Título: Los campos magnéticos.
Autores: André Breton – Philippe Soupault.
Traducción: Julio Monteverde.
Editorial: Wunderkammer.
André Breton y Philippe Soupault. Guillaume Apollinaire los presentó cuando coincidieron en su apartamento. Los creyó dos polos magnéticos que se atraerían, así que propició el choque de ambos. Lo que no sabía es que una cosa que los unía: las reservas compartidas hacia el propio Apollinaire. Soupault lo consideraba un poeta inspirado que trataba de encontrar algo nuevo pero que no siempre lo conseguía, aunque sus intenciones fueran buenas. Apollinaire buscaba lo desconocido y animaba a los jóvenes poetas a ir más rápido y más lejos. Mas Soupault echaba en falta que les dijera a dónde ir y cómo. Además, a pesar de su faceta rompedora, se veía que tenía sed de reconocimiento oficial, lo que lo convertía en un falsificador.
En aquel encuentro, Soupault vio cómo Breton también aplaudía su voluntad poner fin a la bellaquería poética. Había que acabar el trabajo que empezó Rimbaud. Por su parte, Breton se entusiasmó al saber que Soupault dejaba venir al poema donde fuera y como fuera, en la calle, en su dormitorio, sin pasar al arrepentimiento de la corrección posterior. En estas primeras conversaciones se dan cuenta de que piensan lo mismo en los mismos términos. Incluso aquellos argumentos que otros consideraban sin base alguna, ahora son apoyados por el nuevo amigo. Ambos dan la razón a las sinrazones del otro. Gracias a la ventaja del pensamiento común podrán moldear las formas de un nuevo barro artístico.
Soupault escuchaba los planes mentales extraños de Breton con admiración. Ese hombre parecía todo inteligencia. Por aquel entonces Breton se había alistado en el Dadaísmo y sus infantilismos. La revista Literatura, presidida por él junto a Aragon, lo denunciaba como la voz parisina de Dadá. Breton pretendía sacudir la conciencia desde el Café de Flore, en París, de igual forma que lo había hecho Tristan Tzara desde el Café Voltaire de Zúrich. Ahora había encontrado el compinche ideal para hacerlo. Breton habló con convicción de un nuevo libro peligroso hasta que Soupault se llenó de una seguridad y fuerzas nunca antes sentidas.
Por tanto, en aquella primavera ambos decidieron transcribir la libertad total. En el Café de Flore, sentados uno frente al otro, no dejaban de escribir, incluso durante extensas jornadas laborales. Unas veces apenas pueden seguir los movimientos de sus muñecas, otras veces, las manos se deslizan pensativas, como al redactar evocadoras cartas de amor. Otros habían intentado locuras parecidas, Apollinaire incluido. Aunque esta primera muestra de sobrerrealismo ante se pudo leer en el “supranaturalismo” de Gerard de Nerval, anterior practicante de una escritura sin trabas.
Breton había estado esperando ese momento toda su corta vida. Aunque soñaba con sobrepasar los límites de la poesía conocida, no había encontrado quien lo animara a caminar por esa senda tenebrosa, alguien que le indicara el camino. Soupault sabía por donde ir, pues antes había practicado una original espontaneidad en sus escritos. A pesar de ello, él seguía viendo con recelo a los innovadores de salón y, a veces, Breton parecía uno de ellos. Intuía que este quería imponer nuevas reglas, que al fin y al cabo no dejan de ser leyes. De todas formas, durante esos días, Breton le propuso soñar con un mundo que nadie había pisado.
El trabajo se va completando gracias a una competencia compañera, pues se han embarcado juntos en una misión suicida. La rivalidad poética no tiene sentido si uno se lanza a la búsqueda de una lengua pura ante la cual no se pueden hacer análisis comparativos. Breton y Soupault inician un intercambio parecido al del agua y la arena de alguna de las playas del norte, como aquella bretona en donde André creció. El cambio constante de los cielos, el ir de la luz a la oscuridad de un instante a otro, le parecía natural a su espíritu. Así que responde al estímulo del escritor enfrentado, fluyendo sin resistencia, impulsado por un nuevo viento.
