un desafío para todo aquel que quisiera llegar a un lector y que supiera que no vasta el conocimiento para lograrlo.

Tal vez, la horizontalidad incentivaría a la producción de más espacios de escritura, de más capacitaciones, de más gente escribiendo en distintos géneros y formatos. Las producciones creativas -e híbridas- se multiplicarían y combinarían con otros lenguajes, porque ya no habría moderadores que encasillaran o sentenciaran lo que es o no válido para difundir. Tal vez, lo que antes hubiera sido aburrido o enrevesado, se transformaría luego en algo simple, directo, entretenido, no por eso superfluo.

La horizontalidad en la difusión de contenidos permitiría acabar con las posturas meritocráticas que solo construyen obstáculos y se olvidan de que escribir no solo es una posibilidad es también una manifestación plena de la libertad y la creatividad.

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