Autora: Mahvash Sábet.
Título: Poemas enjaulados.
Editorial: Pre-Textos.
Traducción: Ryma Sheermohammadi; Amaya Blanco
Sábet, cuando no se hallaba aislada, compartía celda con su amiga Fariba Kamalabadi. Ambas cumplían una larga condena sin cargos. Los siete conocidos como los Yarán, distinguidos miembros de la comunidad Bahá’í, entraron en prisión sin conocer su culpa. Él único crimen que habían cometido fue el de pertenecer a otra fe. Durante el juicio, Sábet se levantó para proclamar que ella ya sabía que los condenarían a todos. Conocía el particular sentido de la justicia de los hombres. Tras la inundación fervorosa que trajo la República Islámica, Sábet perdió su puesto en el Comité de Alfabetización de Irán.
Durante su larga estancia dentro de la oscuridad interior de las galerías, las pieles de las dos amigas poco a poco se volvieron tan pálidas como los muros encalados de la prisión. Cegaron a Sábet al colocarle una tela sobre la única luz que le llegaba. Creyó ver en ese trapo colgado y tieso, balanceándose inerte, a un condenado a la horca como el que ella estuvo a punto de ser. Ya no podía ver el patio, nada parecido a un jardín.
La palabra paraíso creció desde la raíz persa “pardes”, la cual, tras pasar por los textos hebreos, usamos para aludir a los placeres de la vida eterna que gozarán algunos. Ese parque lleno de colores vegetales le quedaba muy lejos a la condenada, obligada a vivir en tinieblas parecidas a las mortales. Aunque Sábet, como el que cree en la resurrección, se convenció de que pronto estarían todos juntos, sin muros ni trapos de por medio.
En Anatolia, sobre las paredes rocosas del valle del río Sakarya, aún se pueden ver vestigios del culto a la Gran Madre que los Frigios conocían bien. El altar siempre estaba cubierto por un velo. Esta diosa encarnaba la idea de la muerte en vida y de la vida tras la muerte. Sábet, al dejar de hacer su vida anterior, se veía iluminada al igual que esa divinidad del panteón natural del Asia Menor, aquella que consideraba iguales el vivir y el morir, dos caras de un todo. Por tanto, sentada en su celda, se sentía en el trono de los antiguos reyes persas, igualmente rodeado de cortinas, aunque estas llenas de oro y joyas que dibujaban marcas astrales.
Durante todos esos años de encierro, Sábet sólo se quejó del dolor de sus compañeras, no del suyo. Incluso animaba a su abogado a luchar por los casos de algunas de ellas. Las líneas de sus poemas siguen esa voluntad de alegato por las abandonadas en la sección de mujeres de la cárcel. En aquella casa de penas, las únicas que le arrancaban una sonrisa fueron las locas de ojos congelados, las enfermas de piel amarilla, las que pueden que sean hombres, las viejas que pronto se lanzarán a los brazos de la muerte, las rapadas que pasan hambre, las que se arañan las mejillas, las desdentadas, las heridas por cigarrillos encendidos. Sábet conocía el poder de la palabra «nosotras», esa que pretendían prohibir. Una vez que todas ellas se sintieran dentro de ese plural, todo cambiaría para siempre.