El cantar de los cantares: las palabras que nunca escucharemos

Son muchas las palabras que nunca oirán nuestros oídos.

Una súplica dentro de una prisión. Una niña que llora bajito bajo las sábanas recordando. Las oraciones de un anciano ante el cadáver de su hijo. Y las palabras que se dedican los amantes cuando están juntos, en un lugar apartado del ruido, y se quieren estrechamente sin necesidad de ojos que atiendan a esos gritos entrecortados por palabras susurradas.

Las palabras que se dicen dos amantes constituyen un secreto. Y un secreto que se guarda bajo llave, que se vive intensamente entre las paredes del encuentro, que se olvida cuando todo llega a su fin.

Y lo que se dijo una vez no se vuelve a repetir. Ya no es igual. Y nunca lo será. Vendrán otros rostros, otras habitaciones, pero ese secreto que lleva la antigüedad de un sudor sobre la espalda no se desenterrará. Y muere como mueren los insectos dentro de los vasos de agua.

Aunque los secretos que se murmuran dos amantes no los conozcamos, sí que encontramos una huella de esos suspiros eróticos en la literatura. Por ejemplo, en el cantar más sublime del mundo: el Cantar de los Cantares.

En este texto de fecha inconcreta (quizá, siglo VI a.C.) escrito por una mano que tampoco se conoce a ciencia cierta (quizá, el rey Salomón) y situado en un libro mayor, la Biblia, que parece que no es su lugar de reposo. La naturaleza de este texto es doble: por muchos interpretado como un texto religioso, por otros como un texto erótico. Pero, en este caso, nos inclinaremos por la segunda opción, que es la que, personalmente, más se adapta a estos susurros que se dirigen el esposo y la esposa en el lecho.

El canto comienza con la siguiente invitación:

«¡Béseme con los besos de su boca! | ¡Tus amores son más dulces que el vino! ¡Qué exquisito el olor de tus perfumes; | aroma que se expande es tu nombre; | por eso te aman las doncellas! Llévame contigo, ¡corramos!; | condúzcame el rey a su alcoba; | disfrutemos y gocemos juntos, | saboreemos tus amores embriagadores».

Los halagos discurren a lo largo de todo el cantar, como «¡Qué bella eres, amada mía, | qué bella eres! | ¡Palomas son tus ojos!».

Extasiados, el esposo y la esposa se admiran, contemplan sus cuerpos, sus caras, y ven en ellos todo lo bueno que existe sobre el mundo.

Esto lo conocemos los que lo hemos vivido. Y siempre estamos en busca de más.

El Cantar de los Cantares recoge, con un hilo de metáforas, el amor que dos amantes se dedican. Ese deseo: «desearía yacer a su sombra, | pues su fruto me es dulce al paladar».

La imagen de la amada se torna perfecta en la boca del amado:

«¡Qué bella eres, amada mía, | qué bella eres! | ¡Palomas son tus ojos | tras el velo! | Tus cabellos, como un rebaño | de cabras que trisca | por la sierra de Galaad. Tus dientes, cual hato | de ovejas trasquiladas, | que suben del baño; | todas ellas gemelas; | ninguna solitaria. Cinta escarlata tus labios, | y tu habla, fascinante. | Dos cortes de granada tus mejillas | tras el velo. Tu cuello, cual torre de David. Tus dos pechos, dos crías | mellizas de gacela | que pacen entre rosas. Hasta que surja el día, | y huyan las tinieblas, | iré al monte de la mirra, | a la colina del incienso. ¡Toda bella eres, amada mía, | no hay defecto en ti!».

Estas metáforas que palpitan en la descripción nos pueden resultar ajenas (un rebaño de ovejas, una torre de David), pero no obstante, siguen siendo bellas y accesibles a nuestros ojos de lectores del siglo xxi.

Cuando se produce ese encuentro entre los dos amantes, confiesa la esposa lo que siente al recibir a su amado:

«Mi amado introdujo su mano por el postigo, | y mis entrañas se estremecieron por él. Me levanté para abrir a mi amado, | y mis manos destilaban mirra; | mis dedos goteaban mirra, | en el pestillo de la cerradura».

Esos instantes previos al goce amoroso, el encuentro con la persona que se desea (porque el deseo es sencillo mezclarlo con el amor), causan en la amada que su cuerpo entero reaccione a la promesa de encontrarse con él.

Igual que nos sucede a nosotros.

Igual que nuestros ojos hinchados de insomne que anhela ver a la figura que desea en unas horas, a la persona en la que pensamos por las noches. Incluso hablamos de los amores platónicos.

Los secretos que se dicen dos amantes también los supo recoger con extraordinaria belleza Federico García Lorca con Bodas de sangre, cuyo título ya funciona como premonición. En concreto, el momento en el que la novia y Leonardo se encuentran en el bosque, lejos de las miradas del resto de la sociedad, para quienes ya son dos parias:

NOVIA:

Estas manos que son tuyas,
pero que al verte quisieran
quebrar las ramas azules
y el murmullo de tus venas.
¡Te quiero! ¡Te quiero! ¡Aparta!
Que si matarte pudiera,
te pondría una mortaja
con los filos de violetas.
¡Ay, qué lamento, qué fuego
me sube por la cabeza!

LEONARDO:

¡Qué vidrios se me clavan en la lengua!
Porque yo quise olvidar
y puse un muro de piedra
entre tu casa y la mía.
Es verdad. ¿No lo recuerdas?
Y cuando te vi de lejos
me eché en los ojos arena.
Pero montaba a caballo
y el caballo iba a tu puerta.
Con alfileres de plata
mi sangre se puso negra,
y el sueño me fue llenando
las carnes de mala hierba.
Que yo no tengo la culpa,
que la culpa es de la tierra
y de ese olor que te sale
de los pechos y las trenzas.

Es este fragmento de la obra todo un “cantar de los cantares”, palabras que los lectores leemos como intrusos, como voyeurs que atienden el encuentro amoroso de dos amantes. Ese encuentro al que no estamos invitados, como sucede con el Cantar, y que leemos reconociéndonos en esas palabras que un día dijimos. Y que se llevó el aire. «Como una brizna de hierba».

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