Orígenes de la brujería

En la antigüedad la creencia en las prácticas mágicas mediante la intervención de los espíritus y de los demonios fue casi universal. Desde la prehistoria siempre que el ser humano ha especulado con la existencia de un mundo invisible ha sentido la imperiosa necesidad de relacionarse con él. Ya en los papiros egipcios se habla de los conjuradores y adivinos que obtenían capacidades de los demonios. En el llamado Código de Hammurabi se encuentra una prohibición aún más antigua sobre las artes mágicas. Para el historiador romano Plinio el Viejo, las prácticas mágicas eran la expresión de una ciencia temible y perversa, donde la medicina, religión y astrología se mezclaban en un saber único. Los escritores romanos hacen referencia a las mujeres que ejercitan estas prácticas, pero sin comentarios sobre si existía una represión contra ellas, ni siquiera durante la Roma cristiana, en la que no se las perseguía salvo que practicasen rituales que fueran consideradas como diabólicas.

En crónicas de la antigua Grecia, se detallaban actos mágicos efectuados por mujeres, que los empleaban con fines amatorios. Estos autores clásicos, describen lo encantamientos que realizaban, los cuales se recitaban en verso en forma de conjuro. Incluso en el Antiguo Testamento, en el primer Libro de Samuel (28-4), aparece mencionada la existencia de una nigromante con capacidad para evocar a los espíritus. El texto bíblico aporta información importante sobre la represión ejercida contra estas artes, ya que cuando Saúl requirió de sus servicios, ella no quiso colaborar ante el temor de sufrir la pena reservada para los nigromantes y magos de por aquel entonces. Estos ejemplos nos sirven de antecedente hacia los episodios más truculentos que pasarían a la historia.

Etimológicamente la palabra bruja tiene un origen incierto, quedando únicamente claro que su divulgación e imposición datan de la época medieval. Sin que se pueda afirmar con contundencia su procedencia, según algunos estudios se podría especular sobre su origen grecolatino. En latín existe el adjetivo de origen griego phygius con su variante latinizada brugius y ambos hacen referencia a la persona o cosa procedente de la región de Frigia, que ocupaba buena parte del noroeste de la península Anatoli o Asia Menor. La presencia en dicha zona de mujeres con poderes sobrenaturales es un constante en la mitología greco-romana, debido a la gran difusión que en la antigüedad y en el medievo tuvo por toda Europa.

Notablemente destacó Casandra, la hija del rey Príamo de Troya, la cual tenía el don de la profecía y la adivinación concedido por el dios Apolo que la amaba; representaba pues el icono de la mujer sabia y poseedora de poderes sobrenaturales. Así Casandra se convirtió en la frigia, cuya acepción en latín sería brugia, vocablo que serviría para dar nombre a las mujeres con tales capacidades extraordinarias. Posteriormente la lógica evolución fonética daría resultado a la palabra tal y como la conocemos.

Diferentes culturas poseen términos para describir a las mujeres a las que se creía dotadas de ciertas capacidades mágicas o que poseían conocimientos ocultos, pero la figura que nos viene a la mente al mencionar la palabra bruja, es el estereotipo procedente a partir del siglo XIII.

El advenimiento del cristianismo y su rechazo de las divinidades imperantes determinó una implacable persecución de los cristianos, sin embargo, una vez instaurada la fe cristiana en tiempos del emperador Constantino, se pasó a luchar enconadamente contra todo tipo de paganismo y sobre todo contra sus rituales.. Durante el siglo V se desarrolló el denominado Código Teodosiano, en el que se condenaba de forma contundente cualquier aspecto relacionado con la magia y el culto a los ídolos. Una de estas leyes penaba con la muerte a quienes celebraban sacrificios como ofrenda a los demonios. La expansión del cristianismo hace que el choque entre las diferentes religiones y culturas sea inevitable e incluso los cristianos llegan a adoptar ritos y nombres propios de las creencias anteriores según su conveniencia; sin embargo, otros cultos e ideas no son de su agrado, por lo que acaban siendo considerados como productos del diablo.

Dicho esto, podemos afirmar que la brujería únicamente consistía en determinados vestigios de religiones ancestrales naturales que existían por Europa antes de la imposición del cristianismo, llegando a convivir tales antiguas religiones con el cristianismo durante la épica medieval. Cuanto mayor importancia fue adquiriendo el cristianismo y fue creciendo el número de sus adeptos, se comenzó a considerar a ciertos dioses de la antigua religión como figuras diabólicas. En consecuencia, los que practicaban la antigua religión Se consideraron en brujas y brujos bajo el prisma de las autoridades eclesiásticas. Así que las brujas no fueron más que mujeres con conocimientos ancestrales sobre herboristería y botánica. En tal contexto los supuestos hechizos o bebedizos acompañados de oraciones, que tanto servían para curar una jaqueca como para despertar pasiones amorosas, en definitiva no eran otra que el uso de determinadas hierbas o frutos silvestres, en ocasiones de efectos afrodisíacos. Se debe tener en cuenta que, en aquella época, en la mayoría de las poblaciones rurales los médicos no llegaban a atender a las gentes, tanto por la ubicación a veces de difícil acceso, como por lógicas cuestiones de dinero. Así pues, en cada uno de esos lugares había una llamémosle hechicera, herbolaria, curandera o sanadora, a la que se acabó injustamente calificado como bruja.

