«¿Qué vamos a hacer con todas estas cosas?», narrativa de Gary Shea

Me despierta un remolino de aire que pasa silbando por la ventana, que baja y se pierde en tonos agudos. Es lo que dejan los aviones que sobrevuelan el barrio y aterrizan en el aeropuerto a sólo dos kilómetros de acá. Es un sonido que nace tarde, como llegado en diferido, cuando el avión ya no está.
La mañana suena a sábado. No hubo llamadas de mamá desde el pie de la escalera, ni timbrazos estridentes del despertador que heredamos de la nana.
Me saco de encima el acolchado y apoyo los pies sobre la alfombra. Voy bajando las escaleras, todavía entorpecido por el sueño. Desde los últimos escalones empiezo a sentir un rumor de agua que viene de la cocina. Debajo de la canilla abierta de la bacha, un balde lleno de ropa interior. Me imagino que mamá estará ahora en el jardín, arrancando yuyos o charlando con la vecina por encima de la cerca. Siempre con dos o tres cosas a la vez.
La cocina es el único ambiente sin alfombra. El piso de linóleo quedó de los dueños anteriores, pero yo no tengo recuerdo de esos años, porque era apenas un bebé cuando nos mudamos a Waterstone Park. Lo único que sé es que este piso es el más frío de la casa, por eso nadie se queda mucho tiempo.
Vuelvo al alfombrado, al living. Me acerco a la ventana, tan ancha como la casa, y me quedo mirando la calle en reposo. Pasa el cartero con su bolso viejo y deformado. Hoy viste remera, bermudas y sandalias. Me saluda con un gesto de cabeza. Es primavera y la gente está de buen humor.
Tengo muchas cosas que hacer, pero renunciaría a todo por quedarme un rato más acá, parado frente a la ventana. En dos días vuelvo a Buenos Aires. Me fui de Manchester hace veinte años y ya no sé muy bien qué es inglés ni qué es argentino. Se me confunden las fronteras. Hasta mis padres, que ahora son mis viejos, hablan en castellano y me tratan de vos cuando los veo en sueños.
Se aleja el cartero y aparece otro avión. Claro, es mayo y tengo las estaciones al revés. De este lado del charco está por comenzar la temporada de vacaciones y la frecuencia aumenta. Es un 767. Pasa tan cerca que veo la hilera de ventanillas, las cubiertas del tren de aterrizaje, la matrícula en la cola. Me pregunto si los pasajeros ven el barrio con la misma claridad con que yo veo los detalles en el fuselaje, que ahora se pierde detrás de los pinos al final de la calle.
Escucho el silbido de la pava eléctrica y vuelvo a la cocina. Una nube de vapor empaña los vidrios. No hay nadie, pero ahora la canilla está cerrada. El agua rebalsa, cae a la bacha y se escurre por el desagüe, dejando una música hueca y metálica. Mamá es rápida y etérea, entra y sale de casa con sus pies de seda. ¿Dónde estará?
Paso al comedor y sigo por el jardín de invierno. El gato duerme sobre el respaldo del sillón, hundido en su propio molde. Me escucha pasar y entorna un ojo para decirme que le estoy interrumpiendo la siesta.
Las puertas están abiertas de par en par. Sobre la mesa del patio hay dos platos vacíos y dos tazas de té a medio terminar. El rocío todavía brilla sobre la superficie del pasto y escucho unos zumbidos rítmicos que vienen del garage.
—¡Papá! —grito, pero no hay respuesta. Recuerdo lo que siempre dice mamá cuando se enoja: tu papá tiene audición selección.
El garage es su taller y refugio, donde recicla madera y escucha en la radio lo que el resto de la familia vemos en la tele. Nos burlamos de él por seguir viviendo en el pasado, pero dice que le llegan las noticias dos segundos antes que a nosotros, que si en algún tiempo vive es en el futuro.
Desde el marco de la puerta veo su pelo canoso, desordenado como una nube tormentosa. Veo sus hombros encorvados, proyectados sobre el banco de trabajo. Corta la madera con una eficacia y rectitud que a mí no me sale, aunque me haya explicado la técnica mil veces. El aserrín cae al piso y un polvillo queda flotando en el aire alrededor de él. Ahora se va a poner a lijar los bordes de la pieza cortada hasta dejarlos biselados.
—Papá —le digo y ahora sí, alza la vista y me mira con una sonrisa irónica.
—Buenas tardes.
Papá se levanta a las seis todos los días y se jacta del tiempo ganado, como si el tiempo fuera algo acumulable.
Papá es el silencio de la mañana, el torbellino de aire que dejan los aviones, el rocío que tiembla en mis ojos cuando salgo al patio.
—¿Dónde está mamá?
Se encoge de hombros y lo dejo ahí, de pie frente al tablero de herramientas.
Vuelvo a salir y veo una ardilla roja, con su larga cola curvada hacia arriba en forma de ese. La veo mordisqueando una bellota que sostiene entre las garras. Se asusta con mi presencia. Deja caer su comida y sale disparada hacia el roble. Se sube a la copa como un rayo y se pierde por los fondos de las casas de la otra cuadra. Hace años que no veo uno de esos roedores miedosos y el placer que me provoca es tan breve como su paso por el jardín.
