En un sentido general, los cabellos simbolizan un principio primitivo, una manifestación energética y de fertilidad, pero a través de los siglos han ido adquiriendo una más amplia riqueza alegórica que ha derivado y se ha ido incrementando en multitud de tradiciones y ritos que han dado origen a infinidad de leyendas y mitologías. Entre ellas están las que confieren al cabello un sentido telúrico. Se les asocia con la hierba, cabellera de la tierra y por lo tanto, relacionados con la vegetación. Su crecimiento para los pueblos agrarios es a imagen de las plantas alimenticias, de ahí la importancia y el cuidado que todos los pueblos calificados de primitivos acuerdan a los cabellos.
En el mundo de los símbolos es frecuente establecer una relación directa entre la abundancia de pelo y la potencia sexual, lo que derivaría de la creencia en la fuerza vital de la cabellera. Esta asociación ha sido especialmente seductora para la literatura amatoria, en prosa y en verso, que ha creado infinidad de especificaciones eróticas que establecen inequívocas correspondencias entre sexo y pelo. Las bellas surgidas de los pinceless venecianos y de las telas de Dante Gabriel Rossetti conocían bien el arma de seducción que era una esplendorosa melena.
Desde la Antigüedad clásica la ofrenda de la cabellera o parte de ella, con motivo de un voto, un rito o una ceremonia religiosa, fue considerado un acto no solo de devoción, sino también sacrificial. Esta costumbre estuvo muy extendida por Grecia y Oriente. Las jóvenes de Tracia, siguiendo una vieja tradición, ofrecían en los actos previos a su boda, unas trenzas de su cabello a Hipólito. En otros lugares, eran las diosas Atenea o Artemisa quienes recibían esta ofrenda de las doncellas casaderas. Una abundante cabellera, de manera muy especial para el sexo femenino era y es un atributo de hermosura. Ya Apuleyo en el siglo II d.C., lo afirmaba categóricamente: «Y es que si le cortas el cabello a una mujer de escogida belleza (que ojalá no se dé el caso), la estás despojando de su natural encanto si se presentara calva, no podría gustarle ni a su querido Vulcano».
En realidad en infinidad de actos o situaciones en los que se exige el sometimiento de un individuo a otro u otros, se recurre a la estrategia castracional del rapado del cabello: cárceles, cuarteles y conventos. En Francia, durante la Segunda Guerra Mundial, el castigo que más temían las mujeres que habían colaborado o mantenido relaciones sexuales con algún miembro del ejército de ocupación nazi era el que les infligían sus propios compatriotas: el afeitarles la cabeza, humillación y vergüenza supremas que revelaban a los otros su comportamiento traidor. Que cortarse el pelo era una ancestral manera de infligirse un castigo, una penitencia, tenía que saberlo perfectamente son Juana Inés de la Cruz. Con aquel tesón que era uno de los rasgos de su carácter, para aprender gramática se autoimponía un reto: si en un plazo determinado no había conseguido memorizar el tema de estudio, se cortaba cinco o seis dedos de pelo de su larga melena. Caso de reincidir en su ineficacia, no dudaba en volver a utilizar las tijeras. Tijeras que destinadas a este uso merecieron la condena de Francisco de Quevedo, por entender que ofendían el cabello. Sin duda, el poeta tenía que admirar las luengas melenas de las bellas, puesto que en su soneto de sus Poemas amorosas celebra el cabello de una dama, que habiéndosele mandado cortar en una enfermedad, ella no quiso.
¿Cómo pudiera ser hecho piadoso
dar licencia villana al duro acero
para ofender cabello tan hermoso?
El paulatino deslustre de la belleza de los cabellos por el transcurso de los años, la pérdida de volumen, brillo y color, siempre ha sido lamentado por los poetas de todos los tiempos. Incluso Fray Luis de León fue sensible a su atractivo y en un poema titulado A una señora ya pasada la mocedad dice:
Elisa, ya el preciado
cabello, que del oro escarnio hacia
la nieve ha demudado.
