Mil virgenes francesas

«Terminé por encontrar sagrado el desorden de mi espíritu. Permanecía ocioso, presa de pesada fiebre: envidiaba la felicidad de las bestias —las orugas, que representan la inocencia de los limbos, los topos ¡el sueño de la virginidad!“

Arthur Rimbaud


Si es que la felicidad existe y esta tiene forma de deseo, el hombre más feliz del mundo tuvo que llamarse Juan del Var. Un herrero, lector apasionado (extraña mezcla), que deambula por el sur de Francia hasta llegar a Volx, un pueblo emplazado en una meseta de Valensole, donde lo esperan (tal como lo va a leer) más de mil mujeres, posiblemente virgenes, para envolverlo en placer y gozo.

Tal suceso nada tiene que ver con una de las narrativas del Marqués de Sade, ni de Voltaire, ni siquiera de Apollinaire, sino del testimonio literario de la francesa Violette Ailhaud en su obra cumbre El hombre semen (2015). Un escrito corto, muy popular en la Francia del siglo pasado, en donde la autora retrata un hecho verídico, como lo fue, la masacre de los revolucionarios sureños en el periodo de 1851-1852. Fecha en que inició un golpe de estado, cuando Luis Napoleón Bonaparte, un supuesto hijo de Napoleón I, cambió la república por una dictadura sangrienta autoimpuesta.

Entre aquellos revolucionarios fallidos, de los que se conserva solo la memoria, estaba un hombre de apellido Ailhaud, padre de la futura autora, que arengaba a sus partidarios con las palabras de un visionario: “Ciudadanos, cuando el pueblo se levanta, no es una rebelión que se organiza, es el Orden y la Libertad que aparecen nuevamente”. Girondinos, como llamaban satíricamente a los terroristas en la era napoleónica, relegados al olvido, sin posibilidad de redención más que por el escrito de Violette Ailhaud, que al final de su vida, pidió como voluntad póstuma que el libro no muriera para que aquellos hombres no fueran olvidados. 27 años después de su fallecimiento este trabajo vería la luz en 1952.

El pueblo célibe

Así comienza la historia del pueblo de Volx. Un lugar de Evas, de mujeres sin varones, sin semilla, humilladas, que solo desean ver un hombre, a quien acariciar, sentir, hacerle el amor, ya que lo único que conservan estas féminas son sus vientres vacíos y sus corazones llenos de dolor por la pérdida de sus maridos, novios, parientes, a manos de un dictador romántico que se autoproclamó como Napoleón III.

“Estábamos instaladas tranquilamente a la espera, meciéndonos en la certeza de que un hombre vendría”, dice la autora en su testimonio. Mientras tanto se consuelan unas a otras con ensoñaciones de cómo podría ser ese primer varón, qué aspecto tendría; ¿sería romántico?, ¿vigoroso?, ¿heterosexual?  Pero la idea de esperar a un hombre, un objeto sexual, como se pensó al inicio, no nació de la carencia de manos fuertes y cuerpos laboriosos, sino que llegó de manera espontánea, en la noche, mientras todas dormían y un grupo miraba las estrellas o quizá hablaban con un dios que creían masculino.

Para adelantarse a esta visión de un semental, estas mujeres hicieron un muñeco al que vestían, desvestían, coqueteaban, se insinuaban, y por qué no, quizá también cacheteaban por no venir pronto, por no aspirar las feromonas que volaban como polen en toda la comarca y que marcaban el camino a un paraíso valquirio. Anilinctus, telotísmo, todo era válido ante la espera ansiosa.

De ahí surgen las elucubraciones femeninas y la ardorosa imaginación sexual del grupo de “pavas enloquecidas”, dice Ailhaud.  Así se engendró el anhelo de una parusía, de un redentor de sus cuerpos impolutos y virgenes, de aquella figura entre sombras que suscitaba en Violette las palabras: “Sueño con que se aplane y se extienda, suba hacia mis senos volcanes, baje hacia mi entrepierna fuente. Espero y me retuerzo sobre la cama. Espero y luego apoyo esta mano empujándola, allá arriba y allá abajo, hasta que el placer me relaja como el gatillo de un fusil y me dejo ir en un sueño sonriente.”.

Otro símbolo de amor que conservaban como una escultura gloriosa era dos espantapájaros vestidos de novio y novia dispuestos para un matrimonio que nunca se consumó por la guerra y la barbarie. Algunas lloraban de rabia, otras, de impotencia por la carencia de cuerpos.

La llegada del primer hombre

Solo hasta que llega, lo que ellas llaman el primer hombre, es que el pequeño pueblo de Volx se transforma en una fiesta en honor al dios Pan, o un culto al mejor estilo de Eleusis. Mujeres plenas que harían las libaciones de amor, encima, debajo o en cualquier posición con el objeto sexual deseado. No hay duda que el tiempo que pudieron estar solas hizo quizá florecer en ellas formas y maneras de tratar con un cuerpo, con sustancias viscosas, con carne, menos con un corazón o un sentimiento.

Juan del Var aparece en el mes de mayo como la “parusía” ansiada. El salvador escatológico, literalmente escatológico, que viene a redimir no las almas, sino los cuerpos vírgenes de miles de mujeres que anhelan tocar un hombre, olerlo, sentirlo, ser penetradas y gozar como lo hacen las esposas canículas. Él es la llave de la “cerradura secreta” de un grupo de mujeres que quizá soñaban con una partouze, una orgía o un menage a troix.

