Contra Shelley

De dónde viene el ser humano todos lo sabemos, a donde quiere llegar pocos lo conocen

Kant


A Diego Alejandro Vargas Aguilar

Todo parte de Francis Bacon, pues fue este el que dijo: «El espíritu no puede aceptar como verdadero aquello que carece de una demostración clara y evidente».  Máxima rectora que ponía al ateísmo como una respuesta al problema del saber y la creencia humana a partir del siglo XVI. Desde aquí, de los postulados del gran «restaurador« inglés de la filosofía-natural, es que se desprendía todo principio filosófico de piedad natural, de leyes justas, y todo lo concerniente a la virtud humana.  Pero los filósofos y empiristas de aquel siglo, que apenas veían el renacer del pensamiento desde el medioevo, incurrían en considerables errores de lógica, pues en el afán de contradecir toda creencia institucional para posicionar al hombre y a la ciencia, erigieron una utopía basada en la no-creencia para potenciar un humanismo que fue desplazado y contradicho por las posteriores guerras europeas.

En esta etapa racionalista (si se puede llamar así este prototipo de pensamiento) de la era de Bacon, se trataba de hipótesis, y ya no de verdades, y por eso el método adoptado, que constituían vías de indagación, descansaba en desmembrar tales hipótesis en proposiciones para encontrar una comprensión, más no una solución, ya que no se buscaban certezas, sino aprehensiones.  Fue este cartesianismo el que llevó a los médicos y empíricos del siglo XVI a desmembrar cuerpos para tratar de hallar el alma, a los filósofos del siglo XVIII a desnudar el lenguaje para no ubicar a Dios más que en la superstición, y el que condujo a Yuri Gagarin en el siglo XX fuera de la órbita terrestre hasta exclamar: Miré, y miré, pero no vi a Dios.  Es decir, preponderar el predominio de los sentidos para restaurar el saber humano, desligado de toda cadena metafísica, o al menos, un sistema de creencia.

Bajo esta idea es que el poeta, también inglés, Percy Bysshe Shelley, en pleno fulgor del Romanticismo europeo, osó afirmar, sin ton ni son: “Dios es una hipótesis, y como tal, debe ser probada: el onus probandi es responsabilidad del teísta”. Pero claro, Shelley, que rezuma el dogma de Bacon en casi todos sus trabajos literarios, convierte a Dios en hipótesis, no para aprehenderlo o conocerlo de alguna forma, sino para descreer, pues los ateos de su tiempo no están buscando certezas positivas, sino fundamentos de su descreencia.  Su escueto y superficial texto, que le valió la expulsión de la Universidad de Oxford, intitulado «La necesidad del ateísmo», ya contiene trazos problemáticos sobre el tema de unir ciencia y fe, bajo el prisma de la razón. No porque fuere incompatible, sino debido a que la razón, fortalecida desde el siglo XVII-XVIII, ya venía pensando a Dios por medio del lenguaje, desde el objeto científico, incluso desde la naturaleza misma.

Francis Bacon, primer barón de Verulamium, primer vizconde de Saint Albans y canciller de Inglaterra (1561-1626) fue un célebre filósofo, político, abogado y escritor inglés, padre del empirismo filosófico y científico.

Aunque, por supuesto, Shelley funda sus propias reglas para destrabar la hipótesis de Dios y establece tres divisiones para la prueba: Los sentidos, la experiencia y el testimonio. Sin embargo, su formulación es presa de un razonamiento tautológico, un sofisma generado desde la no creencia, pues si creer es un acto positivo, es decir, si se necesita un esfuerzo consiente de la voluntad, no creer, es el acto mental más fácil, más comprensible para creer, aunque no existan pruebas para descreer. Así que la voluntad en los ateos del Romanticismo es una quimera, ya que no puede haber voluntad donde no hay creencia mental prefijada. De ahí entonces que, si los ateos del siglo XVIII son férreos defensores de alguna voluntad, es porque confirman que creen, en una «no-creencia», y eso representa el mismo círculo natural de toda religión.

Pero Shelley, para hacer gala de su «no-creencia», se confirma en Newton, quien taxativamente concluía que todo lo que no se podía probar era una mera hipótesis. Esta es la forma cómo el poeta inglés entiende el llamado «Fenómeno de las cosas newtoniano», que no era más que el descubrimiento del efecto de los cuerpos, pero no de las causas en sí. Por consiguiente, que la filosofía no quisiera meterse en estos escollos, no significaba que no pudiera probarse cualquier hipótesis, aunque Shelley, en su orgullo y por medio de sus escritos, insistiera en aunar lo incomprensible bajo el término de «creencia«. Una manera rápida de juicio, que la pereza e ignorancia, de los humanistas y librepensadores del siglo XIX, resueltos a no creer, no iban a desentrañar per-se. Solo así, en esa desidia y falta de voluntad para comprender a «Dios como hipótesis», es que entendemos al hombre rebelde del Romanticismo, que no desea estar atado a nada, más, que a su propio progreso espiritual e interior, descrea tan naturalmente, como otros creen, y no les interese las disputas teológicas, donde tienen menos camino.

