What kind of beast would turn its life into words?
What atonement is this all about?
Adrienne Rich
Cuesta precisar cuál fue la primera inquietud. Las historias de amor no se separan en capítulos: a veces, aunque pocas, admiten una especie de laminación parecida a la de las estaciones, pero nunca sirve esta para contarlas mejor. ¿Cuándo asomó el primero desencanto? Las historias de amor se resisten a la estratificación: esparcen sus semillas en el claroscuro de la palabra, enraizan en los vientos del balbuceo. Y, sin embargo, son mucho peores las historias de desamor, que solo anidan en los equívocos y en las nieblas del final de la noche. No hay inicios ni finales en ellas: ocurren en un largo sorbo de tristeza que deja abrasada la garganta. Toda narración deviene una única y larga palabra sin golpes de voz.
Todo este despeinado embrollo se oscurece aún más cuando pasan los años y el tiempo toma los manierismos de una gaviota vieja y egoísta. Se escucha en el corazón el zarpazo letal, el lento roído de los recuerdos, que va haciendo su pico para alimentar esas alas acartonadas e incapaces ya de alzar el vuelo. Y aún es peor, muchísimo peor, cuando recae sobre un tercero la tarea de contar esa historia de desamor que le es ajena. ¿Por qué me toca a mí hablar de un tiempo que viví tarde, del que únicamente reciclé los rituales? ¿Por qué relato este amor prestado? Yo estoy escrita en el margen de esta historia; soy tan solo una nota al pie. Lo que recorte o lo que omita, por negligencia o sin ella, no me hace culpable de nada: es un delito que no me cabe. Aunque las cargue todas, no pertenezco a ninguna de las historias que me precedieron.
Dos personas, al quererse, siempre lo hacen bajo el agua: es allí donde nacen aquellas cosas que, sobre la superfície, no tendrían aliento. Pero pronto algo les empieza a pesar… Algo, ¿el qué? Los veranos, la cabeza, el magma. Y van hundiendo los cuerpos, cuerpos abrazados con ese tipo de ingenuidades por las que se cometerían todos los demás pecados. Entonces, el invierno sella el agua y esas dos personas quedan atrapadas, y caminar sobre los lagos congelados es pasear por una galería de rostros, encerados y antárticos, que duermen al otro lado del hielo.
Supongo que fue fácil para mis padres abandonarse a los días desde donde observábamos el horizonte cada agosto. Mi madre: la recuerdo muy bien. Se angustiaba con cada pequeña dificultad y cerraba los puños hasta que los dedos se le blanqueaban como los contornos de las nubes. Sus ojos tenían la textura de la corteza azotada y estaban siempre secos: raspaban. Era complicado aguantarle la mirada porque sus pupilas se arrastraban como arena de un camino sin sombra. No siempre habría sido así, pero tal la conocí yo, con las junturas de las expresiones acartonadas y sus sonrisas cóncavas e indulgentes como si se creyeran oportunas. Yo sabía que otras madres no eran así, que otras albergaban un amor generoso y sin costurones, y regalaban una calidez amplia. Y aún no llegaba a entender qué le causaba a ella aquella infelicidad; aún no era capaz de explicarme por qué era tan diferente al resto de madres. Tardé en advertir que mi madre estaba viviendo su particular historia de desamor y que era en esos pozos de nostalgia donde se le aguaban la sangre.
Por lo que respecta a mi padre, nunca quiso que fuera una niña tímida que se encasillara en sus propios miedos. Por eso, los domingos, apenas amanecía, me llevaba a pasear por la orilla del mar y me ordenaba que no huyera de las olas frías: que me estuviera quieta desafiando la amenaza, que notara cómo no suponía catástrofe alguna que las olas me alcanzaran. Yo le tenía un gran e irracional miedo al mar: algo en su ir y venir se me antojaba persecutorio. Y siempre que una nueva ola rompía, tenía la extraña sensación de que la siguiente sería un maremoto y me arrastraría hasta el mismísimo núcleo de la Tierra, donde todo es ciego y ardiente. Mi padre no hablaba mucho, pero me sostenía la mano con una firmeza imborrable y, bajo su atenta vigilancia, las olas me parecían menos feroces, como si él las domara con su apacibilidad. Porque las olas llevaban riendas, estaban atadas al mismo ciego y ardiente jinete de donde nacían, aún niñas pero ya heroicas.