Las auténticas capacidades que poseían e basaban en el conocimiento de determinadas técnicas que escapaban al entendimiento de la mayoría de las personas, relacionadas con los productos de la madre naturaleza y con sus propiedades sobre el ser humano. Estos conocimientos podrían ser beneficiosos cuando curaban enfermedades o por el contrario muy perjudiciales cuando su fin era dañino o mortal. Desde el punto de vista de las comunidades rurales donde vivían, todo ello les hacía ser para unos mujeres respetadas con poderes ocultos y para otros mujeres a las que había que temer.

Aunque cuando en las crónicas históricas se habla de las brujas, el término se utiliza en ocasiones como concepto genérico y por lo tanto sin que tenga que ser atribuido a un determinado sexo; el vocablo casi siempre ha sido empleado para referirse a la mujer y desde el principio de las primeras persecuciones contra la brujería, la historia nos ha dejado bien constatado que predominaban más las brujas que los brujos. Este panorama puede tener una explicación muy sencilla, ya que en las poblaciones que profesaban los antiguos cultos anteriores a la llegada del cristianismo, la mujer desempeñaba un papel muy importante, fundamentalmente basado en su capacidad natural de engendrar vida; baste recordar a este respecto la veneración que suscitaba la diosa de la fertilidad. Los conocimientos ancestrales y las artes consideradas en dichas sociedades como mágicas eran mayormente por mujeres. Por tanto, si a este aspecto añadimos la tradición que acarreaban los cristianos, que en determinados contextos consideraban a la mujer como un instrumento del diablo, el desencadenante de la caza de brujas se convirtió en una violenta lucha contra las mujeres en un ambiente que ciertamente, podríamos calificar de misógino.

Es complicado determinar el momento histórico en el cual empieza la caza de brujas, ya que el fenómeno fue el resultado de diversos factores sociales y religiosos que hicieron que paulatinamente se llegara a esa persecución. Hay que destacar que la brujería comienza a tomar importancia hacia el fin de la alta Edad Media, entre finales del siglo XIV y principios del XV. Es curioso reseñar que con anterioridad a esa fecha este tipo de prácticas no se tenían demasiado en cuenta, hasta el punto de considerarlas como ilusiones o fantasías. Desde el principio del cristianismo hasta casi llegar al siglo XIV solamente existieron casos muy aislados de personas acusadas de hechicería y ejecutadas, ya que las posición oficial de las autoridades era variable, aunque con cierta tendencia a no mostrar demasiado interés por la brujería.

Como ejemplos históricos tenemos el caso del emperador Carlomagno, quien prohibió las creencias en hombres lobos y en las brujas, así como las leyes de linchamiento contra supuestos individuos sospechosos de serlo. En el año 906, una ley eclesiástica denominada Canon episcopi describe a la brujería como un conjunto de ilusiones y fantasías. En Hungría, en el siglo XI, el rey Colomán se opuso a redactar leyes contra las brujas porque simplemente consideraba que no existían y en el siglo XII, el filósofo inglés John de Salisbury se refirió a la idea de las brujas como un fabuloso sueño al que no había que hacer mucho caso. En el siglo XIII la mismísima Iglesia Católica adoptó la postura de que toda creencia en la brujería era una ilusión, algo que posteriormente se le debería haber recordado y de la misma forma, hasta los mencionados siglos XIV y XV la ley secular no contaba con ningún tratado que hablase sobre la brujería.

Como el todo acontecimiento histórico, existe una evolución a través de la cual se llega a la persecución y a la caza de las brujas. En ella desempeña un papel esencial el ambiente de crisis brutal del final de la Edad Media, periodo en el que la figura del diablo cobra una gran fuerza en la vida de gentes agobiadas por todo tipo de penurias económicas, sociales y religiosas. Así, de ser un concepto distante el demonio pasa a convertirse en una realidad cercana y temida. Acontecimientos como el fracaso de las Cruzadas decepcionan a la cristiandad y en algunos ambientes se empieza a dudar de la fortaleza de Dios, al preguntarse cómo es posible que la Tierra Santa de Jerusalén continúe en manos de los infieles. Ese comienzo de duda en la fe cristiana implica un regreso a las supersticiones. Se estaba creando el ambiente ideal para que la superstición dominase una sociedad que se estaba sumergiendo en una gran oscuridad. De esta manera y en este contexto social sí que podemos fijar un momento clave que determinaría el acoso y la caza contra las brujas.

Hay que esperar al siglo XVIII para que con la difusión de las ideas de la Ilustración la obsesión y el histerismo por la brujería empiecen a reducirse poco a poco, pero para entonces muchas personas ya habían sido quemadas en la hoguera. Es sorprendente comprobar cómo de un siglo para otro la Iglesia cambia de opinión y de leyes, todo ello en función del momento social que se viva: lo que en un tiempo se interpretaba como un conjunto de supersticiones sin fundamento, posteriormente se transformaría en una prioridad religiosa que arruinaría la vida de muchas personas.

Bibliografía:

  • ECHAZARRA, ENRIQUE. Crónicas de brujería. Balazote libros, 2021.

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