“El infierno está desatado en el alma de la mercancía”
Walter Benjamin
Bartleby, cuyo nombre sin apellido parece más un seudónimo, es un trabajador común y silvestre de una oficina de amanuenses. Es un hombre que labora junto a tres compañeros: El viejo, Turkey; el joven, Nigger; y el adolescente, Ginger Nut. Al inicio no es posible saber por qué estas cuatro personas han sido llamadas así, pero luego las funciones realizadas por cada uno dejan ver que el asunto tiene que ver con sus atributos y cualidades laborales.
Lo que conocemos por la narración del escritor norteamericano Herman Melville es que los tres colegas son diferentes a Bartleby: son laboriosos, no chistan al hacer sus deberes y se portan según el clima y los trámites del día. Bartleby, por su lado, es un trabajador de cuarta, es decir, llega a última hora a laborar en el buffet de un jurista respetado de New York. Su trabajo es simple: redactar y rectificar, pero ante un pedido de la alta gerencia de revisar un manuscrito, este responde con un contundente «Prefería no hacerlo».
¿Qué quiso decir con aquello? Todo el aparato burocrático del bufete entra en crisis. Y es desde aquí que el personaje de ficción de Melville da comienzo a una revolución en el sistema laboral, el NO como terrorismo sistémico. Un ya NO más, que se entiende como una ruptura de la cadena de órdenes serviles que debería realmente responder a todo con un SÍ. Ni Turkey, ni Ginger Nut, ni mucho menos Nigger tienen tal palabra en su diccionario de empleados, ni desean usarla.
Bartleby, al afirmar aquello, se convierte en la negación pura, o mejor, en el prototipo de post-hombre de avanzada, que al tomar parte de un acto lo hace representando toda la humanidad. ¡Preferiría no hacerlo!, ¡Preferiría no hacerlo!, ¡Preferiría no hacerlo!, y así varias veces pronuncia la misma frase para rectificarle al jefe que ha oído bien las palabras de un subalterno. Y lo afirma como alguien que sabe y se hace responsable por lo dicho, y semejante a la historia que si se cambia una coma, enloquece, así reina el caos en el bufete. ¿Es que no tiene acaso más palabras para responder o no podría ser más diplomático o ha agotado este empleado su lenguaje?
Esa extraña pasibilidad del personaje de Melville ante la institucionalidad, ante las órdenes laborales, parece remontarse a la actitud derivada de Anaxarco, el maestro de Pirrón, que habiendo caído este desde un barranco, negó tajantemente a su discípulo que lo rescatara, aduciendo que toda cosa era indiferente en sí misma y que lo mismo era vivir en un hoyo que en la superficie de la tierra. ¿Es Bartleby y el síndrome de Anaxarco una apología a la pereza, la indiferencia y la negación? Hay que ir más despacio para definir e intentar entender a este «trabajador de cuarta«.
¿Son hombres o son engranajes los que trabajan en una empresa? El mundo y el sistema, resumido en Maquiavelo, Descartes y Adam Smith, ha considerado al hombre como una máquina fisiológica y económica que al lado de otros hombres constituye una cadena de montaje. Melville, como escritor, intuye que el materialismo es hermano gemelo del capitalismo, y ambos conforman la visión del hombre como autómata pensante (vaya ironía), que produce y consume, e incluso, que tiene su alma en la glándula pineal.
Muchos años después nacería la mixtura de ambos conceptos: prosumidor (crédito para un sociólogo y no para un novelista), pero volvamos al asunto, pues no solo el racionalismo cartesiano y el capitalismo de la “mano invisible” permean el ambiente donde se desenvuelve Bartleby, sino también el espíritu de rectificación de Ned Ludd (y no de Zaratustra) que con su martillo intentaría parar el engranaje de la máquina a toda costa.
Aunque no adelantemos una conjetura, pues al interior de la maquinaria laboral, el “trabajador de cuarta” con su «Preferiría no hacerlo», solo ha torcido algunos radios de la rueda y no ha logrado neutralizar todo el aparataje. Bartleby queda envuelto en esa densa maraña burocrática económica y productiva que atrapa el alma del hombre moderno. Sería Franz Kafka, el escritor checo de orejas extrañas, el que vaticinaría esta situación, ya que ante las súplicas reiteradas de los clientes en la oficina sobre reclamos laborales, afirmaba: “No entiendo porque no echan mano de todo y lo destrozan”.
Kafka, como sabemos, tenía razones para evitar el caos y por eso, bajo ningún modo, fue un Bartleby. Su NO era un no dentro de sus novelas, pero en el sistema de papeleos, compromisos laborales y en su función de abogado, su NO, era siempre un Sí. Ese era el círculo de toda su vida. Por otro lado, el personaje de Melville usa el NO, como NO. Ese reiterativo NO que significa terrorismo en un sistema que no se detiene a interrumpir su cadena de suministros y órdenes. Pero este NO, no significa dejar de hacer algo, simplemente es un NO categórico y kantiano que busca evitar dañar moralmente a otro ser humano. Esa misma palabra de dos letras que el nazi Adolf Eichmann rehusó emplear por temor a ser ineficaz en su función burocrática en Auschwitz, alegando que la moral kantiana supeditaba su voluntad al principio de las leyes generales de hacer lo correcto. «Compórtate como si el principio de tus actos fuese el mismo que el de los actos del legislador o el de la ley común». Aunque es obvio, como el burócrata alemán afirmaría en el juicio de Jerusalén: «Solo había leído la Crítica de la razón práctica, y no la primera obra del filósofo donde afirmaba que todo hombre se convierte en legislador desde el instante en que comienza actuar.
Así el Bartleby de Melville no es kantiano, es imposible que lo sea, ya que contrariaría el espíritu de las leyes que obliga a vivir en consonancia con ellas. Antes bien, con su acción, que en esencia es una forma de pasividad, inventa una nueva forma de ser. Surge el legislador de su propia naturaleza, el destructor de un atroz determinismo que deposita en sus manos el futuro, ya que la lógica del capitalismo y sus dogmas de libre mercado, libre comercio, y libertad individual (¡Vaya timo!) no dejan otra opción: «o está con nosotros, o contra nosotros».
El viejo Turkey, cuando el jefe le pregunta desconcertado por la actitud de su “trabajador de cuarta”, afirma que aquel tiene toda la razón, pero Nipper es más tajante: «Yo lo echaría a puntapiés de la oficina». Ginger Nut solo se limita a responder: «Creo, señor, que está un poco chiflado». Immanuel Kant, sobre la misma situación, deduciría que Bartleby está actuando según las leyes que lo atan a su deber moral particular.
Los sistemas laborales están compuestos de certidumbres necesarias para que todo funcione mecánicamente. De ahí que, al surgir una contradicción, una negación, un «Preferiría no hacerlo», o un NO como respuesta, sea esto una amenaza o una especie de terrorismo sistémico que acusa como pretexto a Marx o al sindicalismo. ¿Qué sucedería si todos los funcionarios dieran un NO a su jefe como respuesta, ante una petición que contradiga su sentido moral? Ser un Bartleby en pleno siglo XXI, mecanizado y homogeneizado ¿Significa ser un ni-ni? Y si el «Preferiría no hacerlo» es una especie de falsa libertad que represente un: ¡Heme aquí señor, habla que tu siervo escucha! Vamos.
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