El hombre que llegó a ser rey de Rudyard Kipling

Hubo un tiempo de aventuras, de lugares entre la frontera del mundo conocido y el mito, que pertenecen a nuestra primera educación sentimental, en la que habitan personajes de leyenda como Danny Dravot y Peachey Carnehan, protagonistas de grandes aventuras, cuyas historias, en las novelas o en el cine, han llenado de sueños nuestras vidas. Personajes que se convertían en amigos y saltaban de papel a la gran o pequeña pantalla, deslumbrándonos con sus pericias y proezas, hazañas llenas de valentía y coraje, siempre en compañía de fieles amigos a los que nunca dejaban en la estacada. Historias llenas de valores y virtudes, como la lealtad, la templanza, la prudencia, la fortaleza o el sentido de la justicia, cuando el registro narrativo era la épica; y sin renunciar al humor o al romance.


En muchas de estas historias, lo británico es protagonista absoluto, asociado a aquella visión colonial del Imperio, tan cercano en el imaginario juvenil a la idea de la aventura. Los imperios, como el británico, se forjaron en base a los héroes y precisamente en sus fronteras. No nos tenemos que remontar a la antigua Roma para confirmar que es en la frontera donde todo imperio forja su leyenda, se enfrenta a sus contradicciones, intenta contener y frenar a los bárbaros, lucha denodadamente contra sus fantasmas y finalmente ve confirmada o quebrada su razón de ser. Precisamente en aquellas historias, donde los personajes luchaban codo con codo, inspirados por el honor, la camaradería, la fidelidad al ideal, la búsqueda de fortuna y gloria, se consolidó la admiración de varias generaciones por el género de la aventura colonial.


El recurso de la Grecia clásica al mito, consiguió que lo británico trascendiera la frontera y que el Imperio se consolidase en el imaginario colectivo que se trasladó a la literatura.


Volver a Kafiristán supone traspasar la frontera y adentrarse en lo desconocido, que nos atrae y fascina y donde nos aguardan la aventura, la gloria, la fortuna y también la derrota y la tragedia. Inglaterra logró la inmortalidad de la mano del relato de Kipling, gracias al mito: conservador y fiel a su tradición y sus recuerdos, ha sabido preservar su mitología y dotar de un sentido trascendente a unos icónicos Danny y Peachey, que hacen rozar la leyenda en ese imaginario.


El relato de Rudyard Kipling es de sobra conocida por sus fieles lectores. Se publicó en 1888, en la editorial Wheeler´s Railway Library de Allahabad (India), formando parte de la colección de relatos titulada The Phantom Rickshaw. La técnica narrativa de Kipling reúne varios modos de exposición que se suceden y alternan: de forma directa, hablando el autor en primera persona; directamente del protagonista, poniéndose a sí mismo en tercera persona; e indirecta del personaje en primera persona. La vivacidad de la narración es así sorprendente y cambia los focos de la formidable historia, entra en el mismo temple de los aventureros, en sus mentalidades, formación, motivos, planteamiento y conducta. El lugar elegido, un rincón perdido y hosco del Asia montañosa del siglo XIX, una región casi desconocida entonces, es lo que podría definirse como un anti Shangri-La, paraje también escondido entre cordilleras. Además del sitio real escogido, la montaña afgana con su apartamiento, su exotismo y su rudeza, la circunstancia histórica de la aventura de Kipling- el imperio, la colonia, la milicia y la frontera- es su cuadro determinante. Es de señalar que el autor basó las líneas más generales de esta novela corta en la historia real del masón norteamericano Josiah Harlan, hombre culto y aventurero con conocimientos militares que hizo su primera entrada en Afganistán disfrazado y que llegó a príncipe de aquel cruel, turbulento y despótico país de la primera mitad del siglo XIX. Fue sobre todo a partir de 1836 cuando Harlan se introdujo de lleno en el farragoso Gran Juego afgano y llevó allí a cabo sus más extraordinarias peripecias. Sin embargo, para informarse geográficamente, Kipling recurrió a la edición entonces en uso de la Enciclopedia Británica, que también ofrece a sus aventureros para que se ilustren sobre el terreno que piensan recorrer y de paso, tácticamente recomienda al lector que aspire a saber más.