Al escribir, ambos conservan su propia voz, pero el lector no puede reconocerla. Ellos sí lo hacen. Al leerse uno al otro el resultado, se animan a superar el hallazgo de su rival. Con cada línea, llena de nuevas figuras nuevas, sienten que van de camino a un logro sin precedentes: la total independencia del ser tras cumplir los deseos más íntimos sin traba alguna. Al menos sobre el papel. Al escribir se respiraba el mismo ambiente que en un rito pagano o un encuentro con los muertos. Aunque, mientras las ofrendas al más allá siempre tienen algo de demasiado real, la escritura automática se quedaba en una emulación teórica de una vívida ceremonia.
Los dos poetas se ayudan a ser mucho más grande de lo que son. Aunque ambos viven la veintena de la vida, se convierten en un adolescente despreocupado y desafiante, se transforman en otro Rimbaud. Pero hay una sombra en todo ello. El experimento es parte del plan secreto de Breton: conquistar la élite artística de su época. Por contra, a pesar de las grandezas conseguidas, Soupault se pregunta si todos esos automatismos no deben repetirse jamás. Teme haber creado una máquina lista para funcionar una y otra vez anulando la inocente chispa inicial.
Al fin se quemaron. Tras acabar de soñar la libertad en palabras que supuso sus Campos Magnéticos, firmaron: Breton y Soupault, leña y carbón. Al bajar desde las alturas a las que habían volado, se quedaron con una incómoda sensación de inutilidad. ¿Había servido aquello para algo? Esa duda pudrió su relación posterior, de igual forma que si la presencia del otro les recordara aquella vez que participaron en un acto impuro. Al terminar el libro la transformación de ambos había sido tan brutal que ya no se reconocían a sí mismos. Lo que les unía había desaparecido en aquellas líneas. Además, los dos necesitaban afirmarse como personas diferentes. Breton se lanzó a ser la cabeza del surrealismo. Soupault no halló un papel adecuado a sus capacidades, siendo otra víctima en la peculiar lucha por la supervivencia literaria.
Los campos magnéticos les trajo la gloria a ambos. Pero, en vez de unirse para siempre por esta causa, los dos se envanecieron y pretendieron convertirse en los protagonistas solitarios de la proeza. Breton venció en este empeño, dejando a Soupault en el fondo del escenario, alejado de la miradas del público más distraído. Todo ello nacía de un error inicial. Breton, aunque decía que quería que las palabras se aparearan, en realidad pretendía crear un nuevo reinado de ideas. Pero su compañero ansiaba seducir al mundo de una nueva manera, con tinta que volaba por todos lados, yendo de un extremo al otro de la conciencia, en libertad, de la misma forma que un amor enloquecido.
Así, con las sucesivas imposiciones surrealistas, Soupault ejerce de un padre comprensivo ante las iniciativas de un niño Breton que se lanza a jugar en pleno abandono. Poco a poco, siente que su antiguo socio lo ignora, abstraído en sus pasatiempos mentales, y así se lo hace saber. El infantil Breton se siente regañado. Se da cuenta de que no tiene un compañero de juegos, sino un tutor.
Por tanto, otro experimento parecido no volverá a repetirse. Sólo les quedará el recreo de los Campos Magnéticos, como aquellas breves tardes jóvenes en un Café en las que se disfruta de una charla animada que morirán sin ser repetidas. Soupault no acompañó en las siguientes transformaciones a Breton. Sospechaba que escondían el mismo ánimo que atesoraba Apollinaire, la sed de reconocimiento, la imposición de una nueva jerarquía y de nuevos trabajos.
Puesto que ya nada tenían en común, no había razón para un reencuentro. Mucho menos para otra aventura igual. Quizás se ilusionaron en demasía. Breton sentía que su compañero no lograba ver lo que habían conseguido, el mundo a conquistar. Mientras, Soupault reconoció la contradicción de su amigo, el tratar de acabar con las reglas para imponer otras tan estrictas como las ahora demolidas.
Soupault rescató de las sombras a Breton, hizo sacar a la luz ese diamante oculto que estaba por brillar. André siempre fue más tenebroso y su compañero parecía iluminado por una estrella guía. De la colisión de esa noche y día, surgió un nuevo amanecer. Pero, Breton, al confirmar todo su poder, del cual él mismo empezaba a dudar, desarrolló su talento con toda su fuerza, a diferencia de Soupault. André, una vez descubierto su tesoro, pretendía disfrutar de él junto a los súbditos que quisieran adorarle. Él sí que logró llegar al origen de las ideas, con lo que transformó para siempre su pensamiento. Era otro, otra conciencia capaz de hacer cambiar a los demás y al mundo. Mas fue Soupault el que le reveló ese secreto y lo llevó volando al lado lejano.