«Los movimientos, los más simples de nuestro cuerpo, son, para los hombres que los mediten, enigmas tan difíciles de adivinar como el pensamiento.»
Sade
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Al profesor William Marín Osorio
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«Simón del desierto» (1965) es un mediometraje original del cineasta español Luis Buñuel que se grabó, no en el periodo mexicano del reconocido director, sino en la etapa francesa, en la época en que las obras de Buñuel estaban preparadas para varios premios, entre ellos, un Oscar. Una película inacabada que significó la última producción de Gustavo Alatriste, el productor mexicano que había realizado «Viridiana» (1961), y el «Ángel exterminador» (1962), y cuya esposa, la actriz Silvia Pinal, fue la manzana de la discordia para que Federico Fellini y Jules Dassin, no quisieran filmar las dos historias restantes que hacían parte de una trilogía pensada por Buñuel.
Lo que significó una gran catástrofe filmográfica, sin duda, ya que el producto de Alatriste, que duró cuarenta y tres minutos, terminó abruptamente, cortando la lógica narrativa y dejando al espectador con esa sensación de preguntas sobre preguntas. Sin embargo, es difícil imaginar que «Simón del desierto» estuviera destinada al fracaso desde el inicio, aunque una serie de sucesos coadyuvaran a ello: Luis Buñuel grabó algunas escenas solo un par de horas en un lapso de diez u once días máximo; el valle del Mezquital, llamado la ruta de los ciclones, fue una pésima locación que a las diez de la mañana tenía un clima, a las once otro, y a las doce otro, que incluso los encuadres nocturnos fueron grabados al mediodía; sumado a esto, la confesión de Julio Alejandro de Castro, el guionista insigne de Buñuel, que en una entrevista con el escritor Max Aub dio una razón del posible fiasco de la obra:
Sólo quiero dejar constancia hoy de la manera con que Buñuel cortó la filmación de Simón del Desierto, que, como todos saben, quedó a medias. Un mediodía, Buñuel da la orden de cortar para comer—en el valle del Mezquital, donde se filmó todo lo hecho—. Se acerca el cocinero: «No hubo dinero para la comida.» «Recojan todo—clamó Buñuel—. La película se ha terminado.» Hay en este gesto la explicación de cierta manera de ser del realizador, su furia por la falta de dinero, su gusto por la buena mesa y su indispensable necesidad de no apartarse de un plan trazado y de trabajar según lo establecido.
¿El final de una producción por un asunto de comida? Esta hipótesis De Castro es impensable como justificación, y más, si entendemos que Buñuel fue un burgués hijo de un hombre rico de Zaragoza, que un día llamó al pintor Luis Saénz de la Calzada, solicitándole construir una columna de ocho metros con cincuenta en el desierto de Mezquital para una película, cuyo personaje, Simón, sería un anacoreta vegetariano que cambiaría la comida pecaminosa por verduras y alimentos silvestres. “En realidad (el santo) se alimentaba de unas cuantas hojas de lechuga que le subían en un cesto, sus excrementos debían semejar, más bien, pequeñas cagarrutas de cabra.” Diría Buñuel.
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Lo que sea, (y De Castro queda descartado) lo cierto es que, ante esta abrupta terminación del filme, Buñuel confiesa en su libro autobiográfico “Mi último suspiro” (2012) que omitió escenas como hacer nevar en el desierto; peregrinaciones para ver el anacoreta; y la visita de algunos emperadores de la Roma decadente quienes consultan temas de estado con el santo. Planos que solo podemos imaginar y que hubieran enriquecido aún más esta obra, merecedora, como sabemos, de doces premios en diversos certámenes.
«Simón del desierto», a decir verdad, no es la mejor obra de Buñuel, ni podría serla, sino que su lugar está entre «Journal d’une Femme de Chambre» (1964) y «Belle de Jour» (1967), aunque para lograr esa posición hay que inquirir las razones que tuvo el reconocido director calandes al escoger una temática de santos. ¿No le bastó el escándalo del Vaticano y del gobierno español con obras anteriores que lo llevaron a exiliarse en México? Buñuel, para los seguidores de su trayectoria, fue ateo a su manera artística; surrealista a su manera fílmica; y religioso en su manera erótica. Como dijo Philip Strick en el boletín mensual de cine británico de 1969:
«Es esta [Simón del desierto] una [película] sorprendente, encantadora y saludablemente malvada con un gran sentido de teología dura. Más dura que lo encontrado en toda una gesta de epopeyas bíblicas.»
Así entonces, el argumento central de «Simón del desierto» nace de una lectura sugerida del poeta Federico García Lorca a Buñuel: «Leyenda áurea», el primer documento que hace referencia a Simón el Estilita. Y también de un segundo tomo «Vidas de santos de Jacobo de Vorágine» que el mismo Lorca había releído en New York y cuyo comentario de un santo, dieciocho años apostado encima de una columna, despertó la curiosidad en Buñuel. La columna -decía el poeta granadino- chorreaba deyecciones, igual que la cera se derrama por los cirios. Interpretación escatológica de un anacoreta vegetariano que no fue tomado literalmente por Buñuel, y que modificó en el siguiente diálogo: «Mis deyecciones—le dice al pastor—son como las de tus cabras debido a la extrema sequedad.»
