El símbolo en San Juan de la Cruz

El siglo XVI es, en la historia de las letras españolas, el período de florecimiento y auge de la literatura espiritual religiosa. La obra de San Juan de la Cruz cuenta con una larga tradición de estudios filológicos. Sus obras mayores —Noche Oscura, Cántico Espiritual, Llama de Amor Viva— son poesía comentada: los versos, que desenvuelven la trama del amor místico entre Dios y el alma son glosados en los tratados espirituales, destinados a explicar el modo de subir hasta la cumbre del monte, que es el alto estado de la perfección, que aquí llamamos unión del alma con Dios.   El símbolo y la metáfora en la obra de San Juan de la Cruz son los temas más estudiados. 

En la obra de San Juan, el símbolo es un medio del lenguaje místico, es decir, parte de un complejo de medios lingüísticos destinados a designar y expresar vivencias místicas y ascéticas. La trama interpretativa que se desenvuelve en torno al símbolo sanjuanino debe su complejidad a los contrastes internos inherentes a su obra: el contraste entre la inefabilidad de la vivencia mística y su interpretación verbal. Su sentido no se reduce a un conjunto de ideas, a la correspondencia lógica que mantiene, por ejemplo, la estructura de la alegoría. La principal característica hermenéutica del símbolo es la doble relación que mantiene con sus contenidos: por una parte, los explícitos, verbalmente expresados en el texto, y por otra, los latentes y posibles. El complejo símbolo de San Juan de la Cruz tiene el poder de transferir al lector el contenido vivencial inefable del itinerario místico. La poesía, pues, llega a tocar el misterio en su desbordante plenitud y balbucir lo que puede de esta experiencia. Expresa, a través del símbolo y la metáfora lo que por estructura propia es inasequible a la investigación racional y el paradigma de todos los misterios es Dios. Sin embargo,  declarar la victoria de la forma simbólica sobre el verbo inefable del lenguaje divino significa cerrar los ojos a los numerosos contextos en la obra de San Juan que niegan explícitamente tal poder en la palabra humana; pero, lo que negaba vehementemente San Juan de la Cruz era la posibilidad de recibir el conocimiento adecuado de la sabiduría amorosa por medio de la palabra, que puede remitir al lector solo a las realidades del mundo sensible. El entendimiento humano se extiende solo a las cosas creadas y cualquier concepto que podemos formar del referente de la palabra está formado con las aprehensiones naturales, mientras la experiencia mística se desenvuelve en otra región donde el místico no conoce ni entiende, sino siente y gusta. La palabra del lenguaje místico tiene por referente algo que está fuera de nuestro alcance perceptivo. Así que el único remedio que le queda al místico que desea comunicar sus vivencias es la «semejanza», es decir, la metáfora y en especial, la metáfora basada en una imagen arquetípica, la metáfora simbólica que permite corresponder el significado de su término básico con la pluralidad de otros, generados por medio de las asociaciones. 

El lenguaje místico reviste necesariamente carácter figurativo: para que el signo de la vivencia mística retenga su carácter referencial. Así el símbolo de la noche en el poema persigue establecer los puntos de la posible semejanza entre la noche temporal, física y el proceso místico, el «tránsito que hace el alma a la unión con Dios». La analogía entre el fenómeno de la vida mística y la noche física se establece apoyada en los términos de privación («privación de la luz» – «privación del gusto del apetito») y tránsito («tránsito prima noche, media noche, antelucano» -«tránsito a la unión»). En «medio de semejanza» y el «estar el alma pura y sencilla», es el estado de la noche mística, un estado de recogimiento y silencio de potencias infundido por el mismo Dios que se comunica al alma y así la asemeja de modo real, exigido por la analogía. El método de las escuelas permite a San Juan edificar una especie de «escala» lógico-verbal que eleva la criatura y Dios a la unión: el estado anímico de la criatura, el proceso purgativo, iluminativo y unitivo y finalmente, su meta anhelada, Dios, reciben el mismo nombre. La tarea del autor didáctico consiste en dar a entender al lector las cualidades del referente del símbolo nocturno, una vivencia mística  y al mismo tiempo, advertir al lector que el conocimiento recibido con interpretar cualquier nombre de esta peregrina y extraña vivencia resultará incompleto y insuficiente. Se encuentra el Santo en el cruce de dos caminos didácticos, el positivo y el negativo y su estrategia textual es el equilibrio entre la exposición simbólica-metafórica de los hechos vividos y la negación violenta de equiparar el aquello místico a la interpretación conceptual de la palabra, por sofisticada que sea. Las afirmaciones vehementes de la inefabilidad sirven para reorientar la referencia del denotado «real» y perteneciente al mundo aprehensible hacia un fragmento de la realidad sobrenatural e impedir al lector crear una especia del «ídolo conceptual» de lo que no tiene una forma inteligible.

Al final, el símbolo nos informa sólo de la interpretación conceptual que ha parecido más apropiada al místico para caracterizar su contacto con la divinidad, una interpretación posterior a la experiencia.

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