No tuve una infancia triste. Al contrario, lo pasé muy bien aquellos veranos: fui verdaderamente feliz. Mis padres parecían cada uno refugiado en mí y no había ninguna herida abierta que latiera. Les empapaba un desamor pausado, de cadencias previsibles. Yo era la tierra de nadie que separaba sus trincheras, que salvaba al uno del otro, incluso a cada uno de ellos mismos. Cuando era pequeña, no pensaba en estas cosas, lo que me preocupaba era el lugar de dónde nacían las olas, cuál era su cuna… Imaginaba un mar con sus fauces abiertas, un portal de espuma y algas muertas que podía arrebatarme en cualquier instante si mi padre no estaba allí para guardarme de la furia del agua salada.
Una tarde les pregunté cómo se habían conocido, animada por mis compañeras de clase, que, en los recreos, relataban espléndidas historias sobre encuentros fortuitos, azares tiernos y amigos cómplices. Yo no tenía ninguna y me apresuraba a buscarla. Tras mi pregunta, mi padre siguió fumando junto a la ventana, como si nada hubiera ocurrido: la ceniza se desprendía lánguidamente. Continuó sumergido en ese silencio tan suyo, en ese campo minado donde solo él acertaba a moverse. Mi madre, por su parte, apartó el libro que estaba leyendo y trató de sonreírme. Me balanceé algo incómoda: más que una sonrisa había resultado una mueca que transparentaba su esfuerzo para enderezar su ánimo, la tensión del músculo para alzarse y transmitir confianza.
—¿Cómo crees tú que nos conocimos?
Mi madre, astutísima, hábil de pensamiento como el hilo de humo que sutilmente se desprende de la vela que recién se apaga… Con qué elegancia supo evitar confesar la verdad, con qué destreza y finura sembró en mí la irresistible ansia de inventar yo misma su historia, de poder hacer y deshacer el pasado a mi antojo. Bien conocía de mi embeleso por las ficciones. Bien sabía que yo andaba siempre atareada en buscarle a la realidad una versión más noble, emocionantes cuentos donde el mundo lucía brillante y las personas —jóvenes, preciosas, fosforescentes— no acusaban en sus rostros cansancio ni pena. Así pinté a mis padres, con los colores ensoñados de los nueve años, y pronto, muy pronto, empecé a creer que mi versión de los hechos era la verdadera. Mi madre, que con sus palabras directas y certeras hubiera conseguido convencer incluso al mismísimo diablo… Mi madre, que no estaba hecha para ser madre, que respiraba en involuntarias frialdades…
Tampoco recuerdo ninguna discusión o pelea: la de mis padres era una relación calmada, pactada en sus pormenores. A pesar de la estrechez de cariño de mi madre y los silencios mal saneados de mi padre, los viajes juntos eran apacibles; las comidas, ejemplares; los desacuerdos, puntuales y hasta perezosos. Solo cuando me hice mayor, cuando comprendí que mis padres eran algo más que padres y que para que yo estuviera allí había existido, de alguna manera, una historia de amor, se despertó en mí la curiosidad por saber de los vericuetos que los habían llevado, que los llevaban todavía a compartir sus vidas.
