Si nos tapamos los ojos durante el tiempo suficiente, nos convertimos en seres que son todo oídos. Por el contrario, si nos taponamos las orejas, somos todo ojos, un cuerpo con un gran ojo. La obra de Triana Sánchez Hevia nos saca del paisaje en el que estábamos inmersos, como una figura dentro del cuadro que pudiera escapar del mismo para darse cuenta de que es un mero elemento dentro de una composición. La angustia se parece a la de un pez dentro de un acuario que contemplara una pecera llena de agua sin saber para que sirve ese recipiente de cristal.
Y es que, tras siglos de desarrollo tecnológico, nos hemos conformado con mirar nuestro rostro, nuestro cuerpo, sin ser conscientes de la realidad, sin poder ver a nuestro alrededor. Poco a poco, nos rodeamos de aparatos, que usamos todo el tiempo, en una labor tan inútil y artificial como tomar unos prismáticos para ver nuestro reflejo en un espejo. Hoy en día, nos conformamos con intercambiar nuestros ojos por las lentes de los teléfonos móviles, nuestras orejas se cubren con enormes auriculares que nos ensordecen con la comida rápida de mensajes sencillos. Es la evolución lógica de un ser que cambió sus piernas por ruedas, sus manos por cuchillos, por martillos.
Quien acaba de escribir esto y publicarlo se ha convertido en otro fantasma en el mundo digital. Si te lo estuviera diciendo a la cara, sabrías quién te lo dice, cómo es el que te lo dice. No sabes quién soy, cómo soy ni desde dónde te lo digo. Así, el que recibe el mensaje se encuentra perdido y forzado a la idealización, a la fantasía, al ensueño. Frente a la pantalla, aunque tengas los ojos abiertos, sigues soñando.
Frente al ordenador nos quedamos sin cuerpo, condenados a ser poseídos por espíritus incorpóreos. Allí somos todo mente, una que lo ocupa todo. En unos de sus trabajos, Sánchez Hevia modificaba imágenes de cuerpos hasta dejarlos sin humanidad. Así nos dejaba al borde del horror de no reconocer al que tenemos delante de nosotros pues, aunque compartan muchos de sus rasgos, ya no son seres humanos. Y esta revelación chocará a muchos que se acerquen a la obra de esta artista necesaria. En un reciente retrato, se nos presentaba directamente un rostro deformado, casi monstruoso, dejando a las claras la inquietante posibilidad de modificarlo todo hasta el extremo, el poder de modificar nuestro reflejo hasta no reconocernos.
Al entrar en este siglo hemos caído en un universo nuevo del que ya no podremos salir. Como un cosmonauta dentro de una nave que entrara en el olvido de un agujero negro que lleva a otra dimensión. Somos hijos de las consecuencias de las nuevas herramientas. Debemos valorar una realidad a la vez que se manifiesta, sin comprenderla del todo. Si nos colocamos delante del espejo, podemos meternos el dedo en el ojo reflejado sin sufrir dolor. Los cuerpos digitales no sufren, puedes hacer con ellos lo que quieras. Y eso debería espantarnos. Y como se sufre menos en el mundo digital, hemos cerrado la puerta para que los seres de carne y hueso no nos hagan daño, acompañados por nuestro reflejo embellecido por el regalo digital.
Sánchez Hevia ha diseñado un dispositivo mecánico que nos sigue a todas partes, respondiendo al movimiento del espectador en un halago continuo y servicial idéntico al ánimo de las herramientas digitales. El nuevo sistema hace que nos convirtamos en criaturas conectadas al mundo por un cordón umbilical. Nos envanece que nos sigan, el tener seguidores, que respondan con corazones a lo que hacemos. Y así, poco a poco, nos damos cuenta de que nuestro rostro vale dinero, de que lo que hacen nuestras manos es un capital a administrar.
Sánchez Hevia logra el ánimo de todo artista, el poder contarnos cómo somos, cómo es nuestro cuerpo, delimitando sus perdidas fronteras. Ella nos hace ver que, antes, el cuerpo limitaba con el infinito, pero ahora el cuerpo está dentro de la nada, perdido para siempre como un astronauta que sale de su nave espacial para nunca volver a entrar. Pero de nuestras cenizas digitales nacerá una flor.