El tigre blanco de papel


“La moral es cuestión de geografía, [tiempo, y dinero]”
Alasdair MacIntyre


Hay una frase tremendamente brutal y honesta en la película El tigre blanco (2021) emitida por Netflix: Para los pobres, solo hay dos formas de llegar a la cima: el crimen o la política. Una verdad de doble fondo que no es tolerada en público (si hay delito, hay castigo) pero si en privado (lo político es lo ilegal legalizado) y que el capitalismo salvaje como escenario permite lo uno y lo otro. Frase que puede ser una justificación maquiavélica para alcanzar el éxito en Occidente, y que, en el país de Gandhi, Nehru y Bhagat Singh es impensable, especialmente cuando el sistema de castas constituye un obstáculo social y donde mandar y obedecer son los ejes de la prosperidad.

Como sea, y pensando que la ética social no es cuestión de geografía, (porque ningún país es mejor que otro y todos se relacionan en desconfianza y se apartan por la fuerza), es preferible aludir al interior del hombre, a esa caja de Pandora que retiene las virtudes que pueden brillan, y ataja las pasiones desordenadas que lo contaminan todo, ya que a decir del pseudo-Montaigne: donde quiera que haya hombres y dinero, siempre habrá tonterías y las mismas tonterías.

Es verdad que no existe un atajo para saltar de aquí a allá en la pirámide de Maslow, (pasar de la primera etapa del hambre al último escalafón del poder), pero si algo es claro en el sistema capitalista, es su lado oscuro, desbridado y lleno de leyes y fórmulas que contradicen su lógica interna. Me refiero al clientelismo, la privatización, el modelo desigual de la repartición de la riqueza (Marx pertenece a la ficción no a la economía frente a este tema) y en específico al liderazgo competente que, como regla de juego, lleva al sujeto a desear mejor posición, acumular y alcanzar más influencia, o, en otras palabras, a ascender empresarial o socialmente sin ninguna ética de por medio.

Un método que se refleja en la fortuna conseguida por cientos (no miles) de hombres y mujeres que figuran con prestigio en la lista de los más ricos del mundo según la revista Forbes, y que en caso puntual de la India, tiene en entredicho a magnates como Vijay Mallya (sector de aerolíneas), Subrata Roy (la banca), Nirav Modi (comercio de diamantes), y Ramalinga Raju (sistemas de computación) y otros tanto más, que repiten los patrones comerciales antiéticos aprendidos durante el tiempo de la dominación británica y el mercantilismo de la India House.

Pero no hay que generalizar, pues esta novedad de Netflix, también muestra esas formas predestinadas y eufemísticas que la sociedad ha impuesto y que aliena la prosperidad social e individual. Me refiero a las marcadas castas en la India, que se equipara a las siete clases sociales en China, y la división occidental de primero, segundo y tercer mundo, que Alfred Sauvy, un economista lanzado a periodista, trazó indiscriminadamente en 1952.

Así entonces sobre pobreza y prosperidad hay mucho que decir. Especialmente si nos encuadramos en Bangalore, locación donde Ramin Bahrani (1975) decidió grabar su última producción, para dejar en claro que no hay riqueza libre de injusticia, y que una, siempre desembocará en la otra. Una idea que suscita la pregunta ¿y cuál es el fin del sistema capitalista implantado tardíamente en la India? Crasa y llanamente trabajar para comer (algo lógico, pero no positivo según Abraham Maslow). Un capitalismo limitante que no puede gestar un ideal, forjar una causa, o cambiar socialmente a los ciudadanos, pues es miope y no ve más allá de su nariz. Pensar lo contrario es pecar de ingenuo, evitando por supuesto a Jozsef Robert cuando afirma que el dinero está condenado a desaparecer. ¡Imposible! Es más, considero que no se extinguirá, sino que el mundo se hundirá con él si no encuentra seriamente un modelo alternativo económico que subvierta la repartición actual de la riqueza e iguale el bienestar social, aunque proyectos como los de Elon Musk o Craig Venter sean tan esperanzadores y desalentadores a la vez.

¿Necesitamos otra tierra? Irremediablemente se necesitan nuevos hombres y mujeres, con visiones humanas ajustadas a la economía, la repartición, la justicia social, el bienestar colectivo, descartando el fallido programa de los socialistas utópicos, los marxistas, o el socialismo capitalista implantado por China que beneficia solo al partido y la ideología, llenando el planeta con productos kitsch, aunque observando modelos como los de Finlandia, Alemania, o Bután cuyo PIB se mide según otros raseros.

Como sea, la película El Tigre Blanco habla de esto, y más que denunciar, cuenta una historia que mezcla un poco el contenido de Parásitos (Bong Joon, 2019), Slumdog Millionaire (Danny Boyle, 2008), y Un camino a casa (Garth Davis, 2016), cuya trama nos genera dudas sobre el cambio repentino e inesperado que da el campesino Balram Halwal (Adarsh Gourav), quien luego de un asesinato premeditado, sube de la casta Paria (pobre), a la casta de Vaishya (empresario), dejando un mensaje más occidental que asiático: ninguna sociedad puede prosperar y ser feliz si en ella la mayor parte de los miembros son pobres y desdichados. Idea que recuerda el ideal planteado por Jean Jacques Rousseau: La igualdad en la riqueza consiste en que ningún ciudadano sea tan opulento que pueda comprar a otro, ni ninguno tan pobre que se vea precisado a venderse.

Desde la Ilustración hasta hoy, las formas de pobreza en el mundo se han diversificado, y esto no es un fenómeno nuevo. En la pirámide económica graficada por Global Wealth Report, el 1% superior posee el 45% de la riqueza personal global y el 50% inferior, menos del 1%. Sobre este índice es que el director Ramin Bahrani, (norteamericano de ascendencia india), decide grabar El tigre blanco para emitirla en Netflix, intentando demostrar que los ricos para adquirir, deben sobornar, y los pobres para tener, deben romper reglas éticas, y que en ambos casos cuando se gana, la sociedad y el individuo pierde, ya que los caminos por los que se consigue el dinero, casi sin excepción, empequeñecen al hombre y a las cosas.

En fin, El tigre blanco no es una película para repetir, (no tiene sentido hacerlo), ya que es una producción imparcial con la India y sus nuevos modelos económicos que están sacando de la pobreza y la miseria a millones de indios, especialmente los afincados en el área rural. Propuestas loables como las de Muhammad Yunus (1940), quien dirige un banco para pobres con tal éxito, que se ha merecido medio premio Nobel de la paz (la otra mitad se la entregaron al Banco Grameen), y por supuesto, del gran C. K. Prahalad, el economista que, con su propuesta de elaborar un mercado para la base de la pirámide, ha posibilitado que existan modelos Low Cost, que hoy vemos implantados en ropa, alimentos, vehículos, y otros bienes libres de competencia, precio unificado, y monopolio.

Entonces, aunque El tigre blanco es una película narrada en el formato Backward, (una forma de contar el presente yendo al pasado) siempre gravita en el aíre la pregunta: ¿cómo diablos un campesino ha llegado a tener una empresa y una vida exitosa en la ciudad? Un recurso de expectativa que decidió usar Ramin Bahrani en su film, y que, en verdad, gusta y ayuda a atar cabos y conclusiones a priori buscando una ilación del final con el principio (sic). En el fondo todos sabemos que la clase pobre, igual que la rica, está llena de prejuicios, con la diferencia que el motor de la primera son los deseos, que puede ser llamados «sueños», y de la segunda, la ambición, o llamémosla «expansión empresarial».


Tráiler

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