RESEÑA: «Cantar qué» DE Juan de Beatriz

Autor: Juan de Beatriz.
Título: Cantar qué.
Editorial: Pre-Textos.

Como tantos otros, Juan de Beatriz ha descubierto la belleza al mismo tiempo que el horror. Pero a diferencia de la mayoría, no se ha quedado prendado de uno de los extremos verdaderos de la soga de la que pendemos. Él, como los santos, como los poetas, acepta el sufrimiento necesario para atravesar la senda que conduce al placer. Asume el miedo a desaparecer como un negro eclipse sucesivo venido del martirio de una estrella. El infinito error del paraíso que encarnamos ha de tomar esa mezcla tan repugnante como sabrosa llamada elixir vital con el fin de llegar al edén perdido. Al igual que en el cantar de Beatriz, podemos volver al paraíso perdido tras saber que la belleza y la dicha escasean, que el sufrimiento y la fealdad abundan. Es decir, amamos cuanto existe porque desaparece. Sólo los iniciados pueden ver los inviernos ocultos en los jardines de la primavera sin desesperarse, cantando al amor escaso pero amor al fin y al cabo.

En ese principio que algunos llaman edén abundaba el miedo. Allí se identificaba a la poesía con Orfeo, no con Homero; allí se identificaba la belleza con un ciervo de astas adornadas con rosas salvajes, animal que encarnaba la suprema tentación del cazador. Así, los primeros hombres escribían dibujos de gacelas sobre un muro, legándonos alces y corzas en piedras ocultas como las de Atapuerca. La razón de estas rarezas radicaba en la convicción que, al proyectar y controlar la energía deseante, se retornaba al primer vergel.

Orfeo comprobó que si se va en pos del deseo, uno pierde la cabeza. Mas uno no tiene otra opción si quiere convertirse en hombre. Al igual que el alce que se esconde con el fin de cambiar sus cuernos cada invierno, las carnes deseadas suelen escapar y ocultarse para no ser capturadas. Para obtener el oro inalcanzable del deseo, el cazador debe ir mejorando sus trampas, haciendo cada vez más sutiles sus aproximaciones, hasta llegar incluso al disfraz. Pues la presa demanda una concentración máxima para ser conquistada. La poesía se encarga de atar lo distante y dispar en parejas, tejiendo con rimas lo aislado con la intención de que no siga solo nunca más, mediante el adorno y el camuflaje, dispersando humo y niebla en derredor.

Uno puede identificar al cazador con el hombre y a la presa con la mujer, pero esto no siempre se cumple. Lord Byron, que anhelaba sólo los amores inconquistables y por eso odiaba a Don Juan, comprobó lo que se sentía al ser perseguido por una cazadora llamada Lady Caroline Lamb. Ella se cortó un mechón para exigir una respuesta igual al poeta. O se vestía con ropas de hombre para él la considerara su mejor amigo. Insistía como si Lord Byron hubiera olvidado que él la amaba desde siempre. Por esto le escribió un “recuérdame, recuérdame”, en un ejemplar del Vathek de William Beckford, un eco que quemó el oído dormido del romántico.

Pues la desmemoria se convierte en otro enemigo mortal del poeta. A pesar del amor sentido hacia ellos, las abuelas pueden olvidar los rostros de sus nietos y tratarles como a extraños. El que canta ha de poner todo su empeño en hacer que el eco de un nombre que se rompe siga sonando por siempre. El mundo se suele olvidar de que es bello. El poeta ha de recordárselo una y otra vez a través de la palabra, con la esperanza de que al leerlo, pueda hacer memoria. Así, hemos de repetir las mismas palabras una y otra vez para invocar lo olvidado: rosas, cenizas, estrellas, rosas, cenizas, estrellas. El poeta recibe toda la memoria del mundo, los buenos y los malos recuerdos, para recordarle al olvidadizo cosmos la verdad de su esencia. Esto supone despertar a una conciencia tan brutal que lo convierte en un semidiós.

Juan de Beatriz usa todo su poder en este empeño. Por ello ha buscado un pilar maestro con el fin de elevar su vida y su arte, en este caso el de su abuelo José, el que le enseñó a silbar la maravilla. Para amar a muchos, primero se ha de amar a uno solo con todas las fuerzas. Una vez encontrado este sustento, él puede alzar su elaborado edificio social de relaciones más o menos cercanas, más o menos cálidas, para unirlas con versos. De ahí que este libro se llene de nombres agradecidos.

A esta muestra escasa de talentos que ganan el paraíso, se contrapone una legión que se preguntan qué cantar sin hallar respuesta. Estos encuentran la belleza como esos palacios abolidos que nunca recuperarán su esplendor por culpa de la ruina. Entre ellos me encuentro, lejos de la inspiración debido al pesar sentido de no poder ver la belleza del mundo, lo que me hace dudar de mi propia imaginación. Sí, nosotros pensamos que Orfeo tuvo su merecido por emprender empresas alocadas en pos del amor.

Como Marcus Manilius, pensamos nuestra tierra como un lugar emplazado en el cardine mundus, en un eje lejano opuesto que sirve de espejo negro y deformado del mundo. Allí lo que parece bueno nos hace mal, lo que aparece maligno nos beneficia, por lo que quedamos paralizados por el terror de la confusión. En este saturnal sitio, todo lo opuesto a Orfeo florece. Así, no importa si uno tiene un gran talento para realizar con destreza las artes, sino se encuentra la capacidad para disfrutar de la vida y la belleza a pesar de todo, ese potencial quedará mudo. Si uno se deja llevar por lo negro, el mero hecho de escribir, de rimar y enlazar palabras, se antoja tan ridículo y repugnante que preferirá el silencio y lo muerto.

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