La rosita de Fernando Botero


El arte va más allá de su tiempo y lleva parte del futuro.
Wassily Kandinski


Por alguna razón 1973 fue el año que el pintor colombiano Fernando Botero escogió para componer la colección pictórica llamada La familia.  ¿Sería el censo nacional hecho por Misael Pastrana Borrero? ¿Las muertes de Pablo Picasso y Pablo Neruda? ¿O las ventas en alza de sus obras en Europa? Por el motivo que fuese, la colección mencionada se componía de una serie de lienzos al óleo segmentados en temáticas denominadas: La Guerra, Junta militar, La familia colombiana, Mujer con pájaro, La casa de las gemelas Arias y Rosita obras creadas el mismo año en que Chile sufrió un golpe de estado, y que en realidad daban cuenta de nuestra idiosincrasia como país.

Casi todo estaba allí plasmado en estos trabajos artísticos: la política, la sociedad, los símbolos, las tradiciones de todos nosotros los colombianos, porque Botero, en el engagement de su arte, se consolidó como un cronista de la realidad social del país sin levantar la voz, sin proselitismo, sino a través de tonos suaves, luz, sombra, trazos y perspectivas que entre sus composiciones siempre han transmitido equilibrio, serenidad, pero de fondo, han expresado grandes verdades que atañen a Colombia.

Sin embargo, de toda esta colección que fue detallada en su tiempo por críticos de renombre como Martha Traba y Santiago Londoño Vélez, Rosita llama particularmente la atención gracias a su concepto que indica el límite entre dos clases sociales que curiosamente han estado entrelazada en la historia: la prostitución y el poder.  Un lienzo sencillo, de tres líneas de fuga, (o la Z imaginaria, según como se aprecie) pintado al óleo con dimensiones de 170´5 x 128´5 cm, cuya imagen de una jovencita rubia, posiblemente una coccotte, se muestra indiferente ante el dinero ofrecido por un hombre, quizá un político, solícito por sus servicios.

A primera vista, la interpretación de la obra parece obvia, como puede ser una naturaleza muerta, una silla, un bodegón, o un paisaje austral. Sin embargo, el concepto representa un doble problema y no me refiero al espacio usado por Botero, ni a la influencia italiana o española del autor en la pintura, ni siquiera a su composición o metáfora, sino como afirmo un poco más arriba, por los signos allí presentes que indican la relación incestuosa, o mejor, la delgada línea entre política y sexo.

Tengo en casa una réplica de Rosita con una menuda historia detrás de su adquisición. De ahí el interés, la búsqueda y la sorpresa de saber que hace dieciséis años atrás, en Medellín, una joven y bonachona modelo llamada Maribel Herrera, que hoy tendría mi edad, representó a Rosita en un performance, que la agencia DDB (liderada en ese entonces por el publicista Carlos Sánchez, el director de arte Camilo Díaz, y el fotógrafo Juan Fernando Ospina), realizó por encargo del Museo de Antioquia, para incentivar la asistencia a la colección Botero. La mujer, prostituta de profesión, con un cigarrillo en la boca y contemplando la pintura como suele hacerlo un crítico, solo atinó a decir: Es muy bonita… me gusta.

Y su impresión no era para menos, ya que la obra es sumamente bella, sin embargo, sugestiva en ciertos elementos. Uno de ellos, ya hablando sin ambages, es que Rosita no parece estar interesada en el hombre que extiende su brazo con tres billetes de un peso y cuatro centavos que caen en cascada. Un brazo, por demás, que viste un traje de tres piezas, propio, de la burguesía o la clase política colombiana de ese entonces, cuya mano desnuda en el encuadre está descaradamente sucia. Un detalle evidente entre los dedos pulgar y anular, y en el dorso de los mismos.

Suciedad, que Botero, artista conocer de  arte, psicología, literatura y política en general, plantea como un serio problema cultural: el símbolo del dinero producto de la erogeneidad y la avaricia. En otras palabras, el «sucio dinero» que todo lo compra. Un poder elevado y útil para el funcionamiento social, cuyo slogan es todo el mundo tiene su precio. El asunto del fajo que el hombre sostiene en la mano no deja duda: los billetes nuevos de un peso, con la efigie de Bolívar y Santander en el anverso, y el Cóndor andino, emblema nacional del país, en el reverso. Moneda emitida, precisamente, en 1973, cuyo valor constituye (y ha constituido) la moral colombiana en la mayoría de sus épocas.