Al inicio, Juan es atendido igual que un rey persa. Sin embargo, este no alcanza a imaginar dónde pueda estar, a qué pueblo ha llegado o qué puede depararle tal lugar. ¿Habrá descubierto un pueblo de Amazonas sin civilizar? O ¿los hombres están en el campo y las mujeres atendiendo el hogar, los niños y los preparativos para la iglesia? No sabe, o mejor, lo ignora.

Quizá estos pensamientos pueden pasarle por la mente. Ha llegado solo con las herramientas del dios Hermes, un par de libros viejos (¿un tomo de Heródoto?) y su cuerpo agotado por la caminata mundana.  Las mujeres de Volx previamente han hecho pactos y deliberaciones, ¿quién será la primicia para aquel hombre? El orden impera, y el egoísmo conserva su límite, ya que igual que el trigo, se espera semen para todas. La promesa es que la primera tendría ser la mejor, y solo después de las hostilidades con aquel hombre semen, este debía contar, con pelos y señales, cuál era su misión con las demás féminas.

Violete Ailhaud lo recibe en su casa. Es la privilegiada y escogida por Eros. El cielo la ha señalado. Es tímida, recatada, no quiere arruinar lo que será su primer encuentro. Piensa dejar que el hombre haga lo suyo, que tome las decisiones, que guíe el momento. Aunque lo esperado no sucedió, o mejor, podría no suceder, ya que si la suerte estaba echada de antemano, sería catastrófico para esa humanidad femenina afincada del sur de Francia.

Juan, descansa, toma sus libros, no hay un indicio de querer algo más.  Ella lee con él, no puede tener otra disposición. Se porta sumisa, pues él posee el falo liberador. Sin embargo, acontece algo que no estaba previsto. Juan del Var se torna romántico “¿pero qué está sucediendo aquí?”. No hay que dudar que esto pudo pensarlo Violette. “Nosotras queremos sexo, no simple penetración, sino sexo duro, sexo con pasión, con derramamiento, con lujuria y desenfreno. Sexo para explorar todos los rincones corporales sin que llegue a faltar un lugar”.

Ella no se da cuenta, pero con el transcurrir de los días al lado de “el primer hombre” da evidencias del síndrome de Electra. Si Freud, por contingencia, hubiese sido historiador, tendría delante una buena oportunidad de trabajo de campo en Volx. Casi todo lo que Juan del Var hace o dice lleva a que Violette recuerde a su padre, especialmente cuando este la inicia en las lecturas, las cortesías hogareñas, las flores recién cortadas en la mesa.

La cazadora cazada

Como un río Violette se deja llevar. Juega al amor. A la cazadora cazada. La primera noche de sexo, no puede ser de otra manera. Ella afirma: “Me sentía fluir en un río tranquilo que ha sido cortado y ahora busca retomar, con furor, su curso. Afuera, a dos pasos del pueblo, estalla un violento golpe de trueno. Al mismo tiempo que el cielo se rompe para liberar la lluvia que esperábamos desde hace meses, mi represa cede y es la debacle en mí.”

La lluvia y el orgasmo son imágenes consecuentes. Violette no puede contenerse más, son varias horas esperadas por meses. “Tomo, muerdo, golpeo, no sé dónde estoy, disparo, pierdo la conciencia. Grito cuando el placer me invade. La fuerza y la profundidad de ese placer son tan inesperadas que pienso en un momento que voy a morir o volverme loca”.

Luego de ese fulgor, ese advenimiento, ella habla con él. Es el réquiem de algo bello.  El egoísmo debe morir en la cama a fuerza de voluntad. No hacerlo constituiría otra revolución en el pueblo. No fuman, como hacen los amantes después del orgasmo. Sino que entablan un diálogo sincero. Ella no es la única. Hay cientos de mujeres que esperan el mismo acto y no con menos intensidad. Juan del Var toma aquella solicitud de hablar con serenidad, sabe que está en el paraíso y no debe contradecir el momento de la divinidad.

Esta primera sacerdotisa del deseo le confiesa las verdaderas intenciones de porqué es atendido sin causa aparente. La respuesta del hombre es tan epifánica como sorprendente: “Haré este trabajo. Haré este trabajo porque es trabajo de hombres y no veo más hombres acá. Haré este trabajo con consciencia porque me gusta el trabajo bien hecho. Haré este trabajo con también placer porque siempre siento placer al hacer lo que debe hacerse. Pero haré este trabajo sin amor, porque el amor lo guardo para nosotros”.

La revolución ha terminado bien. Violette está completa. No tanto por su preñez, que es evidente, sino por captar, no el cuerpo de Juan, sino su alma. ¿Su amor? ¿solo para ella? ¿es esto real? Eso compensa mil orgasmos juntos, es la droga que necesita para vivir una y otra vez en ese recuerdo pasional.  ¿Juan? ¿Mi Juan? Lo deja ir, porque sabe que volverá. No importa que mil vaginas más lo deban poseer.

Ella en su cuerpo lleva las marcas de su transgresión y de su amor como un apaciguamiento del dolor y la pérdida, del frío y la incontinencia. De ese momento guarda memoria y escribe este relato llamado El hombre semen (2015). Un libro erótico que todo buen amante de la literatura debe visitar, pues ahí está la felicidad, el hedonismo puro, el pueblo de mujeres sin hombres.

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