La admiración por el cabello rubio, el deseo de poseerlo de este color, la creencia de que acentuaba la hermosura de un rostro femenino, ha primado ampliamente sobre el gusto por e pelo negro. El prestigio tradicional de aquel no lo tiene este. Ello viene ya atestiguado en vario textos de la Antigüedad. Homero pintó con dorada cabellera a Venus, Juno y Minerva; Ovidio también ensalzó este color e incluso Marcial, aunque indirectamente hace referencia a las excelencias del mismo en uno de sus epigramas: «Te envié, Lesbia, unos cabellos de una raza del Norte, para que sepas cuánto más rubios son los tuyos. »
Durante todo el Medioevo en Francia el cabello rubio era sinónimo de belleza. Rubias son las alegorías del Roman de la Rose, las heroínas de las canciones de gesta, de sus romanceros, de sus pastorales. Margarita de Valois, hija de Catalina de Médicis, poseía un hermoso pelo negro, pero insatisfecha con él, lo adornaba con postizos de los cabellos dorados que hacía cortar a pajes rubios que a tal propósito contrataba.
La tradición popular siempre ha tenido una mirada peyorativamente sospechosa hacia los cabellos rojos. Relacionados con Judas Iscariote, tienen connotaciones de bajeza y traición. Según J.E. Cirlot, poseen asimismo un marcado carácter demoníaco y en general se les reprocha su calidad de provocación, de ser emblema de una sensualidad exacerbada y animal. Así debieron interpretarlo autores como Sacher-Masoch y Zola, al describir a sus fatales heroínas con una lujuriosa cabellera ígnea. A la sádica Wanda le brilla con tonos de fuego y Nana excita al público que va a admirarla al teatro levantándose el pelo por detrás para mostrar su nuca de cabellos rojos.
Sin embargo, a medida que avanza el siglo XIX y paralelamente al gusto por el pelo negro, se aprecia una actitud más tolerante hacia el color rojizo, tanto es así que Octaves Raisson declarará: «En cuanto a las personas que tienen la desgracia de poseer los cabellos rojos, que ellas se abstengan de la tontería de teñírselos. » A pesar del previo juicio negativo de la frase, es evidente un cambio de opinión en la advertencia que le sigue, cambio de opinión que progresivamente se irá reflejando en la literatura y en la pintura. Pero si una cabellera grana ya no merece la desaprobación estética de años antes, la sospecha de ser símbolo de una provocadora y no controlada sexualidad no ha desaparecido y casi sin excepción, todos los artistas que pintan a una mujer con un exuberante pelo de este color recurren al mismo para sugerir al espectador su capacidad erótica.
Tradicionalmente se ha celebrado más a la mujer de tez blanca y pelo rubio que a la mujer de piel más o menos oscura y pelo negro. Después de haber estado largo tiempo eclipsados por los rubios, ya avanzado el siglo XIX, se produce en la moda un retorno a los cabellos negros. Esta revalorización más acusada en los países de Europa meridional, se explica por la influencia del exotismo oriental, el criollo y el andaluz. Los románticos franceses redescubren a Goya y a partir de entonces los que viajan a España quizá tienen la oportunidad de admirar, retenida en el lienzo, la ensombrecida mata de pelo de la duquesa de Alba. La cabellera enlutada se impone. Mérimée escribe su famosa Carmen en 1845, aunque habrán de transcurrir treinta años para que se haga famosa con la música de Bizet. Asimismo las dos heroínas literarias más inolvidables de todo el siglo XIX, Anna Karenina y Madame Bovary, tienen el pelo oscuro. Tal vez por aquella época y siguiendo los dictados de esta nueva moda, alguien recordaría que Homero describe a Nike como la de la negra cabellera y que en la época jónica se admiraba en las mujeres las largas melenas foscas, con una flor en ellas, según se desprende de la poesía de Arquíloco y Semónides. Al menos en cuanto a los ámbitos de la pintura y la literatura, la seducción y el prestigio que ha tenido la cabellera rubia han sido notablemente mayores que los que le han sido reconocidos a la oscura. Una de las respuestas al porqué de esta supremacía se halla en las poéticas palabras de Ibn Hazm en su defensa de una mujer que tenía un pelo aurífero: «Me la afean porque tiene rubio el cabello y yo les digo: Esa es su belleza, a mi juicio. Yerran quienes vituperan el color de la luz y el oro, por una necia opinión del todo falsa. ¿Censurará alguien el color del narciso fragante, o el color de las estrellas que brillan a lo lejos? Solo las criaturas de Dios más alejadas de toda ciencia prefieren los cuerpos negros, de color carbón: negro es el color de los moradores del infierno; negro el vestido de los que lloran por un hijo perdido y están de luto».
