“El orgasmo es el gran comedor de palabras.
Solo permite el gemido, el aullido,
la expresión infrahumana, pero no la palabra”
Valérie Tasso
Este no es un libro para todo público. Malpaso, la editorial que ha editado textos de figuras como T.S. Elliot, Flannery O´Connor y hasta de Jonathan Franzen, publica en pleno 2017 Diario de un incesto. Una obra anónima, cuyas primeras hojas justifican ser publicado así para salvaguardar la integridad de la autora, sin que esto afecte la veracidad de su contenido, antes bien, y en palabras del editor neoyorquino Lorin Stein: «estamos absolutamente seguros de la autenticidad del libro».
Y es que el polémico libro, objeto de esta reseña, es sugerente e interesante por varios asuntos. Por un lado, el escándalo que podría suscitar una confesión en casi 120 hojas, sobre relaciones sexuales entre parientes; y por el otro, el acercamiento, sin ambages, al tema del incesto, con un lenguaje llano, libre de eufemismos o figuras retóricas, donde la autora relata la violación que sufrió a manos de su padre, desde los 3 años de edad hasta los 21, cuando decide independizarse, viajar y formalizar una relación estable con un ítalo-chileno en el cono sur.
Y aunque el libro no tiene el formato de diario, al menos está bien redactado y no peca al usar frases sesudas, o al citar personajes históricos, o expresar cierta filiación por la literatura y la filosofía fuera de contexto. Con esta salvedad, es que podemos entender una frase, apabullante, de la autora: «Claude Lévi-Strauss escribió que la principal diferencia entre animales y seres humanos radica en la prohibición del incesto. ¿En qué me convierte esta afirmación?», pensamiento que la sitúa al mismo nivel de los animales, sin que aquello sea una radiografía de un daño psicológico, o se una autoinculpación por haber consentido y callado, hasta cierto momento, tales relaciones sexuales incestuosas.

Así entonces la historia que relata la autora en primera persona no es victimizante, porque no hay señales de violencia contra voluntad, pero tampoco es una apología a la pedofilia, como supone, por ejemplo, la crítica del diario The Telegraph al afirmar que «el problema con un libro así es que los lectores a los que más les va a gustar son los pedófilos» Puede haber, eso sí, una influencia sadomasoquista, o un detectable síndrome de Estocolmo; sin embargo, hay pasajes que dicen mucho más, si el que leyera fuera un sociólogo o un psicólogo.
Frases agudas como «El incesto en mi familia es un legado que viene de lejos. Mi padre me contó que su abuelo Paul abusó de él y de su hermana pequeña» y «De mi bisabuelo Paul he recibido dos cosas: un crucifijo de plata donde se lee semper fidelis —el lema del Cuerpo de Marines— y el legado de mantener relaciones sexuales con niños.» que no justifican la acción deleznable de su padre, ni de su bisabuelo, pero eso sí, buscan un ancla en el pasado para entender el por qué de la aberración del incesto continúo, casi, como una tradición familiar.
Y así, entre otros temas expuestos por la autora, y entre líneas, como el veganismo, producto de la ausencia del padre en el hogar; la orfandad sexual de no querer desear otro hombre; el odio al nivel de Medea de la madre, quien usa el adefesio de «pedazo de mierda» para dirigirse a su hija; y el adoctrinamiento, o quizá, manipulación, que sufrió de pequeña, al convencerse de que, para aliviar la vesania de su progenitor, necesitaba intimar con él. Sobre esto último diría: «Cuando era una cría, mi padre me dijo que éramos una sola persona, que yo no era más que una parte de él. Crecí con esa idea dentro de mí. Crecí con él dentro de mí». Y así cuando su padre amenaza con suicidarse, cuando llora, cuando la invita a cenar, cuando le exige que pose para él, y otros tantos cuandos, ella lo ayuda a sobreponerse, desnudándose y accediendo a sus deseos anárquicos.

