« Todos los grandes han muerto, ya no nos queda nadie »
Orietta Brusa
Solía asistir, en calidad de visitante, a las clases de Historia del Arte, que la profesora italiana Orietta Brusa, impartía en la Universidad Privada del Norte (UPN), en Trujillo, Perú. Recuerdo que era una mujer dura, de ojos verdes, delgada, con voz precisa, que se exilió en Perú a mitad de los años noventa, cuando el gobierno de Francesco Cossiga se vio involucrado en asuntos ilegales de la mafia, asesinaron al juez siciliano Giovanni Falcone por investigar la Cosa Nostra, y Silvio Berlusconi luego de crear en 1993 el partido “Forza Italia” e incursionar en las elecciones políticas de 1994, alcanza la presidencia del Consejo de Ministros de Italia
«No voy a vivir en un país de imbéciles» ponderaba cuando se refería al “berlusconismo” una mixtura entre populismo, liberalismo económico, y promesas de modernización, que estaba corroyendo el último atisbo de democracia decente en Italia. Señales políticas puntuales que fueron el argumento principal para salir de su tierra y buscar nuevos horizontes, y esto también luego de una promesa hecha con solemnidad a sus amigos íntimos: «Si un animador de cruceros se vuelve Primer Ministro, me voy de Italia» y así sucedió.
De esta manera, recién cumplidos sus 50 años, Brusa llega al Perú alrededor de 1996, con la idea de vivir sus demás años en paz y morir tranquila, y se instala en Trujillo, la imponente ciudad creada por el conquistador Francisco Pizarro y allí comienza a enseñar en la Universidad Privada del Norte. Su incursión académica, a decir del bibliotecario peruano Jorge Mariátegui, comenzó gracias a las tertulias que la italiana organizaba en su casa, donde conoció a Gerardo Cailloma, Marcela García y otros docentes e intelectuales que pertenecían al magisterio de la UPN y a la Alianza Francesa de Trujillo, y quienes la invitaron a dar cátedra en el reconocido claustro.

«Allí en la Universidad Privada -Dice Mariátegui- Orietta se desenvolvió muy ufana, y a sus alumnos, los ilustró con sus conocimientos. Los fines de semana, todos los años, nos reuníamos en el Restaurante antiguo de Kesh, por docenas de motivos: intercambiar ideas y llenarnos de conversaciones que hervían en discusiones finas y graciosas. Orietta era una pensadora filosófica, que tenía sus ideas propias y duras de roer. Era amiga de tantas personas que la buscaban intensamente para armar las tertulias en la casa que ella hermoseó para sus invitados.»
Y elige esta capital norteña por sus lecturas de historia prehispánica, que despertaron en ella el deseo de conocer la majestuosa arquitectura Moche y Chimú, aunque también ovacionada por las relaciones de viaje de Alexander von Humboldt, las crónicas de Paul Marcoy y «Las tradiciones peruanas» del historiador Ricardo Palma; y, por supuesto, impulsada por las ideas izquierdistas que le insufló su segundo esposo, un francés afincado en las guyanas, quien le sugería no solo leer, sino estudiar las obras de Marx, Engels y Mao para comprometerse con el pensamiento y la revolución comunista que liberaría los pueblos oprimidos.
Para ella, entonces, vivir en el Perú representaba varias cosas, no obstante, antes de viajar a Sudamérica visitaría Estados Unidos, para terminar comprobando, tal como afirmaba Vicente Verdú, que esa nación era una réplica urbanística sin originalidad, llena de arquitectura plástica, mimética, un lugar poblado de gente ahistórica, y un tinglado social carente de identidad cultural. El único valor preponderante que encontraría allá, sería el acuciante amor al dinero derivado de la ética protestante europea y la vida vertiginosa y superflua. Sin dudarlo, concentra su interés en el sur, y migra al «tercer mundo» tal como había calificado Alfred Sauvy a los países pobres.