Pero las contradicciones siempre estaban presentes en esta época del renacer humano, ya que introducir a Dios (fuera persona o concepto, según los Románticos) en un tubo de ensayo, para sacar deducciones luego de observarlo, o era un ejemplo cómico y arrogante, o simplemente un discurso que necesitaba de pensadores ateos para defender el dogma de la razón. Hecho que los convertía en ciegos que tanteaban un elefante. El mismo Shelley, verbigracia, aducía que el hombre siempre teme a las causas desconocidas, a los efectos que le impedían comprender, y sobre esta ruina de la naturaleza, es que el hombre había erigido la imagen de la divinidad. ¿Cómo es posible que de una incomprensión o ruina natural surja la creencia en un ser superior que lo explique todo? ¿No es esto jugar a creer que los dados, una vez batidos y lanzados, sus números siempre den como resultado seis con seis?

Es evidente que el hombre Romántico, hijo de su época, necesita destruir para construir de nuevo, como en todo sistema, aunque los errores siempre hayan sido más rectores que los aciertos. No hay duda, era el renacer del hombre kantiano que se atreve a saber (sapere aude), que recibe una luz tenue por la que avanza a traspiés y que avanza en hombros de gigantes. Como sea, la creencia de que la desidia y la pereza mental del hombre lo haya hecho confiarse al juicio de otros, y crear así, a Dios, no es más que una muestra de que los Románticos estaban henchidos de orgullo intelectual, sin que presentaran una solución al hombre, más que atacar lo que creían en el fondo. Por eso es que aquellos no entienden la libertad, más que como libertad sin un principio de partida, y la verdad se convierte simplemente en una verdad ligada al arte en todas sus manifestaciones: pintura, escultura, poesía, música, y más.

El Romanticismo es un movimiento cultural que se originó en Alemania y en Reino Unido a finales del siglo XVIII como una reacción revolucionaria contra la Ilustración y el Neoclasicismo, confiriendo prioridad a los sentimientos.

Así, pese a todos aquellos tanteos y la forma irónica de cómo los Románticos abordan lo desconocido, lo incognoscible, no logran comprender la puesta del hombre en el cosmos, pues la ciencia hipotética, con Francis Bacon a la cabeza, buscaba presupuestos filosóficos para instaurarse encima de todo sistema de creencia (fuere Estado, Iglesia o Sociedad), tomando la razón como estandarte de su acción y conformación. Frankenstein, o el nuevo Prometeo (escrito por la esposa de Shelley), resume el prototipo ideal de hombre que se plantea en vías de buscar la luz, de encontrar una forma de crear de la nada sin necesidad de poderes superiores, solo con el mero esfuerzo humano.

Un hombre (Frankenstein) construido de partes indistintas, amorfo, sin pensamiento propio (pues su cerebro no es él, sino de otro), que se presenta monstruosamente como modelo de libertad, de vida, de voluntad autómata. Ficción o idealismo que confirmaba el deseo anidado en el fondo de todo corazón humano de rebelarse contra lo instituido y contradecir lo que no comprende, desconoce y le produce miedo. Era ese anhelo natural de ser libre hasta las últimas consecuencias, tal, como el primer Ser rebelde, es decir, como el demonio. Pero entiéndase bien, porque es una adoración al daemon griego, al prototipo de Ser libre, volitivo, autónomo, pantocrátor negativo, original, que sirvió de inspiración para los artistas del siglo XIX.

Finalmente, el problema, como se veía entonces, no era Dios, sino el temor a todo aquello que no dejara razonar al hombre moderno, europeo, libre. Y así se crean reclamos sinceros como los de Shelley «El hombre habría sido más feliz si, limitándose a los objetos visibles que le interesan, hubiera empleado la mitad de los esfuerzos que ha puesto en su búsqueda de la divinidad en perfeccionar sus ciencias naturales, sus leyes, su moral y su educación. Hubiera sido todavía más sabio y afortunado si hubiera dejado que sus ociosos guías se pelearan entre ellos, sondeando los abismos capaces de volverles locos, sin mezclarse en sus disputas sin sentido». Y. «Nosotros solo podemos admitir acciones voluntarias, y la fe no es un acto de voluntad». ¿Cómo llegó Shelley a estas afirmaciones? Lo sabemos por el contexto y por una mala interpretación de la filosofía de Francis Bacon desde sus años mozos y su ímpetu de gloria literaria. Más aún, su creencia de que «La verdad siempre ha promovido el beneficio de la humanidad» y que «Toda mente reflexiva debe admitir que no existe prueba alguna de la existencia de Dios», ni él mismo tomaba por verdad sus propias afirmaciones, pues nunca comprendió lo que creía en el fondo, y por eso lo negaba hasta la saciedad.

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