Su vida expande el suave perfume de las cabelleras sueltas. Con este paralelismo entre la vida de las mujeres y el aroma de los cabellos, Marcel Proust expresa su opinión sobre el sexo femenino, que como este tipo de fragancia cree que es inconsistente, fútil, ligero, pero voluptuoso. El comentario de Proust que aparece en la primera obra de juventud que publicó Los placeres y los días (1896), coincide con los años finiseculares cuando la representación o referencias a la cabellera es un lugar común no solo en las artes plásticas, sino también en la literatura. Ramón del Valle-Inclán acudió repetidamente a él en sus primeras novelas. En Sonata de otoño hace continuas menciones al perfume del pelo de Concha, la protagonista de la obra y en las páginas finales de la misma, en una escena cuya atmósfera responde plenamente a las corrientes erótico-decadentistas del período, escribe: «El nudo de sus cabellos se deshizo, y levantando entre las manos albas la onda negra, perfumada y sombría, me azotó con ella. »
Todos los pueblos primitivos, como lo demuestran los testimonios arqueológicos del Paleolítico Superior, cuidaban el cabello. Todos los pueblos civilizados hacen lo mismo, lo que indica que nos encontramos frente a un rasgo cultural universal. Pero la manifestación plástica y literaria de este acto, sobre todo cuando se transmuta n ceremonia, ha sido secularmente representada a través de la imagen de una mujer. El conocimiento de que también los hombres han dedicado una atención y un cuidado especial a su pelo solo ha generado consideraciones de tipo sociológico y antropológico, prácticamente nunca artísticas. La imagen de una figura femenina a la que peinan o se peina ella misma sus cabellos aparece ya en las primeras grandes civilizaciones y su representación a través de los siglos ha conseguido sorprendentemente llegar hasta la época contemporánea y ser capaz de estimular la creatividad de artistas de Picasso, Balthus o Miró. En la pintura alegórica y especialmente en la época del Renacimiento se representó a la Vanidad, uno de los vicios secundarios, en forma de mujer desnuda que se arregla el pelo con un peine y un espejo. En ocasiones, la idea se reforzaba mediante joyas y monedas de oro y también con la figura de la Muerte. Este motivo a veces se mezcla o se confunde con otro no alegórico: el de Venus que aparece generalmente acompañada por uno o dos pequeños putti que le sostienen un espejo.
Si los pintores recrearon infinidad de veces el tema de la mujer qu se arregla y embellece la cabellera ante el espejo, también los poetas fueron sensibles al mismo. Como el propio Rilke en un soneto titulado precisamente La dama ante el espejo:
Como en embriagadora especería
desata sin ruido en la fluidez clara
del espejo sus fatigados gestos;
e introduce allí dentro su sonrisa.
Y aguarda hasta que de todo eso ascienda
el líquido; luego vierte el cabello
en el espejo y, alzando los hombros
maravillosos, bebe callada de su imagen.