Daños sexuales provocados, que posteriormente le dejarían secuelas inconscientes como el constante lavado o la interpretación personal del sentido de la pureza: «Sentía deseo, pero me agradaba mucho más sentirme pura. Una pureza interrumpida ocasionalmente por la indecencia. En aquel entonces la pureza era sacar buenas notas», además de la visión distorsionada de tener sexo con cualquier otro hombre, mientras intenta ver a su padre, su figura, su dominación y sus fetiches entre sus relaciones íntimas.
Y es que el incesto en occidente es un tema tabú -no sugiero lo contrario-, y deja daños irreparables, aunque algunos medios como The New York Times, Newsweek y The Paris Review se inclinen por críticas favorables sobre el libro, por el libro mismo, más que por un asunto que causa escándalo y sensación, al menos en América. Frases como las de Stein, el editor de Malpaso: «Soy consciente de que la gente lee la palabra incesto y se retrae. El libro va directo a los hechos, sin escatimar ni un detalle, pero no es morboso» y «Mire, si la oscuridad está ahí. La oscuridad está ahí. Lo que está claro es que nadie aportará luz suprimiendo un libro…» no dicen nada de la moral, pero sí mucho de la industria editorial. Esas escisión es la que causa molestia para muchos.
Bertrand Russel, Michel Houellebecq, Vladímir Nabókov y hasta Julio Cortazar, figuras del mundo literario e intelectual, trataron el tema con superficialidad entre sus obras teniendo cortapisas, mayormente de los críticos. Recordemos a Russell en Matrimonio y moral (1929), Houellebecq y sus Partículas elementales (1994); Nabokov en Lolita (1955); y Cortázar en Rayuela (1963), entre otros, sin que por esto se elimine o se amplíe una temática, que, en conclusión de los sociólogos y antropólogos, atenta contra «el núcleo social», es decir, la familia. ¿Se vendieron mucho más estas obras citadas por el escándalo que supusieron o por la vida licenciosa de los autores? ni por lo uno, ni por lo otro.

De ahí entonces que esta visión editorial recuerde la animadversión suscitada por el entomólogo Alfred Kinsey cuando afirmó que «es difícil entender por qué un niño, a no ser por su condicionamiento cultural, debería sentirse molesto porque le toquen los genitales, o molesto por ver los genitales de otras personas, o incluso por contactos sexuales más específicos», o lo propuesto sobre el incesto en Tótem y tabú por Sigmund Freud, entre otros experimentos sexuales reprobados, y que hoy están saliendo a la palestra buscando un lugar, y un derecho entre los derechos, a costa, de discusiones no gratas, o por medio de la ventana de Overton.
Lo que sea, la autora anónima es enfática al decir con sinceridad que le excita tanto escribir, o confesar su secreto, del mismo modo que a un hombre le excita hablar de dinero, religión, infidelidad o política. Ante tamaña afirmación y en este nivel, ya podríamos decir que la escritora ha cruzado el umbral de no diferenciar un papá de un objeto sexual, y un hombre romántico que entrega flores, de otro que ofrece sexo como un efecto placebo.
Diario de un incesto no tiene pues una conclusión radical, lo cual nos dice que este texto no es una moraleja, ni una obra de carácter sexual, es más, no parece alcanzar siquiera el calificativo de literatura bizarra. Su género, si es que necesita definición, podría encajar perfectamente en el concepto de crónica confesional, sin que los detalles expuestos resulten pornográficos o sean una apología directa a la pedofilia. Este es un libro, para decirlo directo, hipersexualizado desde la primera hoja hasta la última, porque toda la narrativa lo sugiere, y una frase de la protagonista lo refrenda: «El sexo es el centro de todo. Si lo practicas, es el centro. Si no lo haces, también es el centro».
Finalmente, si como dice Carl, el esposo ítalo-chileno de la autora, «Somos ante todo quienes somos en la cama», sería curioso entonces acercarnos a esta obra sin prejuicios, buscando no el valor literario -que puede tenerlo según los críticos-, sino el valor psicológico o médico, ya que, bajo esa mirada, se pueden tolerar ciertas confesiones que parecen antinaturales, al menos para el lector de a pie.