Me zambullí entonces en los álbumes familiares buscando respuesta. Y hallé en aquellas fotografías a unos padres muy distintos a como eran hoy. Aquellas imágenes de viajes y celebraciones, de una vida corriente y benévola, me descolocaron profundamente. Examiné con intensidad y asombro aquellas miradas entrelazadas, aquellas manos sin gravedad, aquellos graciosos mohines burlones y satisfechos. Y comprendí que yo únicamente había conocido a mis padres en su retirada de la vida, en la caída libre de la altura en la que esas fotografías los habían capturado. Entendí que se habían amado con pasión que solo podía ser trágica si se comparaba con el comedido cariño que les había quedado. Y supe que, desde que yo existía, se hallaban sumergidos, escindidos, en el desamor. Y que nunca podría verlos realmente felices tal como los mostraban esas instantáneas, que existía una espuma y una velocidad en su sangre, para siempre suspendidas bajo sus pieles, para siempre inmóviles, que a mí el tiempo me había vedado, robado incluso. Algo que ahora les faltaba, pero también algo que ahora les sobraba. ¿Por qué yo no los había conocido así de tiernamente hechos el uno para el otro? ¿Había sido culpable el tiempo, el lento arañar de la vida? ¿Había sido yo?
Intuí que mis padres se habían conformado con ser mis padres y que, más allá de la frontera que mi nacimiento les había otorgado, no quedaba nada de sus afanes, de sus propias ambiciones, sino, acaso, un polvillo que poco a poco se revelaba más inofensivo, más mediocre. Si hubiera sido polvo letal y azufrado les hubiera ahogado con un sorbo decidido, ojalá hubiera sido eso, pero no lo era: fue solo un largo, lento y triste pestañear, en las esquinas del reloj, hasta que las agujas dieran en punto y tocara avanzar hasta el siguiente techo, oscuro y desconocido, pero nuevo.
Mis padres, nada más que eso. Buscaba en sus ademanes graves y ausentes de hoy ni tan siquiera un rastro de la incandescencia de las fotografías, del terremoto sobre el que habían cabalgado antaño, pero me decepcioné al sospechar que era imposible dar con los restos de aquel entusiasmo. Después de contemplar las imágenes y compararlas con el encanecido y derrotado presente, me abrigó la certeza de que el desamor de mis padres había sido gradual y flemático, y que así ocurría siempre, al dictado de una ley cósmica. Me persuadí de que, si al principio, el amor derriba barreras impetuoso, luego huye sin escándalo dejando apenas unos rescoldos. Y de que esta es, sin duda, su mayor crueldad; en realidad, su única culpa: haber desaparecido sin dejar huella hasta hacer dudar de si alguna vez estuvo.
No supuso para mi vida un cambio saber que mis padres no se amaban. El golpe, seco y tosco, me abrió una ventana a través de la que observar el exterior. Y me enseñó que no todo radica en el amor ni en la falta de este. Me mostró que, por mucho que mis padres ya no se amasen, el mundo seguía empeñado en su vaivén y la tierra, aferrada a sus lluvias. La memoria de mi infancia no devino menos feliz por esta verdad: los recuerdos y mis padres eran los mismos, y todas sus vértebras, todas, seguían sosteniéndolos de la misma forma, con los mismos achaques en los mismos lugares. Es decir, todo continuaba siendo todo y el amor o su falta, periféricos, en nada alteraban el cauce de la vida. Era de ese tipo de tristezas que se llevan por dentro y no llegan jamás a hollar la realidad exterior, encajada en hechos comprobables y fehacientes, emancipados del trajín de la intimidad. Al día y a la noche qué les importaba que mis padres se quisieran o no, o que yo me disgustara o no por ello. Y al deslavazado mundo que los adultos habitaban, en el que se me había introducido, qué más le daba el amor o desamor de mis padres, o los míos propios. Qué más daban las historias. Todo lo que decidía resguardar del cuchillo afilado de las noches me concernía solo a mí: qué más le daba al universo lo que yo hiciera bajo mis pliegues. Me pertenecía, absolutamente insignificante, desesperadamente común.
Quizás por este motivo, porque vislumbré lo nimias que eran nuestras historias, la insignificancia de sus conclusiones para el acontecer del siglo, quizás precisamente porque se me apareció, en toda su absurda pequeñez, esa miseria interior de mis padres, mía y de todos, decidí contarla. Aunque no fuera nada y sobre todo porque no era nada, porque no era ni solemne ni determinante, porque se hundía en el lodo de la cotidianeidad y de la intrascendencia, decidí escribirla. Tal vez así cobrara nobleza.
