La aspiración de la imagen a consolidarse como «lenguaje natural» explica su utilización en el libro para niños desde su origen. El pedagogo checo Jan Amos Comenius alega que la imagen es «la forma del saber mejor adaptada a los niños» para justificar su empleo en el Orbis Sensualium Pictus (1658), considerado con razón el primer libro para niños. Éste se presenta a un tiempo como antecedente de las estampas y como libro de lecciones de cosas, puesto que, Comenius al ser partidario de «poner las cosas junto a las palabras y las palabras junto a las cosas», preconiza unos métodos fundados en el juego y en las aptitudes naturales que se anticipan a las concepciones puestas en práctica por las pedagogías sensoriomotrices tres siglos más tarde. Al preceder al texto, la imagen está llamada a divulgar la escritura.
Algunos años más tarde, John Locke testimonia el mismo interés por la representación de la experiencia cuando escribe una obra sobre la educación: «Es inútil y carece de interés que los niños oigan hablar de los objetos visibles, si no tienen ninguna idea de ellos y esa idea no son las palabras las que puedan dársela, son las cosas mismas o las imágenes de esas cosas» (Algunos pensamientos sobre la educación, 1693).
Al hilo de los años, las personas cultas, celosas de un saber libresco en el que se asienta su poder, desconfían de un sistema de comunicación cuya facilidad de acceso lo vuelve incontrolable. No dejan de recordar que la ley, por ser prescripción, debe aprobarse mediante la escritura. Hacen observar asimismo que ciertas religiones, temiendo que la imagen incite a idolatría, son iconoclastas. La propia etimología alienta esa amalgama cuyo origen se remonta a la raíz griega eidolon, imágen. La imagen que se dirige a la sensibilidad, a la imaginación, instaura una argucia polisémica que resulta difícil de amordazar. Corresponde por tanto a lo escrito imprimir un sentido determinado y la lectura de esa imagen será sometida entonces a la autoridad del texto del que durante siglos se convertirá a un tiempo en dama de compañía y en criada.
El uso de la imagen en el libro infantil se realiza por tanto a la sombra de la función de inculcar que la instala en una absoluta dependencia de los escrito. A partir de ese momento, la coexistencia entre el texto y la imagen en el libro para niños está estrictamente reglamentada. Un presentación de láminas, corriente en los siglos XVII y XVIII y durante una parte del XIX, justifica la partición, la fragmentación de los saberes y la imposición de un orden taxonómico. Encargada de una función didáctica, se limita a un papel descriptivo que responde a las necesidades del aprendizaje cognitivo.
Sin embargo, la presentación en láminas va a reducirse progresivamente a la exposición de un cuadro único, siempre delimitado por un espacio segregador (filete, orla, margen, etc.) que lo separa de los caracteres tipográficos. La presencia de un marco que funciona como una valla se vuelve necesaria por temor a una mezcla o a una promiscuidad visuales entre el texto y la imagen. La alianza en un mismo espacio de sistemas de comunicación perfectamente separados resulta sospechosa. La relación de fuerzas existentes entre figuras analógicas (imagen), fáciles de identificar y signos arbitrarios (texto) difíciles de descifrar, amenaza el orden del texto impreso. De este modo, texto e imagen quedan dispuestos cara a cara, obligando a una lectura sucesiva y a menudo opuesta. Esa dicotomía discriminatoria que los ilustradores no se les ocurre cuestionar antes de principios del siglo XIX, cuando a su vez se convierten en autores, explica la limitación de la imagen a un rol ornamental.
La separación secuencial persistirá durante el siglo XIX, cuando logra demostrar su legitimidad narrativa en las primeras historias en imágenes dibujadas por Rodolphe Toppfer para sus jóvenes alumnos.