Existen cabelleras trenzadas de forma estricta y esmerada. Trenzas de una perfecta geometría, como surgidas de una simple pero primorosa labor de bolillos. Son hermosas, si el pelo que tejen es frondoso y brillante. Sin embargo, generalmente el pelo así retenido, privado de libertad, no ha despertado especial admiración, aunque la historia de sus cambios, según la moda y el gusto, nos informa de cuán remota es esta forma de arreglárselo. Hasta los tiempos de Augusto y tal vez incluso más adelante, las mujeres romanas se peinaban con varias trenzas, ceñidas fuertemente por cintas que se recogían por detrás de la cabeza. En la Alta y en la Baja Edad Media surgen con una relativa frecuencia periodos en los que se impone la moda de las trenzas. En un manuscrito del año 660 aparece representada una merovingia con el pelo largo y liso dividido en dos bandas trenzadas, aunque también era muy usual que las mujeres casadas llevaran el pelo recogido en un moño. Es probable, aunque la documentación disponible es limitada y fragmentaria, que en general las mujeres con trenzas estuvieran casadas, puesto que las mujeres solteras debían ir con el pelo suelto, deslazado.
Durante siglos, a lo largo de la historia, cubrir el pelo con un velo ha sido en muchas ocasiones obligatoria y aconsejable por los usos morales imperantes. Ya hacia 1200 a.C. apareció una ley asiria que obligaba a las mujeres a llevar velo en público. Más adelante, en la Antigüedad romana, hubo periodos en que las mujeres tenían la costumbre de cubrirse la cabeza, pues era considerado poco decoroso que se presentara a la mirada de los extraños el cabello desnudo. Asimismo, hallamos estas practicas morales en la tradición hebraica y en los textos paulinos. Posteriormente, en las épocas merovingia y carolingia, fuera del recinto del hogar, las mujeres generalmente llevaban los cabellos cubiertos por un largo velo que les cubría gran parte del cuerpo. También los hechos históricos de las Cruzadas tuvieron una gran influencia en el uso de esta prenda. A los estudiosos del tema nunca les pasó desapercibido el influjo de la moda oriental en la sociedad europea. Las damas occidentales adoptaron el velo mahometano o por lo menos la toca que ocultaba la frente inferior del rostro. El barboquejo o griñón, auténticas cancelas de la cabellera femenina, se impondrían en alternancia con el velo, desde finales del siglo XII hasta el XIV.
Una mujer honrada tenía que llevar el pelo oscuro. Así era también en Arlés, a finales del siglo XII; ahora bien, solo a las damas virtuosas les estaba reservado este derecho, por lo que cuando una de ellas se cruzaba con una prostituta que llevaba velo, las leyes permitían quitárselo, incluso más, debía arrancárselo para evitar que la comunidad confundiera a aquella con una dama honorable. Esta práctica la hallamos tres siglos más tarde, en Dijon, donde asimismo, quitar la toca a una mujer equivalía a acusarla públicamente de ejercer la prostitución o llevar una vida deshonrosa. Incluso dentro del interior del hogar, la moral y los usos burgueses exigían el recogimiento y el disimulo del cabello bajo la cofia. Este encarcelamiento de la cabellera femenina se manifiesta especialmente riguroso y largo en el tiempo en las áreas de la Europa septentrional, sobre todo en los países donde se impone el puritanismo. Mientras en la época del Renacimiento, muy en particular en Italia, las mujeres jóvenes, preferentemente solteras, llevaban el pelo al descubierto y adornado con perlas y redecillas, en Alemania, en la misma época e incluso durante el Alto Renacimiento, se veían obligadas como manifestación de su honestidad a llevar el pelo oculto.
El velo en su forma más ortodoxa, es decir, a manera de manto más o menos largo, se abandonará hacia mediados del siglo XIV. A partir de este momento solo lo utilizarán las monjas y las viudas. Lógicamente este abandono se realiza paulatinamente y alejándose de su finalidad púdica, se transforma para hacer de él un motivo de ornamento embellecedor, como complemento a los tocados de la cabeza.
