Sobre el autor:
Carlos Calero nació en Nicaragua en 1953; se naturalizó costarricense tras emigrar a este país. Ha sido docente universitario y de secundaria. Se ha desempeñado como gestor cultural, organizando lecturas, conversatorios y encuentros de poesía en múltiples ocasiones. Ha formado parte del equipo local del Festival Internacional de Poesía de Costa Rica. Ha publicado los libros: El humano oficio, La costumbre del reflejo, Paradojas de la mandíbula, Arquitecturas de la sospecha, Cornisas del asombro, Geometrías del cangrejo y otros poemas, Las cartas sobre la mesa, Antología Generación de los Ochenta; Poesía Nicaragüense, este último en coautoría con el poeta nicaragüense Carlos Castro Jo. Se han realizado diversos estudios sobre su obra, especialmente sobre la presencia del exteriorismo en su poesía. Ha publicado diversos artículos sobre literatura. Muchos de sus textos, además, han formado parte de antologías poéticas en Nicaragua y Costa Rica. Ha participado también en varios festivales de poesía en Costa Rica, Guatemala, El Salvador y Nicaragua.
Canciones mexicanas
Pidieron canciones mexicanas por cada trago de licor y las cabangas. Se bebieron el desierto, los boleros, los barrios, la tuna. Se bebieron los éxodos. Se bebieron los sarapes y la muerte. Nunca amanecerá el sepulcro, creyeron, sobre el rencor y la cama de piedra. Cada borrachera creó la metafísica del tropezón y las balaceras. Un ojo de xulo mira la botella de tequila con violines, trompetas y guitarras (con que a más de una catrina no le basta la vida.) Y duermen desnudas sus desolaciones bajo los árboles o la ceniza del águila en los recuerdos. La cantina no basta para la grieta ni la existencia varada a la orilla del deseo. Ocurre, en estos hombres, el pavor y un beso partido por la hendidura del orgullo o el sifón donde la sed es la duda. Ocurre la morriña y la mugre uña. Otros, en sus túneles, prefieren humo, polvo o pastillas. Con su mano de tierra levantan el asco, un odio enterrado hasta la empuñadura de la madrugada. No es extraño ver que, para ellos, llora la mesa, la noche, un catre, el anafre, el vaso y la lágrima transparente con el eco de las rocas y cañones. Llora el destino en una mezcladora de almas, con inanición y tempestad caníbal. Todos fueron acusados de robarles el aire a sus padres. Construyeron una patria para todas las guerras imitadas en Latinoamérica. Durante siglos, de esta manera, ha sonado el acetato de la memoria. Nos conformamos con ser universales, festivos, poetas y trágicos. Saben que la vida de sus padres se fue y no encontró fortuna en las rocolas de cantinas, que convertían en cal y olvido a las madres y los hijos. Un puño de tierra los hizo tapar el infortunio y la noche para enclaustrar a un grillo en una jaula de aire y las terrazas. Fueron los sueños de océanos donde nací mil veces, en otro país, y retorné al aguacero, hasta abrir un mar entre el silencio y la memoria. Con un puñado de tierra crecí y no fui monumento, ni cuadrante de los rascacielos en las casonas de mi país, donde se olvidó la hermandad desde la muerte y la vida que tropiezan en el salón de la memoria, mientras escuchamos canciones mexicanas.
Después de ver al bodeguero Rousseau
Cuando nace un flautista su música es un puma. Las manos de la selva están abiertas. El agua traslada su desierto hasta el lecho de hojas gigantes, y una onza de luz atraviesa un rugido en el tronco de los árboles. El león y un elefante nos imantan. Sus recuerdos entregan el espíritu a las sombras; entonces, el flautista convierte su instrumento en cerbatana y apunta a tu corazón, después de verte impenetrable y desnuda. La música deja de correr. Los ojos de un aborigen la convierten en agua. Un miedo de antílope huye del incendio, con más y más hambre. El flautista da por terminada su obra, entre el silencio y una pausa salvaje.
Esqueletos
Cuando
otros esqueletos te crucifican
no hay tormentas en la memoria.
No se derrumban los montes deshijados
en que los clavos en los huesos
derriban lo bueno y lo malo
de quienes escupieron lo injusto en tus ojos.
No se vuelve masa negra el viento.
Por las buenas, no renuncia
un emperador al dolor ni al incesto
con que habita el reino.
No se duplican las cruces astilladas.
No llega tu madre a consolarte
y darle un beso a tus heridas.
No te sangra el costado ni las rodillas.
No hay voz para anunciar
la resurrección ni tu sepultura.
No hay desconsuelo ni orfandad
en el corazón oscuro de quienes te odian.
No aparece quien te ofreció agua
y esperanza para que el ser
hoy no sea abismo ni homicidio.
No llevarán tu cuerpo a los mares,
en tiempos de peste y los dados,
en el manto de un centurión
que significa burla a la vida.
El equilibrio y salvarse
son más promesas postergables,
mientras se hunde la tierra
y el hielo consume el círculo en el retorno
de los gansos que conquistan el cielo
desde las primeras estrellas.
Cuando los otros esqueletos
socavan los hilos de tu sangre,
se endurecen los labios.
No me salvaré de la soledad.
No corromperé mi destino con sal ni veneno.
No evitaré ser el homicida de las profecías
con portones y alarmas
para custodiar fortunas sucias y mal habidas.
Cuando los otros esqueletos se arman
con sombras y chasquean sus dentaduras,
un animal de ceniza y espinas
desmonta los poderes de tu carne
y te arrastra, te lanza saliva,
tiñe con sangre tus colinas,
y no se sacia con verte
más hueso y más polvo que ellos;
desean más lamento, más súplica,
más un final de esqueletos extrañamente
disfrazados de sabios, o torpes predicadores,
o educados reptiles, gánsteres transgresores,
con más olvido de que algo habrá
en la memoria para avergonzarse, en vano,
ante los huesos dispersos acumulados en la voz
de quienes temen ser profetas,
o quien a propósito no quiere recordar tu historia.