Ahora, la temática religiosa no era nueva en la industria. Todo fue cuestión de público, de época, de movimientos artísticos y de experiencias personales. Buñuel había dedicado una película entera a un sacerdote (Nazarín), otra a un anacoreta (Simón del desierto), una tercera a una monja (Viridiana) e ideó obras donde aparecen eclesiásticos satirizados. Un tira y afloja entre la fe y el ateísmo, el respeto y la blasfemia, la ortodoxia y la heterodoxia, como diría el periodista español Manuel Hidalgo a propósito del concepto religioso del cineasta. Aunque él mismo se haya disfrazado de sacerdote y monja, como actor, pronunciando vibrantes sermones desde el púlpito en “En este pueblo no hay ladrones.” (1964) una película basada en el relato homónimo de Gabriel García Márquez.
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Así que Buñuel en New York, influenciado por Lorca, va a la biblioteca en la calle Cuarenta y Dos de la Quinta Avenida (lugar sumamente sospechoso) y consulta dos libros del dominico Festugiére y uno De la Haye, buscando documentarse para el proyecto. Los materiales encontrados, originalmente en siriaco y hebreo, dificultan la investigación, sin embargo, se convierten en las únicas fuentes autorizadas para darle forma a la película. Así que todo lo investigado por Buñuel sobre «Simón del desierto» resulta fidedigno, a excepción del personaje del diablo con barba, representado por Silvia Pinal, e ideado enteramente por el director con el fin de pinchar el anacoreta, hacerle tentaciones inocentes, no dejarlo dormir.
Película, que los críticos madrileños no dudan en catalogar de “Blasfema”, pues reducen una sátira religiosa surrealista a una trama simple de “una mujer con barbas que le pega una patada a un cordero.” Buñuel inconforme con el veredicto, y de cara al crítico responde:
«Señor, es una manera de informar mal a sus lectores. Usted dirá que no le gusta por tal motivo, magnífico. A mí me han tratado a patadas en la publicidad. Pero lo que no me gusta es que usted informe diciendo que una mujer con barbas es el Buen Pastor.»
Y aclara que el Buen pastor es un joven de barba rubia que personificaba el diablo, y por eso escogió a una mujer para interpretarlo. Así cuando el diablo (Silvia Pinal) quiere tentar a Simón, dice: «Dedícate a los placeres, castiga tu carne, baja de esa columna. Serás entonces mi más fiel alumno o mi más fiel discípulo.» Y Simón dándose cuenta de la herejía del discurso, replica: «Vete, vade retro, Satanás.» Y el diablo se va, no sin antes darle una patada a un cordero. Una simbología del Cordero Pascual, propio de la religión, y una figura que los críticos usaron para atacar la película y así ponerla a reñir con el catolicismo.
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Buñuel, en realidad, no quiso ir más allá de lo documental, es decir, registrar la eterna lucha maniquea entre el bien y el mal, y al igual que Umberto Eco quería envenenar un monje, Buñuel, según sus palabras, deseaba representar un cirio, una vela ceremonial con su flameante llama, y su contrario, la suciedad, la animalidad física. Por eso realizó «Simón del Desierto», que previo a ser película, fue documental, o mejor, una exegesis de un santo cuya existencia giró entre comedia y realidad, santidad y pecado, ascetismo y vida mundana.
De ahí entonces que el personaje central sea Simón el Estilita, un asceta y anacoreta religioso, cuya practica de «los padres del desierto» de no bañarse, vivir en harapos y dejarse crecer la barba, lo lleva a estar arriba de una columna bizantina en medio de un desierto, a elevarse encima de los hombres, de la tierra y de la tentación del pecado. Un mediometraje que requiere para su ambientación montañas, un enano, un monje imberbe, un ataúd rodante, una comunidad de creyentes y por supuesto, animales, esos que siempre aparecen en las producciones de Buñuel: cabras, gallinas, un conejo y una rana. Aunque no contento el director con toda esta parafernalia escenográfica propia del siglo IV, muestra, anacrónicamente, cómo un avión conduce a Simón el Estilita, vencido por el «diablo», hasta New York.
Conceptos, por supuesto, que necesitan interpretarse en clave surrealista para descifrar sus símbolos, ya que a decir del filósofo español Julián Marías «Buñuel es un hombre de talento cuyas puestas en escena suscitan la pregunta ¿Qué significa tales cosas?» Y Marías como crítico de cine, apunta, dispara y acierta, porque el guion de esta obra revela elementos alusivos a la religión, el cuerpo con cenáculo del pecado, el lenguaje como casa del ser, la prostitución, la tentación de la carne y la trivialidad de la vida moderna.