Lo que se define por moda en su estricto sentido surge en el mundo occidental alrededor de la segunda mitad del siglo XIV. Su aparición y desarrollo se explican en gran parte por el despegue económico que conoce Europa, que se inicia en el siglo XI y que halla su culminación en las cortes principescas, ricas y fastuosas del final de la Edad Media.
En los siglos XIV y XV se fue imponiendo un gusto por la apariencia teatral y espectacular, la fantasía gratuita; una atracción por el exotismo y lo extravagante. La cabeza de la mujer también es sensible a estos excesos del artificio y cuando el velo pierde la función moral a la que ya nos hemos referido, van apareciendo una serie de tocados que progresivamente se van haciendo cada vez más complejos y extravagantes.
Entre los más antiguos y conocidos artificios para embellecer y rejuvenecer un rostro, figura el del tinte de los cabellos. Ovidio nos relata cómo las mujeres teñían sus canas con hierbas germánicas y a ello se refieren también en sus escritos otros autores de la Antigüedad como Marcial y Tácito. La exhibición y amaños para embellecer la cabellera soportaron durante siglos la censura de la ortodoxia cristiana, muy en particular la de los Padres de la Iglesia.
Otro de los artilugios es la peluca del que se tiene información del uso ya en el antiguo Egipto. En un principio solo se ornamentaban con ella en ocasión de las ceremonias, pero más tarde en todas las circunstancias. Las mujeres que la llevaban dejaban frecuentemente que sus cabellos naturales sobresalieran por los extremos de su postizo. A veces las pelucas eran en forma de trenzas. Respecto a la Antigüedad clásica, de nuevo hemos de recurrir a Ovidio para conocer el uso de estos artificios e informarnos de que había mujeres que compraban los cabellos ajenos a falta de los propios. Unos años más adelante, también Marcia hace referencia en uno de sus epigramas a la elegancia que presta a una dama romana el adornarse con una peluca hecha con los pelos de una esclava germánica. A partir de la época del Renacimiento, Margarita de Valois e Isabel I de Inglaterra, entre otras reinas y nobles, hermosearon y abultaron frecuentemente sus peinados con postizos y pelucas procedentes de otras cabezas menos excelsas. En la España del Barroco, por el contrario, las damas que tenían poco pelo preferían solucionar el problema con guedejas de difunto. En Francia, durante el reinado de Luis XI, las melenas largas, naturales o falsas, eran llamadas pelucas y los poetas les hicieron la guerra, sobre todo a los cabellos que llegaban hasta los ojos y extremidades apenas se detenían en los hombros y es que los postizos y los peluquines se fueron imponiendo de tal manera, fue tan aceptado su uso, que finalmente no se creyó necesario seguir intentando que pasasen por cabellos naturales: en realidad la moda fue exhibir un abundante, rico y exótico peinado recurriendo a todo tipo de artilugios. Fue esta una edad de oro para los peluqueros, pues ninguna dama era capaz por sí misma de edificar sobre su cabeza semejantes andamiajes. Si era una mujer de alcurnia, se hacía peina una vez por semana; si su posición económica era menor, dejaba pasar un mes entre dos visitas al peluquero.
La Revolución francesa iba a poner fin al inmoral despilfarro en que se había convertido la moda. Los polvos y las pelucas pronto pasarán al olvido, las damas del Consulado y del Imperio, como madame Tallien o la emperatriz Josefina, rechazan con desprecio aquellos aparatosos ornamentos y desnudan su cabeza: ha llegado la época de la austeridad y se cortan sus cabellos.
Podemos finalizar este periplo por la historia de la cabellera con los versos de Rafael Alberti:
¿No sabes que los cabellos
los peinan peines de plata?
Si a ti te los peina el viento,
¡Mejor que mejor, serrana!
Bibliografía:
- BORNAY, ERIKA. La cabellera femenina. Ediciones Cátedra, 2021.