El artículo sobre el Kafiristán que aquí interesa está bien nutrido de datos, sobre todo etnográficos. En realidad, se trata de una comarca, con someras alusiones a su localización y sus pasajes, como una tierra caracterizada por sus arcaicos e indómitos habitantes, definidos especialmente por ser tribus no mahometanas enclavadas en la escabrosidad de sus valles fronterizos y refugiadas allí como un islote en medio de un océano musulmán. Kafir significa infiel, justamente nombre otorgado desde la perspectiva de su entorno adornado con los mitos de su raza blanca y de su descendencia más o menos directa desde las gentes del gran Alejandro. En cambio, aunque se interesan los héroes por los mapas, apenas hay alusión a ellos. El Map of Kafiristan de 1881 fue dibujado por el cartógrafo Henry Sharbau y editado por Edward Stanford en relación con la Royal Geographical Society, pero habrá que esperar a 1896 para que un nuevo mapa británico de la zona recomponga algunos datos. A pesar de todo, Kafiristán era un punto negro en el reconocimiento cartográfico de Asia, por lo que estos raros documentos, aunque inciertos, eran muy valiosos.


Así pues, Kafiristán queda en la geografía de las cordilleras de Asia como un enclave casi mítico, un territorio largo tiempo olvidado donde tanta conmoción causaron nuestros héroes.
El Imperio se movía en Asia con necesidad de saber lo que había al otro lado de las montañas o con curiosidad por conocer cómo eran las tierras más allá de sus límites. Era conveniente, por lo tanto, asomarse. Así, las inspecciones británicas de las complicadas fronteras imperiales de la India y de los mal conocidos territorios de los países inmediatos tuvieron modalidades variadas, desde las emprendidas por puros exploradores y las ordenadas y ejecutadas por militares hasta las realizadas por espías. El escenario de las cordilleras de Asia no podía ser más grandioso y hasta feroz.


Es un viaje, en suma, imaginario, pero anclado en un contexto real: claramente histórico, más imprecisamente geográfico en sus detalles, pero no en su ubicación y literario como expresión artística de las lejanías imperiales. Además de basarse el relato en el acceso a la región perdida y la estancia en ella, todo él está salpicado de referencias a lugares. Da la impresión que Kipling utilizó estas indicaciones como algo consabido en lo que pensaba que sería su público lector. Al prestar atención a esos nombres no solo manifestamos un respeto al autor, sino que nos empapamos de la red de sitios que constituyen las vidas de sus héroes y con ello, los entendemos mejor.


En el Kafiristán estamos metidos sobre todo en el terreno estricto del Gran Juego. Para tomar el camino de Jagdallak y luego girar al norte y nordeste es preciso partir de Peshawar, capital del actual sector noroeste de Pakistán, de viejísima tradición, que deja a su alcance el famoso Paso del Khyber, la entrada tradicional al Afganistán con extrema carga de tensión fronteriza a lo largo de los tiempos. El Paso de Khyber o Jáiber sigue ahí, en el difícil contacto de las áreas tribales de Pakistán con su occidente, igualmente o más tribales, guardando una larga historia en las comunicaciones e incomunicaciones de esta parte del mundo y Jagdallak, el punto donde salirse del camino principal, se encuentra bastante más lejos, ya en la ruta a Kabul. Precisamente en esos terrenos es donde se adentran disfrazados, como lo hiciera Harlan, los valientes y errantes Carnehan y Dravot que van hacia su destino definitivo. Dejan la caravana antes de Jagdallak y toman aspecto de paganos (ni musulmanes ni ingleses), suben por sendas estrechas y atraviesan vertiginosos puentes de cuerdas, penetran en montañas altas y negras, frías de muerte, un país cruel y terrible, pasan por valles profundos, ven pueblos esparcidos, hielo y nieve, en parca descripción que recuerda las crónicas de los exploradores españoles de las Indias, igualmente sencillos, pícaros, errantes, soñadores, osados y escuetos. Se reúnen con gentes arcaicas del piel blanca que llevan arcos y flechas, que adoran unos ídolos situados sobre una colina y participan en sus ritos primitivos. Allí se produce su transformación en dioses y reyes, no sin muertes ni violencia, ocupando la comarca al estilo militar y formando en ella un reino unificado que remite a Alejandro, a la masonería y en definitiva, al Imperio. Logran a su modo algo que considerar una nación, a la inglesa según su criterio, lo que puede parecer una parodia o un virreinato que piensan someter a la Corona británica y con él contrarrestar a Rusia. Por los mismos años, justamente, se estaba logrando la unificación política de todo Afganistán, que poco después incluiría forzadamente el Kafiristán.


La historia está contada magistralmente como una oda del viejo soldado. Una lectura que más allá de la anécdota, trata de la aventura, de la geografía, de la historia, de la etnología, en la que el lector reflexivo encontrará el sentido o sinsentido del mismo Imperio, de sus luchas y propósitos, representado en estos locos perdidos por Asia.

Bibliografía:

  • KIPLING, RUDYARD. El hombre que llegó a ser el rey. Fórcola Ediciones, 2020.
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