A primera vista el círculo presenta, sin duda, cierta sencillez atractiva. Pero una mirada a una elipse habría convencido al más rústico de los astrónomos de que la perfecta simplicidad del círculo tiene mucho de la sonrisa vacía de la idiotez.
Eric Temple Bell
No es extraño que al matemático Antonio Vélez Montoya muchos lo conozcan en Colombia, pero pocos puedan leerlo fuera de Medellín, su ciudad natal. El compendio de su obra que va desde los números hasta el humanismo moderno, parece ser un monolito sólido, sin embargo ante la exploración de sus ideas, solo hay burbujas conceptuales de jabón que se revientan al tacto inquieto de un niño. Este grave problema de su argumentación, y el déficit de lectura que gravita alrededor de su producción, nada tiene que ver con su fragmentado sistema de pensamiento, la poca distribución de sus textos en el país, o la errónea combinación de humanismo y álgebra, sino por la pretensión de descifrar intrincados procesos de la vida por medio de ecuaciones, cifras y resoluciones pitagóricas.
En esta línea es donde se desarma todo su bagaje conceptual, ya que siendo sinceros, ni él, ni yo, ni Schopenhauer, ni Russell (Bertrand, no Charles), ni Hawking, ni el hombre de Cromañón, ni otros teóricos ni otras teorías, contienen las respuestas a estos problemas universales, y esto, gracias a que no todo puede pensarse o entenderse con la razón. Realidades, que de ser posible desentrañarlas por medio de esa frágil quimera, o sistema de pensar inventado inicialmente por los griegos y luego potenciado por las Ilustraciones europeas, desbarajustaría todas las esencias, ya que ese latinismo circular de «De omninus dubitandum» o, de todo se debe dudar, no hace sino generar preguntas sobre preguntas frente a las mismas respuestas. El razonamiento no tiene sosiego.
Entonces, no hay que exculpar que Antonio Vélez sea un maltusiano declarado (Ver: Gracias a los pobres), un escritor que ataca la ciencia-catarra de la superchería, y sea un darwinista a ultranza que entiende el libro El origen de las especies o La selección natural pero no comprende a cabalidad el pensamiento de sir Charles Darwin, para quien la evolución respondía a leyes derivadas (no providencialistas) de una sucesión de causas materiales que conducen hasta una proto-creación originaria, y esto, si mencionar el vacío existente en torno de las complejas teorías del funcionamiento y formación del ojo, el mecanismo de adaptación climático, y/o el origen de la célula eucariota. Temas que no se han tratado con juicio, o al menos, no hay un trabajo preponderante y visible.
De ahí entonces el problema de la religión evolucionista, que, como una moda, busca convertirse en un nuevo dogma científico que no admite contradicción, aunque en su intrincado mecanismo interno, si se mueve una coma, o una tilde de esos postulados de su sistema, se desmoronarían completamente igual que un castillo de naipes. Antonio Vélez, convencido, al decir que Darwin nos sacó del error, está afirmando la paquidérmica verdad de que la selección natural es un conocimiento revelado. En ninguna manera. Los méritos del naturalista inglés no provienen de una claridad en materia biológica y evolutiva, sino de la astuta idea de combinar la teoría de la evolución con el mecanismo de selección natural, y el atribuirse el sistema de la «unidad del plan» , derivado de Geoffroy Sain-Hilaire y Cuvier, descontando las galeradas sociológicas, económicas y antropológica de las que el británico echó mano para imponerse a su época y preformar su doctrina.
Así entonces, toda síntesis es un acto de fe, y esto es así desde que se inventó el razonamiento como sistema de pensamiento. Por supuesto, en materia evolutiva, Antonio Vélez lo entendió todo al revés, al igual que en temas cosmológicos, pues la pregunta de ¿hacia dónde va el universo? O ¿cómo está constituida la materia?, no puede responderse con simples dogmas científicos, ni matemáticos. Eso es una falacia que ni Fermat, ni Schrödinger estuvieron dispuestos a asumir sin consecuencias. Es más, la visión relativa del universo de Alan Guth, es muy distinta del modelado gravitacional de Roger Penrose, y eso por evitar hablar de Carl Sagan, a quien han convertido en astronauta, filósofo, intelectual de las esferas y colonizador del pálido punto azul. Cada uno tuvo un campo de acción, una influencia en su disciplina, un aporte científico, logros innegables, pero en pretensiones racionales de descifrar lo indescifrable, o imponer una ecuación absoluta para desplazar otras teorías como la de cuerdas, o el caos, no queda sino un metarrelato más gravitando en el aíre.
