A las seis de la mañana, desde mi balcón, la ciudad parece un reloj sin batería. Poco antes de las siete, cuando aún no amanece, corro las ventanas porque me gusta ver cómo van encendiéndose una a una las luces de los demás apartamentos. Sé que no soy la primera en despertar pero así me siento a esa hora cuando veo cómo comienza a andar la ciudad. Después, cuando el sol sube y sus rayos polvorientos se estrellan contra los edificios y rebotan en mi cara durante cinco minutos, tengo la certeza de que hoy también es ayer.
Leer. Seis de la mañana, un hombre murió tras chocar la moto que conducía contra un árbol, un funcionario policial informó que dentro de sus pertenencias llevaba un envase con comida por lo que seguramente se trataba de alguien que se dirigía a su trabajo. Pensé en la injusticia de tener que salir de tu casa a trabajar durante una pandemia y luego, algo más truculento, en la comida del motorizado ¿estaría aún caliente cuando ocurrió el accidente? Me sentí culpable ¿de qué? no sé.
Mediodía. Entro a Twitter y veo una captura de pantalla que contrasta las opiniones de un hombre. En la primera imagen, el hombre describe maravillado la foto del incendio de una comisaría en Estados Unidos, escribe sobre el coraje de las personas que protestan por el asesinato de un hombre negro en manos de la policía de ese país. En la segunda imagen muestra fotos de monumentos mexicanos pintados con frases como protesta por los constantes asesinatos de mujeres, aquí escribe sobre la violencia del movimiento feminista y de cuánto daño le hacen a la infraestructura del país.
En la tarde termino de leer Una habitación propia, dos frases quedan aleteando en mi cabeza:
-Es mucho más importante ser uno mismo que cualquier otra cosa.
-El valor de escribir exactamente lo que pensamos.
Después la sensación de no saber qué hacer cuando termino de leer un libro. Él, por su parte, queda en el escritorio varios días hasta que vuelve al librero. Para A. es desorden, para mí un ritual de despedida.
Mirar por el balcón. Recuerdo Yo, pájaro -un texto de la escritora Nell Leyshon- e imagino que no estoy apoyada sino afianzada con dos garras sobre la baranda del balcón. Miro a un lado y a otro y «esto es lo que yo, Pájaro, observo» : la vecina de enfrente corre su cortina para que entre lo que parece el único rayo de sol en toda la ciudad. A la izquierda la cordillera cubierta por smog y neblina, a la derecha el esbozo de lo que será el atardecer. Edificio, edificio, edificio, edificio. Edificios. dos zapatos negros abandonados en un techo. El cielo y multitudes de pájaros que vuelan todos en la misma dirección. Ya no siento las garras afianzadas a nada, entro al apartamento y cierro el balcón.
Intentar escribir. Todo parte de la necesidad de poner una palabra tras otra, de dónde viene, no lo sé. Algo en el pecho, creo. Entonces escribo que son las seis de la mañana y lo borro, algo sobre un balcón y un reloj y lo borro. Teclear y borrar, todos los días.
Escribir. Esto.