Pero vamos despacio, porque la simbología ideada por Buñuel y realizada por Alatriste, dispara hacia todos lados. Los monjes que giran alrededor del santo le sugieren que cambie de columna ya que lleva (6) años, (6) semanas y (6) días allí. Simón aprueba aquello y se pasa de un lado a otro, mientras en el camino besan sus pies, cortan pedazos de su manto raído y no ocultan la tentación que sienten de matarlo para conservar sus huesos.
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En agradecimiento por este gesto (pues un rico del poblado es quien dona la nueva columna), hace una sanación milagrosa (milagro inventado por Buñuel) devolviendo las manos a un manco. Frente a la curación nadie parece sorprenderse, e incluso el diálogo del campesino que recibe el prodigio bíblico, sugiere que ya tiene manos para labrar la tierra, y hasta reprende con ellas a su hija, golpeándole la cabeza.
Y aunque es obvio que no todos alrededor del anacoreta creen en su ascesis, o renuncia, se sugiere que tal hombre en la columna es una entelequia o una mera imagen. Así es que el cenit de la trama toma fuerza cuando el monje Trifón, interpretado por Luis Aceves Castañeda, introduce en la bolsa de cuero con la que alimentan al santo, queso, pan y vino para acusarlo de no ser fiel a su vocación espiritual. Religioso que poseído por un demonio comienza a imprecar contra los artículos dogmáticos de la orden:
«Abajo la sagrada hipóstasis», grita, «Muera la Anástasis» profiere y «Viva la Apocatástasis» rebuzna, y da una estocada final «Muera Jesucristo.
La cofradía arrobada condena la herejía, mientras un monje pregunta a otro: «Qué es eso de la apocatástasis», «no lo sé.» Responde otro igualmente impresionado. Y así varios elementos más insertados por Buñuel, como, por ejemplo, el concepto de propiedad, que se refleja en el diálogo del monje que visita a Simón: «Padre, los bárbaros están invadiendo Roma, y pronto llegarán hasta aquí.» Dice él: «Pues mejor. Así sufriremos por el Señor.» Responde el santo. «Y pensar que todo esto es porque esto es tuyo, esto es tuyo y esto es mío.» «¿Qué es eso?» Pregunta Simón. «Nada. Es la propiedad. Yo defiendo esto que es mío, lo defiendo contra quien me lo quite y mato para defenderlo.» «Pues no entiendo.» Dice «Vas a entender.»
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Y prosigue el monje: «Mira, te voy a enseñar lo que es tuyo y lo que es mío. Este morral es tuyo, ¿verdad?» Toma una alforja de cuero y se la enseña. «Sí.» «Tú comes de aquí y es tuyo.» «Sí.» Afirma Simón «Bueno, pues vamos a ver. Este morral ahora es mío.» Y el religioso lo sugestiona: «¡Di que es tuyo!» «Pues no entiendo. Pues es mío.» Replica el santo «No, es mío y me lo quedo.» «Bueno, pues quédatelo.» Concluye Simón.Y así un guion elaborado a partir de las palabras y doctrinas de un estilita, un monje del siglo catorce que ignoraba el sentido de la propiedad.
Se podría mencionar también de escenas como el ataúd rodando por el desierto, los tambores al inicio de la película (una metáfora de los instrumentos religiosos de Calanda) la poética del polvo en relación con la humanidad, la aridez del páramo, en fin, elementos que analizados darían mucha tela que cortar. Así para concluir y hablar de los posibles finales que Buñuel concibió en esta obra, luego que Simón viaja en avión a New York, donde se aprecia en una cava de Jazz rock con pinta de intelectual y fumando pipa, el santo regresa a la columna, pero ya en pecado mortal. Una vez ahí, dos emperadores romanos, quizá Honorio y Constantino III, van a consultarle al anacoreta asuntos de Estado. Al final, (recuerde que son hipótesis del director) Simón muere en la columna, mientras abajo los soldados se disputan en combate por apoderarse del cadáver.
Otra posible conclusión, sin duda, polémica, es que Simón regresa de nuevo al desierto y cansado de la gente, baja de la columna y es sustituido por el diablo (Silvia Pinal) al que ahora todo el mundo adora. Una alusión directa, y que no se puede pasar por alto, de la fuente del Ángel Caído del escultor madrileño Ricardo Bellver (1845-1924).
Con todo, el final que Alatriste escogió para cerrar la obra de cuarenta y tres minutos, tampoco es superficial: en la cava de jazz Rock, Simón pregunta al diablo (Silvia Pinal) «¿Cómo se llama ese baile?» y ella responde: «Carne radioactiva, el ultimo baile, el baile final». «¡Va de retro!» dice Simón, «¡Va de ultra!» Dice el diablo. «Me voy a casa.» y el hombre intenta levantarse «Mejor no vaya te vas a llevar un chasco», «¿Qué pasa?» Inquiere. «La habita otro inquilino, tendrás que aguantarte, hasta el fin.» Así termina una obra, que resultó premiada en extremo y que sobrepasó las expectativas de un público culto y fanático de las obras del gran director de cine español Luis Buñuel. La historia de una película inconclusa, que no necesitó venderle el alma a satanás para ser exitosa, y que, sin embargo, los espectadores desean un día, sea reivindicada en su integridad.
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