La lógica de Antonio Vélez es deficiente en materia de explicación del hombre, su origen, su relación con el cosmos, lo espiritual, el proceso del lenguaje y otros conceptos y realidades análogas. Y digo deficiente porque el logice aristotélico, de donde procede el término “lógica” occidental, originalmente significa “concatenar o convertir en verbos”, o en otras palabras, unir los puntos que arrojan explicaciones o verdades cualesquiera que sean estas. Es ilógico cuando este dice: «rechazamos visceralmente que el universo siempre haya existido; tan molesto resulta para nuestra intuición, que cedamos a la tentación de otorgarle un comienzo. Aunque también es inexplicable para nuestra limitada inteligencia que no haya nada y de repente exista todo». Un error conceptual que luego intenta reponer en su obra Del big bang al Homo sapiens (2004), sin que llegue a una conclusión racional del tema, pues creer en esa convulsa explosión cósmica es un acto de fe, igual que afirmar que el mundo fue diseñado en seis días milenarios. Una cosmogénesis cerrada sería asfixiante, y esto es una premisa honrada de todo ser racionalmente finito e inquisitivo.
El olor a dogma universitario impera, que es el ámbito donde se mueve Antonio Vélez Montoya, pues es sabido que los claustros necesitan reescribir, troquelar, adecentar las ideas establecidas para adaptarlas a las volátiles consignas de las ideológicas imperantes. Es incomprensible que la filosofía de la ciencia y los filo-científicos emitan frases como «La naturaleza sí juega a los dados» , sin que estos expliquen a qué tipo de naturaleza se refieren si Phýsis, Nomos o Erasmus, además de la cuestión de cómo esta misma naturaleza pudo llegar a ser tan inteligente como para organizar el entero del cosmos y conformar su autopoiesis. Este cálculo de probabilidades, derivado de una inerme álgebra vectorial, es simplemente un absurdo epistemológico. Otra frase débil de Antonio Vélez derivada su obra es «el azar decide el rumbo que debe seguir», cuya mezcla de neo-darwinismo y cosmología tipo Einstein póstumo, es tan vacía, o carente de sentido, que el mismo autor ha tenido que diseñar el concepto de “Orden por fluctuaciones” para explicar, sin fruto, el armazón teórico de su monumental libro de casi 600 hojas.
Allí, en Del big bang al Homo sapiens (2004), parafraseando al científico latinoamericano Humberto Maturana, afirma que «el sistema (de la evolución) se auto organiza (corrige)», contradiciendo la perfectibilidad del cosmos (la biología y la cosmología), e imponiendo la confusa teleoformidad, dejando a la ciencia sin un piso de fondo. Más bien se detecta en el sistema de pensamiento de Antonio Vélez, el discurso y las ideas del Pierre Teilhard de Chardin, y Élan Vital de Berson, especialmente cuando este aborda los estadios de la formación de la memoria, la materia, y los procesos bioquímicos que hicieron posible la vida en el universo.
El intento positivo de justificar la ciencia como un modelo único de saber, con cierta validez, es más confesional que profesional. La idea de que, con los hechos, experimentos y fórmulas se pueda entender el mundo, es una falsa o dudosa perfección de la realidad. La teoría de la Reina Roja, poco ha sido rebatida, la falacia naturalista del párrafo octingentésimo tercero de El orígen de las especies, y/o la confusión con el eslabón perdido el cual finalmente Charles Darwin daría un veredicto lapidario. Finalmente, en materia evolucionista, cosmológica y otras ciencias, Antonio Vélez reafirma su fe en la ciencia como una forma de asepsia mental, confiando que estas disciplinas ayudarían a erradicar creencias irracionales y no necesariamente religiosas, sino políticas y de otro tipo. Una visión optimista de que la psicología evolutiva y cognitiva puede ayudar a comprender casi todos los procesos físicos, es una aporía que se apoya en su convencimiento de que “La matemática y la ciencia son construcciones culturales que funcionan muy bien como máquinas de predicción. El conocimiento debe ser bueno para los propósitos de la predicción”.
Una predicción (o predicciones) que ni siquiera desde Leonardo de Pisa, Isaac Newton, o Atanasio Kircker, se reconoce como producción de conocimiento vectorial o matemático, si no que sobre la base lo pragmático y la búsqueda de una esencia de las cosas, se impone una epistemología que es sierva de otras ramas del saber. Una agitación intelectual que asemeja a Antonio Vélez más a Richard Rorty, que, a Charles Darwin, o Richard Dawkins y otros científicos de la epimodernidad, a quienes admira sin poder entenderles en lo esencial, y en quienes se apoya para imponer su teoría gnoseológica, biológica y cosmológica de las cosas. Su error es creer que no existen otros criterios de conocimiento que no sean los de la predicción. He ahí su falla como pensador colombiano.