Pero entonces aquí empieza un problema de interpretación: ¿Por qué Rosita no se muestra interesada en el ofrecimiento? ¿Qué esconde? ¿No le interesa el dinero, razón de ser de su profesión?  Un enigma se plantea además de algunas conjeturas ¿Ella ignora el precio o al hombre? ¿O acaso no acepta su condición de ser mujer tratada como mercancía? Porque es obvio que es una cocotte, una prostituta de altos estrados, y no una arrabalera de lupanar común.

Los signos en ella están presentes: el juego de aretes de jade y el anillo del mismo material. Los lunares clásicos, uno en el pómulo, en la zona inferior del ojo, el otro arriba en la comisura del labio; la manilla, las uñas y el moño en su cabello, todos de color rojo, sugieren una Rosita semejante a una niña, en vez de una mujer adulta. Solo basta mirar el vestido tan infantil, aunque queda la incógnita del sobaco antiestético, del mechón tiznado bajo el brazo, que puede indicar otra cosa.

Al mirar detenidamente a Rosita se puede apreciar un parecido físico a una de las Meninas de Diego Velázquez, y hasta podría ser la versión con ropa de La chica del arco rojo de Otto Dix. Simplemente una búsqueda de influencias porque la obra es hermética en sí. Ya que, si Rosita es una cocotte, al menos se espera que su representación contengo los elementos pictóricos presentes, por ejemplo, en la obra Henri de Toulouse-Lautrec, el pintor de las putas. Lo que da lugar a interpretar, que la mujer de cabellera rubia desparpajada, mirada indiferente, que fuma con pitillera, representa, de forma directa, a Colombia en su estado de inocencia tratando de ser corrompida por el poder.

En este sentido puede haber una metáfora profética de Fernando Botero en esta composición. Sin irnos tan lejos, y para apoyar lo propuesto, una analogía similar se encuentra en la obra consecuente La familia colombiana (1973), donde se detalla elementos que, a fuerza de deducción, denota orden encima del desorden. Máscaras sociales ajustadas a proporciones realistas. Valores invertidos. La familia como forma social organizada que se desarma ante las moscas del entorno, llegando estas a representar el enojo y/o la libertad, según Platón en la Carta VII, pero también las relaciones extramaritales del padre y la podredumbre del núcleo. Ya el café y el humo negro que sale de la tetera, dan la estocada a la interpretación, pues sugieren que lo realmente visto no es una familia, sino siete personas que simbolizan siete costumbres de los colombianos: la apariencia, el rumor, la pobreza, la infidelidad, el desamor, la soledad, y la clase, como anquilosamiento social.

En esta clave es que podemos afirmar que Rosita es, sin duda, una obra maravillosa. Un retrato situacional creado por Botero que contiene unos símbolos que piden ser desvelados para mostrarse al observador, ya que contemplar una pintura del antioqueño es como leer un libro. Por eso, sea cual sea el motivo para que el artista pintara a Rosita, esa niña de mirada virginal con moño rojo y pureza, se sugiere, como enfatiza la crítica Núria Güell, el imaginario de la mujer empacada, decorada, siempre lista, que es un regalo para el otro o los otros. Colombia en la mano de sus políticos, y entre la relación incestuosa de poder y prostitución.

Este óleo sobre lienzo es satírico y elegante, metafórico y oscuro (aunque tenga una luz magnifica) que por demás cautiva y atrae al espectador gracias a referencias estéticas de voluptuosidad y sensualidad exuberante, un tema femenino presente en casi toda la obra de Botero. Ya en relación con la política, el artista antioqueño deja en el aire la duda, si acaso Rosita no es la zarina Catalina II, mujer importante tanto en la composición de la bandera de Colombia, como en el mundo de las cocottes, es decir, la influencia de las prostitutas de alta alcurnia que se relacionan de una y otra manera con el establecimiento gubernamental.

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