Mercedes Álvarez: «Transformar en belleza el dolor. Esa es la función del arte»

Mercedes Álvarez (1979) nació en Tandil, provincia de Buenos Aires, y vivió en España, donde se licenció en Sociología por la Universidad Pública de Navarra. Realizó un máster en Gestión Cultural. Publica narrativa y poesía desde el 2010. Algunos de sus libros son: Vecinos, Historia de un ladrón, Imitación de los pájaros, Ficciones súbitas, Saigón, El cuerpo intacto, Grow a lover y Del deterioro. En esta ocasión, la entrevistamos con el motivo de la publicación de su última novela La gota en la piedra, por la editorial Mardulce.    

Leticia D’Albenzio: ¿Cómo vivís el proceso de escritura narrativa y de poesía?

Mercedes Álvarez: El proceso de escritura de poesía y el de la narrativa son muy diferentes entre sí. La poesía en general para mí parte de una imagen o un concepto que aparece ya casi formado desde un principio. Solo resta escribirlo, y luego quedará pulirlo, modificar el corte de verso, trabajar con que no haya cacofonías o con el ritmo. En cambio, la narrativa se me aparece como algo de lo cual, al momento de la escritura, ignoro casi todo, excepto quizá, la primera línea o el primer párrafo. Yo me resisto a escribir narrativa hasta que una imagen, o una frase, no me abandonan por semanas, a veces meses. Cuando no hay más remedio, empiezo a escribir. Y nunca sé bien adónde me va a conducir.

L. D.: ¿Considerás que tu escritura se inscribe en alguna tradición literaria o corriente?

M. A.: No lo he pensado de esa forma, al menos ahora, porque antes, en mis primeros libros, podría decir que se inscribía en una que tenía que ver con ciertos cuentistas norteamericanos como Ford, o Yates, por decir algo. Ahora, no sabría. Sólo que hay autores que para mí son casi sagrados, como Robert Walser, y en la estela de su pensamiento estoy yo, aunque no mi escritura. Ya quisiera.

L. D: ¿Qué leés?

M. A.: Eso depende mucho de las épocas. El año pasado, sobre todo ensayo y poesía. Para reseñar me envían generalmente novelas, muy diversas en sus temáticas y estilos. También, como imparto cursos de narrativa y lectura, hay épocas en que investigo a un escritor. Por ejemplo, este verano di un curso sobre El Gatopardo. Eso me llevó a una biografía de Lampedusa, sus cartas, cuentos… Quizá es esta la mejor forma de leer: cuando la lectura se ramifica.

L. D.: ¿Qué lugar ocupa en el proceso de escritura la corrección? ¿Cómo es en la prosa y en la poesía?

M. A.: La corrección es fundamental. Es un alivio, porque el texto ya está escrito, y es un placer también. Funciona parecido en ambos casos. Antes leía mucho en voz alta para oír el sonido; ahora cada vez menos. Me ha pasado que, en la prosa, donde solía corregir una vez terminado el texto, ahora corrijo casi que párrafo a párrafo, como si se tratara de un poema. Quizá tenga que ver con mi incursión tardía en la poesía. Es evidente que el paso por la poesía modificó mi prosa.

L. D.: En tu novela la falta es uno de los temas que más sobresale, ¿relacionás esto de alguna manera con el hecho de escribir?

M.A.: No lo sé, verdaderamente. Hoy pensaba en la falta de partes del cuerpo como metáfora, mientras caminaba hacia el trabajo por la mañana. La mujer de La gota en la piedra no tiene mano. El muñeco de Grow a lover no tiene pene. ¿Por qué esa intención en volver tangible la metáfora? Un amigo escritor, Andrés Barba, me dijo hace poco que los personajes de La gota en la piedra se esconden, y que cuando hablan de lo que creen que los atraviesa están hablando de otra cosa. Me parece una idea muy bella, y muy acertada. No responde la pregunta, pero es que creo que no tiene respuesta. Todos estamos atravesados por la falta.

L.D.: ¿Por qué escribís?

M. A.: Voy a responder a esta pregunta con un breve párrafo, que escribí en un texto sobre la funcionalidad de las cosas: “Se escribe, diría, porque no se puede hacer otra cosa. Mary Shelley escribió Frankenstein porque tuvo un sueño que no la dejaba en paz; Walser escribió El ayudante como una forma de evitar la locura (de hecho, pasó los últimos veinte años de su vida internado en un neuropsiquiátrico), Pessoa escribió porque estaba dividido y la poesía era la única forma de conocer su multiplicidad. Por decir cualquier cosa, porque en general lo que podemos decir es: «se escribe porque la alternativa es la muerte».

L. D.: ¿Cuál es tu postura respecto de la presencia del “yo” en la literatura?

M. A.: No lo sé. Si hablamos de lo que ahora se llama «autoficción», qué diríamos. ¿Vida de Henry Brulard, de Sthendal, es autoficción? Otra cosa es escribir sobre lo que Deleuze llamaba «asuntitos privados», que no interesan a nadie. Intentar ajustar cuentas, o pensar que la literatura puede ser una venganza, un acto de reparación, un homenaje, y que todo eso tendrá efectos reales en el mundo. Pero si aparece un escritor como Jorge Baron Biza, y hace literatura con su historia privada con esa maestría, es otra cosa. Es transformar en belleza el dolor. Esa es la función del arte.

L. D.: ¿Cómo se inicia un texto? ¿Cuál o cuáles son los disparadores?

M. A.: Esa respuesta es muy personal. En mi caso, parte de una impresión. Es una imagen, una frase. Una incomodidad.

L. D.: ¿Qué lugar ocupa el lector mientras escribís?

M. A.: Siempre pienso en el lector. Es fundamental. No se trata del lector a quien va destinado el texto, aunque todos tengamos uno en mente, sino de la necesidad de que el texto sea claro, que tenga sentido para alguien. Tampoco se trata de complacer sino de que quien lea pueda tener en sus manos el producto más pulido, estructurado de la mejor forma. Como un orfebre que fabrica un anillo y quiere entregarlo perfecto para que se vea bien en la mano del cliente. Un lector no es un cliente, es un otro hipotético, pero cuando damos un libro a una editorial todos los escritores queremos eso: que se lea, y que haya personas que sientan que ese libro les habla. Hasta entonces, uno debió ser su propio lector. Que haya otro que haga suyas las palabras escritas es un alivio.

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