«Los perros son mejores que los humanos porque saben las cosas pero no las cuentan.«
Emily Dickinson
Sobre mascotas, recuerdo que Marcela, mi novia peruana, tenía un perrito que al principio no me caía bien. La sinrazón era que lo encontraba medroso, un poco frágil, y con un evidente problema de alopecia, que daba la sensación de que toda comida preparada en casa, tenía lanas rubias. No sé cómo el chucho llegó a la casa de mi novia, solo oía a Pilar, mi suegra, decir que él era un milagro de Dios, y eso era todo. No explicaba más. Aún así tenía la impresión de que esta pelusita, si no tomaba conciencia de su naturaleza, podría ser un bocado suave de otro perro más grande y voraz.
En algún momento me confronté en la idea de que, si quería a Marcela, debía querer también a su mascota, que curiosamente se llamaba “Marcelo”. Estuve pensando esto un tiempo, hasta que me convencí de que prodigarle amor, ni me sumaba, ni me restaba, antes bien, disfrutaba que subiera sus patas delanteras a mi pantalón, meneara su diminuta y agraciada cola, y ladrara con delicadeza cada vez que me veía llegar.
Un buen día, en plan de visita sentimental, me enteré de que el perro no estaba en casa. Timbré, esperé, y Marcela abrió la puerta lentamente, como si deseara terminar la relación o como si algo realmente grave hubiese pasado en la familia. Al ingresar a casa sentí un ambiente extraño, y vi una docena de personas apostadas en la sala principal con caras largas, todos, conservando un frío silencio. Por un momento pensé si acaso no sería esto un servicio cristiano casero, pero luego toda esa gente reunida allí daba la impresión de que estuviesen en un velorio o en un funeral.
«Marcelo ha muerto», dijo Marcela y me enrosqué entre hombros. Sin qué decir, la abracé para contenerla, y aunque evité preguntar más sobre el tema, en el cuchicheo de la sala, donde había café, y ojos apesadumbrados, se oyó decir que Marcelo había salido corriendo tras un gato, y había terminado debajo de las llantas traseras de un bus urbano.
Me acerqué a mi suegra, y ella como intuyendo mis emociones, agregó que sabía que Marcelo no me caía bien y decidió contarme cómo lo había traído a casa para una temporada de Navidad. Con voz suave y quebrada narró que en realidad este nació -en sus palabras- como «enviado de Dios», pues era casi un aborto cuando fue rescatado de un basurero cercano, y antes que dos gallinazos intentaron hacer de él un buen lomo para su cena.
Oía cada palabra con atención, hasta que agregó que, Carlitos, su primer hijo, antes de morir, había deseado tener una mascota, que fuera, algo así como un hermanito menor. De ahí, afirmó, el nombre de «Marcelo». Me sentí avergonzado al extremo. Tanto, que por un instante podía sentir que la «pelusa rubia» con patas y hocico, bajaba por las escaleras del segundo piso de la casa a recibirme y posar sus patitas tiernas y delgadas sobre mi pantalón.
Después de la vigilia fúnebre, y al regresar a casa, me recluí en mi habitación pensando que cada animal representa algo para alguien, y nadie debía, con razones o no, cuestionar que una mascota sea como un hijo o una hija entre la familia. Más que adorno, o compañía, comprendí que esos seres vivos y amorosos representaban un principio de vida para algunos en algún momento determinado. «Marcelo» era el hermanito deseado de Carlitos, antes que se lo llevará un cáncer de estómago a la edad de 8 años.
Esa noche, terriblemente triste y avergonzado, soñé con Marcelo. En esa escena nocturna veía cómo se lanzaba hacia mí besándome con su lengua mojada, y yo sumamente feliz, lo correteaba para verlo saltar emocionado entre los montículos del parque de mi conjunto residencial. En esa ensoñación me enternecí y como a un hijo, le extendía mis brazos para arroparlo. Luego comenzó a lamer mis dedos. Podía sentir su babosea en cada uno de ellos, mientras con mi otra mano sobaba sus tres pelos a punto de desprenderse de su cuerpo frágil.
Al día siguiente, cuando desperté, tenía mis dedos mojados y metidos entre mi boca después de haberlos lamido toda la noche. Había trocitos de lágrimas secas en partes de la sábana. Sacudí la cama. Entré al baño, me miré al espejo, salí al centro de la ciudad y adopté un perro, el cual llamé «Marcelo» en honor a esa pequeña pelusa rubia, el «Marcelo» de mi novia peruana, y el hermanito menor de Carlitos.
Para aprender a quererte