Por Lautaro Vincon
Es domingo. Las líneas naranjas del atardecer se cuelan entre los tanques de agua de los techos vecinos y caen en mi patio. Me friego los ojos. Hago a un lado la novela que estoy leyendo. Como en una pausa, navego en redes sociales. Algunos comparten fotos de sus paseos de fin de semana. Otros, aparentemente los más, destacan esa angustia que llega al terminar el día de descanso y tomar noción de que, al día siguiente, es lunes otra vez. Charly y Nito ya le cantaron al gris de la rutina en la ciudad, así que no creo que sea nada nuevo.
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El causante de la angustia no es el día, me digo, sino la libertad con la que lo asociamos. Y libertad, en tal caso, sería el despojarse, al menos por un rato, por unas horas, unos cuantos días, de las rutinarias tareas a las que tenemos que exponernos en este sistema que nos confronta con la realidad ineludible del intercambio de bienes y servicios para continuar girando en una rueda descomunal como hámsters enloquecidos. Pero, si esa rutina que no nos gusta pero que elegimos porque “de algo hay que vivir” nos abruma, ¿qué es lo que hace que el domingo le provoque una caída libre a nuestras ganas? Probablemente, ese mismo acostumbramiento al exceso de ocupaciones que se desvanecen por unas horas, lo que produce un desorden al momento de encarar los quehaceres. Teniendo tanto tiempo a disposición, no se sabría qué hacer —o si hacer algo—.
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El reloj pierde sentido. La linealidad newtoniana del tiempo se vuelve caótica. No hay alarmas. Nadie espera por nadie. El tiempo no es segundos, minutos, horas; no lo conforman cosas sino eventos, asegura Carlo Rovelli en «El orden del tiempo». Adelantarse al domingo, imaginarse durante la semana recordando lo vivido unos días atrás cuando las corridas de los horarios significaban nada produce excesos de paranoia. Preocupaciones que decantan en la búsqueda de una salida, a veces metafórica, y otras literal: según ciertos estudios, el domingo es el día con una mayor tasa de suicidios, seguido por el lunes.
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El impacto más notorio fue el que sufrieron las primeras generaciones de obreros ante la imposición de horarios delimitados por sirenas o máquinas para fichar y no por tareas específicas relacionadas con los ritmos naturales a los que estaban acostumbrados: el canto del gallo, colocación de trampas, cosechas, atención de las mareas. El rompimiento con la «orientación al quehacer», como describe E. P. Thompson en «Tiempo, disciplina de trabajo y capitalismo industrial» a la notación temporal según las actividades realizadas en estos contextos, dio como resultado la racionalización de las diversas áreas de la vida, introduciendo a la clase trabajadora en un ritmo contabilizado por horas y minutos. Ante la imposición de una medida abstracta de tiempo, que no deja de ser un método de dominación por parte de los burgueses industriales convertidos más tarde en capitalistas corporativos, se llevaron a cabo desarrollos técnicos de distintos tipos de relojes.

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“Muchos trabajadores domésticos estaban acostumbrados a holgar durante el domingo, el lunes y, a veces, hasta el martes, aunque durante los restantes días trabajaban hasta las altas horas de la noche”. T. S. Ashton explicita así lo que se conocería como «San lunes», una conducta adoptada en primera instancia por los mineros, aunque después trasladada a casi toda la industria textil británica, a fines del siglo XIX. Esta práctica se mantuvo hasta comenzado el siglo XX, en países tan diversos como México o Francia, donde se reservaba el domingo como día para ir a misa; y el lunes, para cultivar la amistad. Con los años, el primer día hábil de la semana volvería a su estado general entendiendo que el malestar ocasionado por el trabajo se trasladaría, inevitablemente, al martes sin importar que, subjetivamente, el fin de semana estuviera ahora más cerca.
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Según el portal Psychology Today, el «síndrome del domingo» se debe a “la aversión que tenemos por el regreso del lunes al trabajo/escuela, el duelo que sentimos por terminar el fin de semana y la sensación general de desesperación o nostalgia por la promesa que ofrecen los viernes por la tarde al comenzar una nueva semana”. Por otro lado, para agregarle cierta credibilidad al asunto, un estudio realizado por la Universidad Médica Femenina de Tokio equipó a 175 hombres y mujeres con un dispositivo que mediría su presión arterial las 24 horas del día durante una semana; las lecturas de presión arterial más altas provinieron de quienes se preparaban para el trabajo el lunes por la mañana; sin embargo, no experimentaron el mismo aumento aquellos que se quedarían durmiendo porque no tenían que ir a trabajar.
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¿Renegamos entonces por las tareas o por la falta de ellas? ¿Evadimos el paso del tiempo o el tiempo subjetivamente libre? ¿Nos quejamos del acostumbramiento a estar y sentirse ocupado o buscamos dejar de estarlo? ¿Quizá queremos estar ocupados para omitir el transcurrir de los días, los años, buscando siempre la eternidad y una forma imperecedera de permanencia? Al final, puede que la causa de todos nuestros males sea el exceso de autoconsciencia, y que el gato Garfield —con su aversión al paso del tiempo y los lunes— se haya vuelto nuestro mejor ejemplo.

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Lautaro Vincon (Buenos Aires, 1991) es autor de la novela PopApocalipsis (Ómicron Books, 2021). Integra las antologías Cuentos META (Magma Editorial, 2019) y De otro planeta (La Comuna Ediciones, 2021). Ha publicado cuentos en medios digitales de España y Latinoamérica. En sus historias conviven la ciencia ficción, la fantasía, el thriller, el terror y la weird fiction. Además de su afición por la música y la fotografía, le gustan el café, los videojuegos y los gatos. En Instagram es @lautarovincon.