A lo largo del siglo XIX, se ejerce la voluntad paródica a través de la caricatura con objeto de reprimir e incluso corregir las malas inclinaciones naturales del niño, Así, los alemanes Henrich Hoffman (Strummelpeter, 1844) y Wilhelm Busch (Max y Moritz, 1865) toman de la imaginería popular un dibujo rudimentario y contrastes de colores intensos que tienen como objetivo impresionar a los jóvenes lectores con la violencia de la representación. Lo mismo que la caricatura, la representación idealizada de la infancia está destinada a acompañar a la literatura edificante que estaba surgiendo. Está basada en una concepción del niño presentado como un adulto en miniatura, un ser débil y limitado cuya belleza de trazo traduce la pureza original. En el espíritu de la época, un niño guapo es un buen niño.
Es cierto que los progresos técnicos logrados por los medios de reproducción explican el gusto cada vez más vivo por las imágenes bellas. La notable calidad plástica de las ilustraciones inglesas de finales del siglo XIX produce un vuelco en la jerarquía que administraba hasta ese momento las relaciones entre el texto y la imagen. Se compran keepsakes, toy-books, libros de regalo y de canciones para mirarlos y en segundo lugar, para leerlos.
Cuando a principios del siglo XX la ilustración empieza a buscar un relevo simbólico que le permita escapar a las trampas de imagen-espejo, inicia un proceso que libera a la representación metafórica de la definición convencional de la infancia, cuya ambivalencia descubren los primeros trabajos de los psicólogos. La analogía de un pequeño animal escapado de la huerta y un niño, colocados en idéntica situación de aprendizaje es idealizada gracias a los recursos expresivos del antropomorfismo zoomorfo en Perico el conejo, creado en 1902 por Béatrix Potter. El animal se convierte entonces en un tema recurrente en la literatura gráfica destinada a la infancia, a la que la animalización ofrece la posibilidad de pasar del individuo al personaje. Basta añadir algunos detalles morfológicos, ciertos rasgos pertinentes, determinados atributos de la indumentaria, como harán Félix Lorioux, Walt Disney o Jean de Brunhoff en los años treinta, para producir figuras emblemáticas o totémicas.
En la actualidad, los libros de imágenes están poblados de personajes animales cuyo aspecto fabuloso es producto de una hábil dosificación gráfica entre representación humana, naturalista y totémica. Para los niños contemporáneos, la naturaleza emblemática de estos personajes los dota de un poder maravilloso acentuado por su facilidad de identificación. Por eso, los libros destinados a la infancia, en plena expansión desde los años ochenta, también están invadidos por el antropomorfismo animal, cuyo registro simbólico permite utilizarlo con mucha flexibilidad.
Son diversos los factores que explican la emancipación de la ilustración a partir de los años treinta. Sobre todo, la naturaleza de sus lectores, considerados durante mucho tiempo como un público menor, autoriza el punto de vista estético del álbum. Influenciada por los cambios que modifican la definición tradicional de la infancia la imagen produce nuevos espacios de lectura.
Es evidente que los numerosos ilustradores que reivindican la condición de autor han tomado conciencia de la riqueza expresiva de los diversos elementos que componen la materialidad del libro. Con objeto de asegurar a la imagen una cualidad de escritura alternativa, intercalan el texto en la ilustración y reconquistan el pleno dominio del espacio papel, agrandado por el frecuente uso de la doble página. Conscientes entonces del carácter expresivo del tamaño y de la forma del espacio visual, que si bien no alteran el contenido, al menos producen un resultado valioso, los ilustradores diversifican la selección del formato.
Al librarse de los tabús, la ilustración apenas necesita apoyarse en las figuras emblemáticas. Por ello, la noción de personaje heroico tiende a desaparecer en los álbumes de vanguardia, mientras que cada vez es más frecuente el uso de la representación antropomórfica, porque el animal tiene las espaldas anchas cuando da cuenta de la diversidad de expresión y de la complejidad de las emociones infantiles, pero esa riqueza no deja de entrañar un desplazamiento de su funcionamiento metafórico.
Así pues, la imagen testimonia la implantación de los álbumes en la época actual. Los préstamos tomados de la fotografía, de la televisión, del cine y de la publicidad son otros tantos signos de la actualización de esa literatura de colores.
Los libros de artista, cuya publicación en el sector editorial los hace accesibles a un público amplio, demuestran la ambición de los libros de imágenes.
Bibliografía:
- JAN, ISABELLE. Literatura infantil. 1984.