* * *
La última vez que visité a mi madre en la residencia sus ojos se perdían en algún punto inconcreto del vidrio frío de la ventana. Fuera, el jardín, solitario, plagado de flores delicadas que se abrían y morían sin medallas… Nunca supe si le gustaban las flores o no. Mas sabía de su desconfianza hacia cuanto no le fuera dado ya perfecto. Nada quería incompleto o a medio hacer.
Entré sin hacer ruido y le dejé encima de la mesilla las galletas de los domingos. Ella se arrellanó en el sillón: sus ojos, que siempre se me habían antojado zarzales, ahora se me aparecían extrañamente enjaezados, bañados en la luz dorada de la media tarde, envueltos en una pátina de suavidad. Me devolvían la madre que nunca había sido, me la creaban y me la ofrecían: tuve miedo de tomarla. Sus manos temblaban; sus dedos pedían autorización para escurrirse por los barrotes del aire. Jamás había visto a mi madre así: así de empequeñecida, así de vulnerable. Así, obligada a pedir permiso: así. Hablaba con una voz de párpado.
Me acuerdo de estar esperando a tu padre… De estar esperándole en un café, sola, muy sola, con la infusión fría, muy fría, y la ciudad bullendo de viandantes con los labios cosidos y coches sin boca… Y el humo denso de finales de octubre o de principios de noviembre, quién sabe. Recuerdo esperarle con una promesa temblorosa enmarañada muy dentro de mí y una palabra a la que se le escapaba el contenido por su sílaba final… Le amaba. Y la palabra era sencilla y cortante: amor. Pero aquello que significaba, su jugo, se derramaba por el acantilado de la r y ya no podía volver a entrar por el hueco de la a… Se iba esparciendo por la mesa manchándolo todo de sangre y herrumbre, sin saber ya qué era sangre, qué era herrumbre.
Le esperé, esperé a tu padre durante horas y, siempre que se abría la puerta, levantaba la mirada para poner un dique a la r, para evitar que siguiera derramándose en vano el líquido bermejo del anhelo… Pero nunca era él quien llegaba. Esperaba, seguía esperando… Y el tiempo se hacía espeso, y la infusión tan solo agua, agua sin olas, sin espuma, sin sal, agua… Agua tan muerta como la del mar.
Entonces, comprendí que estaba cometiendo los mismos errores que mi madre y que ella había cometido los mismos que la suya…Y que así, así íbamos siempre unas y otras, dando círculos en torno a algo que olvidábamos al nacer, que no podíamos recordar exactamente hasta que, cualquier día, nos descubríamos esperando en cualquier mesa de un café cualquiera sin que nunca llegara el momento de que acabara de derramarse la palabra. Los mismos errores… Las mismas historias… ¿Lo entiendes, verdad?
No dije nada. Apreté sus manos, tan delgadas que parecían arrepentidas de vivir, contra las mías. Y no supe qué responderle. Los mismos errores, las mismas historias… El mismo amor y el mismo desamor. Mi madre murió poco después.
No he escrito nunca para contar nada extraordinario: ni grandes amores ni pérdidas devastadoras. Ninguna catástrofe se ajusta a las palabras: toda muerte es siempre tan lejana y tan absurda que se nos hace imposible, literalmente imposible, de nombrar. Solo somos capaces de hablar de errores mínimos y concentrados, inexplicables o acaso demasiado evidentes… Duros como el corazón de una fruta, cálidos como el jugo ámbar que derrama pulpa… Errores tan limpios que brillan como un hueso lamido, errores que nos quieren y desquieren a destiempo, nunca oportunos ni tan siquiera heroicos. Hablar de aquellos errores familiares, aburridos, estúpidos que se vuelven a cometer como si les debiéramos algún tipo de fidelidad… Aquellos errores que hacen de nuestras vidas algo menor que nos sobrepasa, vidas siempre insuficientes y poco razonables, pero extrañamente necesarias.

Abril de 2020