Las curvas de los ojos | RESEÑA DE «Muñecas con curvas» de Li Ang

Autor: Li Ang
Título: Muñecas con curvas
Prólogo: Alberto Poza
Traducción: Alberto Poza
ISBN: 978-84- 948648-4-1
Año: 2020
Editorial: Hjckrrh

La obra de la taiwanesa Li Ang «Muñecas con curvas» editada en la editorial Hjckrrh no sólo se ocupa de las implicaciones sexuales y políticas de género, sino que nos sirve para descubrir la naturaleza de la poesía. Cada vez que enfrento un poema a mi mirada, descubro cómo se enroscan nuevos versos dentro del mismo. Nuevas rayas de letras que caen en una espiral cuyo centro queda oculto. Esto que cuento no ocurre siempre. Mi entendimiento debe detectar lo eterno de la composición, que esos términos aludan a otros en una escritura sin fin. Esta exageración conviene a lo poético. Li Bo, al pasear por el monte Yan, fue cubierto por copos de nieve tan extensos como esteras de esparto. De forma extraña, diría que, con cada curva, las palabras son menos, pero tienen más significado, formando una curvería que se quiere esconder de sí misma.


El resto de poemas sólo se rubrican una vez, agonizan tras cada línea hasta llegar a un mortal punto final. En ellos, no puedo develar ese pálido palimpsesto en el que se escriben una y otra vez variaciones de un prodigio, en vez de diferentes maravillas de distintos autores.

Por tanto, desespero mientras despejo esas pistas, al desenrollar la madeja, pues espero encontrarme con el poeta en el centro del remolino. La mayoría de veces el camino se hace tan largo que abandono mucho antes de lograrlo.

Sin embargo, el cuento Muñecas con Curvas, de Li Ang, me ha abierto los ojos. Ahí, la protagonista imaginada se pone a rezar con el fin de que a su marido le crezcan un par de pechos. Quiere compartir con él el placer de sentir unas manos que imagina de un pequeño que intenta apresar sus mamas. Por medio de esas plegarias aparece frente a ella un par de pálidos ojos verdes. Al principio, el mirar de esa nueva criatura extraña sugiere el nacimiento de un hijo, pero la mujer no sabe quien la espía tras ese verdor al desnudarse a solas.

Las elipsis de los ojos se trasladan a las muñecas que aún posee. A las inertes pronto le crecen un par de pechos. Años atrás, cuando niña, jugaba con una moña de trapo y otra de barro, las únicas posesiones posibles por culpa de un padre pobre que no se podía permitir lujos baratos. Desde entonces, se obsesiona con las mujeres de juguete, una manía solitaria pues el marido muestra un desinterés tan apasionado como las burlas de los vecinos al verla jugar con sus preciados desechos.

Todas esas curvas, de los ojos, de los pechos, sugieren un deseo de ser madre, de tener otra redondez, esta vez en una barriga que acoja una nueva vida. Incluso, este conjunto de blandas redondeces se contrapone a las rectas impuestas por la fría convivencia marital o vecinal. Me tienta elaborar varias sentencias que identifiquen la ausencia de ángulos de lo femenino con el torbellino de los bellos cantos, o la rígida y rectilínea autoridad de lo masculino con las desérticas planicies de los engendros prosaicos. O sea, se diría que, a fin de unirnos con el origen del poema, debemos evitar los páramos paternales y sumergirnos en lo maternal.

Robert Lowell, miembro de la aristocracia democrática americana, heredó el bastón de su abuelo. Tales golpes del destino le servían para tejer memorias rimadas sobre su pasado, el suyo propio o el común. En esa ocasión, más tarde abrió una circular lata de tabaco que escondía tesoros del ayer.

In a tobacco tin after capture, the umber yellow mature newts
lost their leopard spots,
lay grounded as numb
as scrolls of candied grapefruit peel.
I saw myself as a young newt,
neurasthenic, scarlet
and wild in the wild coffee-colored water.

Es decir, dentro, viejos tritones aniquilados por los días habían perdido sus lunares de leopardo y yacían enrollados sobre sí mismos, igual que cáscaras de pomelos confitados. Lowell, que se considera un joven anfibio camino de la caja, usa “scroll”, aludiendo a la espiral que forman los cadáveres, una palabra que también puede significar “rollo de pergamino”. Así, al usarlo junto a las manchas parecidas a la tinta, nos insinúa que ese abrir la lata se ha de confundir con el hallazgo de un yacimiento del que se sacan a la luz escritos antes perdidos. Al incluir las mondas de unos pomelos para apuntar a las curvas, nos golpea con una revelación.

Develar su escrito debe ser parecido a pelar un fruto, dejando que lo curvilíneo de la cáscara caiga y así llevarnos a su centro. Yo creía que, tras dar los rodeos perpetuos, esos circuitos conformados por el discurso personal y el de su cultura y época, se llegaba al espíritu del creador. Lowell, el tritón, me esperaba en el último curvatón. Sospecho que me equivocaba. Allí se coloca el lector, o sea yo, que a la vez leo y soy leído. Aunque esto puede ser un espejismo. Mijaíl Bajtín asegura, en algún lugar de sus Escritos, que el hombre se engaña creyéndose en el eje común, en la capital de lo universal, cuando ese punto se halla justo en ninguna parte. De todas formas, si algún día llego al final del túnel, quizás alcance la comunión conmigo mismo y pueda conocerme al fin.

 

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