Tomada la decisión del lugar, y con un pensamiento que va tomando forma lentamente, Brusa preparara todo su programa de Historia del Arte y Filosofía para enseñar dentro del programa de Comunicación Social de la UPN dirigido por el doctor Luis Eduardo García. Clases magistrales que hacían palidecer a más de uno, pues desconcentrados, se desmayaban, literalmente, al exponer algún tema propuesto por ella. Yo estuve en algunas de sus sesiones y comprobé la originalidad de sus ideas, y también su carácter absoluto a la hora de enjuiciar una mala exposición. «Usted no sabe una mierda de La Primera Guerra Mundial, conoce más de redes sociales y polladas» sentenció a un estudiante, hijo de un coronel peruano jubilado, que trataba de explicar el significado del término «la guerra de las trincheras», y mientras adivinaba la fecha de esa absurda conflagración bélica. Minutos después llegaría la ambulancia al aula a recoger en camilla al desvalido joven, y la clase continuaría normal sobre el futurismo, el dadaísmo y la influencia moderna de Hugo Ball y el Cabaret Voltaire.
Frente al conocimiento y la formación académica Brusa no se venía a cuentos, y aunque a sus veinte años de edad ya modelaba en las pasarelas de moda de Milán, a sus 50 años podía ser la representación de una Hannah Arendt con un cigarrillo en la comisura de sus labios, que omitía buscar la belleza corporal, antes que la idea de belleza en el conocimiento. Una mujer de pensamiento claro y duro, discípula de Hiparquía, Rosa de Luxemburgo y hasta de Simone de Beauvoir, a quienes descubrió gracias a los valores revolucionarios que explotaron en mayo del 68 francés tales como la liberación sexual, el ecologismo, los derechos femeninos, y la imaginación como una herramienta desestabilizadora del poder.
Sin embargo, antes de que Brusa se concibiera como atea, militante, feminista, intelectual y amante de los animales, (tenía cuatro gatos, cuatro perros, dos tortugas, iguanas, palomas y media docena de arañas) fue una ferviente católica hasta los 13 años, que incluso, su segundo nombre llevaba la señal de una santa llamada Emilia de Vialar, una religiosa nacida en pleno apogeo de la Revolución Francesa, que desde temprana edad ya daba muestras de una rebeldía generosa a favor de los pobres. Carácter que inconscientemente definiría también a Brusa en su amor por los demás, hasta el momento en que vive en carne propia, y por testimonios, los abusos contra las mujeres perpetuados por los liberadores de Europa.

Y por liberadores se refería a los norteamericanos, que, al ganar la guerra, junto a los aliados, protagonizarían violaciones sexuales masivas, saqueos materiales e impondrían leyes duras a los liberados, cosas omitidas por los historiadores, pero que el novelista italiano Curzio Malaparte registra en su dolorosa obra titulada «La Piel» (1949). De ahí entonces que decida separarse de su primer esposo, un africano nacido en Guinea, quien junto a su madre constituyen su infierno personal, su inquisición, pues son aburridos al extremo y ambos, al tratar de imponerle valores conservadores, desean transformarla en una mujer simple, ignorando, que décadas posteriores a la guerra miles de jóvenes de su misma edad, solo deseaban conocer el mundo, disfrutar, experimentar «la carnificación de la vida» a decir de Umberto Eco, refiriéndose a la “Belle Époque” europea.
Con todo, y dándose otra oportunidad, contrae segundas nupcias con un francés que vive tanto en Europa como en la Guyana francesa americana, pero luego de varios años de convivencia, y un pleito legal por su hija Inti, (llamada así por el mítico guerrillero boliviano Guido Álvaro Peredo, compañero del Che Guevara), terminaría de desencantarse de una idea de familia, pues en su momento no está preparada para tantas exigencias políticas de su nuevo esposo, y al divorciarse, finalmente decide quedarse sola. Sin hombres a quién amar, sin familia a quien conservar, con una mentalidad formada, sola en un continente alejado, no encuentra nada más apasionante que enseñar. Considera un legado conducir a sus alumnos a una mayoría de edad para que dependan de la razón y no de la fe. Esa era su esperanza capital, y por eso se afinca en el Perú, aunque años después, en una entrevista cedida al periodista Luis Fernando Quintanilla dijera «ya no tengo mucha esperanza sobre aquello» refiriéndose a sus primeras ideas sobre la educación.
Brusa deseaba una sociedad del conocimiento que fuera baluarte del desarrollo humano, un ideal formado a través de la influencia de artistas, pensadores e intelectuales como Herbert Marcuse, Eric Fromm, Stanley Kubrick, Jean Paul Sartre, Verter Break, Umberto Eco, Luis Buñuel, Mijaíl Bulgákov, Bernard Shaw, Violeta Parra, Betty Dodson, Gianni Vattimo, y otros cientos más. Formación que le permitió leer los tiempos modernos para reflexionar sobre las nuevas formas de moral derivadas de las redes sociales, la debilidad democrática y política del Perú y la pérdida de una pasión genuina por la verdadera cultura.

De igual forma, y en su afán de proponer acciones concretas para revertir estas lecturas sociales, y hacerle frente a la tradición católica, que considera, es la raíz de todos los males, se adhiere al pensamiento kantiano del progreso humano, y a las ideas rectoras de la Ilustración europea, pues según ella, no hay nada qué enseñar, sino que los estudiantes deben sentir una genuina vibración por el saber, despertar a la curiosidad, y descubrir el conocimiento con la misma actitud de alguien que observa y disfruta un pez dorado entre sus manos.
Sus últimos días, antes de ser encontrada muerta en el frío piso de su casa en la zona de Torre Tagle rodeada de libros y reliquias romanas antiguas, decía que amaba los gatos más que a las personas, no extrañaba a sus dos hijos, y que el cielo era un lugar lleno de libros, buena comida, vino, y buenas películas, y el infierno, simplemente un cuarto donde tendría que convivir con su mamá y su primer marido. «Nunca me siento sola, pero si no tengo un gato, me siento realmente sola» afirmaba con orgullo, refiriéndose a esos mismos cuatro peludos que rehusaban comer si ella no estaba, y que ahora sufrían la perdida de una de las mayores intelectuales extranjeras que albergó el Perú desde los años 90.