Julia L. Arnaiz es graduada en Estudios Hispánicos y, aunque este es su primer poemario publicado, que incluye el prólogo de la poeta Carmen Plaza, podemos encontrar colaboraciones en diversas revistas digitales, así como poemas suyos en medios como Santa Rabia Poetry o en la antología De viva voz coordinada por Marina Casado y publicada por Ediciones de La Torre, que recoge los poemas del grupo poético los Bardos, del que forma parte la autora. Además, coordina la tertulia La Errante. Este primer libro de poesía de Julia lo publica la editorial asturiana Bajamar, que cuida con minuciosidad las ediciones de sus libros, y se encuentra concretamente en la colección amarilla de dicha editorial.
Es una amante de la música y eso se puede ver reflejado cuando accedes a las páginas de su poemario, podría decir cuando abres su puerta, que es “la superficie del mar” (tomando como referencia uno de sus versos). Encontramos que pululan en los versos de Julia onomatopeyas con las juega (como el poema del reggeton: tumpatumpatum), adquiriendo así su voz cierta musicalidad que empaña sus textos. Asimismo, Iggy, Bowie, Patti Smith o el guapo de la banda se acomodan entre sus páginas.
Debo decir que he tenido el privilegio de leer su poemario y aquí extraigo una lectura que es personal y que espero que no sea muy desacertada. Al fin y al cabo, las interpretaciones que podamos extirpar cada uno como lector pueden ser muchas y variadas. Creo firmemente en que la escritura es un proceso silencioso y solitario, como todo proceso de creación artística, y que es solo cuando se publica un libro que este pertenece a otros ojos que no son los tuyos. Y está expuesto.
Aunque el título del libro sea Hacia el agua, veo en sus versos también mucha luz. Una luz refulgente que tiñe y atraviesa sus palabras hasta que llegamos al final, pues en los últimos poemas el protagonista indiscutible es el mar, ese mar que arranca desde los mismos pies del yo lírico en el primero de los poemas, con una imagen que me recordó ligeramente a la de Dafne tornándose árbol en el famoso texto de Garcilaso.
La luz que rodea al yo lírico puede ser superficial (la de una película japonesa), o la luz cálida de los atardeceres ante la sombra siniestra que “avanza en las esquinas y teje su trampa”, una imagen que me llamó poderosamente la atención. También bañan las páginas las luces de verano, las luces amarillas o esa luz “cegadora de los fluorescentes de los túneles (…) naranja en la oscuridad de la noche sin estrellas” y las luces rojas de los coches, acompañadas de urracas y grajos. Esa luz acompaña al yo lírico en su paseo inicial por la nostalgia, por esa memoria que le guarda a la última galleta de chocolate que le conecta con la infancia, o la nostalgia por los lugares y por la ciudad más bella del mundo (un poema que me llegó ciertamente, en el plano más personal).
Así como se hizo la luz, se hizo también el pájaro. La extraordinaria Leticia González Díaz (pies en la luna es un su nombre de instagram, que sé que ahora las referencias a redes son las que mandan) supo bordar la imagen del pájaro blanco y el pájaro negro que, desde mi punto de vista, ofrecen la dualidad del poemario de Julia.
¿Por qué esa dualidad que menciono?
Creo que hay una evolución a poemas más oscuros hacia el final, antes de que el yo lírico se sumerja y nos sumerja como lectores en las olas del mar. Todas las imágenes se tiñen de sangre, incluso sangre verde “densa y fría” del autobús que cruzó el tórax del yo lírico, en un poema en concreto que me causó impresión, por lo surrealista y potente de la imagen.
Los pájaros acompañan la lluvia, el frío, elementos que emergen en esta segunda mitad del poemario, alejándonos ya de la luz que acompaña la nostalgia. En uno de sus poemas hallamos “Las zancadas del pájaro/ buscan con sus garras negras el fuego/ en el asfalto, como cerillas (…) remueve la tierra negra/ y vuela gris/ hacia la estrella rosa/ con las primeras persianas”. O bien “un gran pájaro/ rojo en sus muros/ sobre sus aguas herrumbrosas”, y los pájaros blancos que planeaban Wedding, pero sin alas. Los pájaros son, sin dudarlo, un elemento que puebla las imágenes creadas por Julia. Nos zarandean con sus alas y nos transportan a los lectores hasta el momento en el que el yo lírico se asemeja a un recipiente del dolor, pues es su cuerpo el que recibe el agua “que se clava con sus garras curvas” (y cito), o es el cuerpo que sufre la serpiente atravesada en la espalda.
Y si, en el inicio, el yo lírico creaba la playa desde sus pies, hacia el final (hacia el agua) es capaz de juguetear con él con plasticidad, tomándolo y contemplándolo como el marinero, o el niño perdido, o la luna embarazada, todos estos también observadores del agua. Ese “mar blando a oscuras” que la voz poética “saca de una caracola” para extenderlo sobre la cama.
Tras la nostalgia y la luz, los pájaros, y todos van hacia el agua.