Vuelvo a mirar el césped y descubro un rastro de hojas aplastadas que dejó el animal. Recuerdo la época en que pedía una mascota. Ante la negativa de mis papás, me dedicaba a colectar gusanos y bichos bolita que encontraba debajo de las piedras. Eran fáciles de apresar en una cajita de fósforos, pero duraban poco fuera de su hábitat y tenían poca gracia. Entonces se me ocurrió atrapar a una ardilla y domesticarla. Dejaba filas de bellotas hasta la puerta del garage, pero apenas me veían salían corriendo.
Me siento en la mesa del patio. Mamá está regando las plantas. Mira hacia el techo y me dice que papá lo tiene que arreglar de nuevo. Otra vez con la misma historia. Se aflojaron varias tejas con el vórtice de los aviones. Dice que llamó al aeropuerto para quejarse, pero el aeropuerto les echa la culpa a las aerolíneas. No voy a parar hasta que alguien me pague ese arreglo, te lo juro. Cierra la manguera y me pide que ponga la pava, que tiene mucha sed. Hago ademán de levantar las tazas de la mesa, pero ya no están, los platos tampoco.
Hoy el cielo se ve azul, el color de mi infancia. Las líneas espumosas son los aviones mudos que vuelan lejos. Sus huellas pueden permanecer hasta una hora en el firmamento. Pienso en el paso de las cosas y me pregunto si existe algo que no deje una marca cuando se va. Ahora me encuentro rememorando mi infancia en Waterstone Park, pero en este idioma nuevo.
—Anoche tuve un sueño —dice papá desde la puerta de garage. Todavía tiene la lija en la mano, el flequillo ensortijado y los anteojos llenos de polvillo. Viene por el camino de piedras, sube al deck y se sienta a la mesa.
—Anoche tuve un sueño —repite cuando se acomoda en la silla. Lo veo pequeño y viejo. Me dan ganas de darle todos los besos que nunca le di, eternizarlo en un abrazo.
—Estábamos los dos —me dice, ahora, apoyando la lija en la mesa—. Estábamos con David Jason. Nos había contratado para estar en una nueva serie con él.
—¿David Jason está vivo todavía?
—No, falleció el año pasado.
—Y, ¿qué hacíamos?
—Estábamos festejando y brindando con champagne.
Pasa otro avión. Uno muy grande. Desde el patio se le ve la panza, blanca y lisa como la sonrisa de papá que lo señala con la mano y dice: un jumbo. De chico me llevaba al pub del aeropuerto. La terraza daba a la cabecera de la pista de aterrizaje. Nos veo ahí ahora, sentados en una mesa de madera, él con una pinta de Guinness, yo con un vaso de Tizer y los labios manchados de rojo. El avión viene carreteando por la calle de rodaje desde la terminal, con un sonido que está a mitad de camino entre un silbido y un zumbido. Va creciendo en nuestros ojos. Los motores levantan un viento que hace volar los envoltorios de las papas fritas. Estamos tan cerca que veo la cara del piloto, sus auriculares con micrófono, las siluetas detrás de las ventanillas. A la altura de la terraza, el avión empieza a girar y el ala izquierda barre el aire a metros del alambrado.
—¿Adónde va éste? —le pregunto a papá que tiene todas las respuestas.
—Lejos, los Jumbos siempre se van lejos.
Lo vemos terminar de girar y frenar en la punta de la pista, con ese silencio inquietante propio de las montañas rusas cuando el carro se detiene en la cima. Vuelve el silbido y se va haciendo cada vez más fino, más urgente. El gigante empieza a deslizarse por la pista y me parece imposible que algo tan enorme se sostenga en el aire.
—¿Con quién estabas hablando? —me pregunta mi hermana, que aparece por la puerta del jardín de invierno y se sienta a la mesa. Todavía tiene puesto el piyama. Es un piyama viejo con la cara deslucida del Pato Donald, lo usa cada vez que vuelve a casa. Mi hermana tiene cuarenta años, algunas canas aisladas y los mismos hombros que papá.
Podría decirle que me estoy imaginando una película sobre nuestra familia, porque en las películas uno tiene el privilegio de observar a los personajes cuando están solos. Podría decirle que ya tengo pensadas las escenas. Son instantáneas reveladas fuera de tiempo, en las que veo a mis viejos en su intimidad. Desnudos, frágiles e indefensos, pero los veo enteros por primera vez, y hablan como me hablan ahora, cuando sueño con ellos desde mi casa en Buenos Aires.
Podría decirle todo eso a mi hermana. Pero no. En cambio, la miro a los ojos y le pregunto:
—¿Qué vamos a hacer con todas estas cosas?

Gary Shea (Manchester, 1984). Escritor, periodista y realizador audiovisual. Publicó su primera novela, Trabalenguas, en 2017. Estudió la licenciatura en Comunicación y Medios en la Universidad de Salford y la Maestría en Periodismo en la Universidad Torcuato Di Tella. Entre 2010 y 2017 trabajó en La NaciónÁmbito Financiero el Buenos Aires Herald. Ha participado en talleres literarios de María Sonia Cristoff y Marcial Gala. Desde 2018 asiste al taller de Luciana De Mello, donde desarrolló sus últimas dos obras. Vivió en España entre 2005 y 2007. Desde 2010 está radicado en Buenos Aires.

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