“A menudo un libro inofensivo es como una simiente, que al florecer dará un libro peligroso, o viceversa, es el fruto dulce de una raíz amarga”
Umberto Eco
Entré con apuro al pabellón. Una serie de doce puestos bien organizados ofrecían libros de todo tipo, especialmente ediciones piratas, y longsellers baratos y populares. Nada más desagradable, pensé, para una mano de seda que estas exposiciones comerciales tan frágiles y sin sentido, y qué desgracia para el ojo y la industria editorial, el haber perdido la calidad, la artesanía y el favor del dios Hermes.
Mientras caminaba distraído entre locales, vi una pila de libros con forma de zigurat pequeño que llamó mi atención. Los títulos dispersos y extraños apostados allí parecían un abecedario en revolución o una conflagración fenicia. El existencialismo y la sabiduría popular de Beauvoir impreso en lomo amarillo; El ángel de la ventana de Occidente de Meyrink, estampado en blanco; El aire y los sueños, de Bachelard, en color tómate; Los nueve libros de la historia de Heródoto, en verde. Y así sucesivamente, y como un hormiguero sin reina, emergían las tonalidades de las cubiertas, los temas y los tamaños de decenas de libros ajados y con segunda vida.
El vendedor, un viejo rollizo parecido a Henry Kissinger, sonreía con exceso de amabilidad. Se ofreció con voz rauca a traerme una silla, pero juré que disfrutaba sentarme en el piso para discriminar con detenimiento esos tomos. «Por eso le llaman “agáchese”» dije, sin embargo, el hombre se enfocó en atender a una chica que buscaba el libro La isla del viento de Juan Luis Cebrián. Mi oído me distrajo por un momento (por allí también entra la literatura), pero los ojos me regresaron de sopetón a ese panteón de libros coloridos, sepultados por una tonelada de polvo y abandonados por la indiferencia humana.
Volví a los títulos: Memorias de una estrella de Pola Negri en azul; Retrato del libertino del recién fallecido Escohotado, cuyo lomo salmón contenía una curiosa fuente serifa que remataba en punta; Psicología del erotismo de Stocker en un azul pálido; no obstante el punto de inflexión de esos títulos inconexos, (al menos exteriormente) lo pondría un pequeño tomo de tapas blancuzcas, oculto como Odiseo entre las ovejas de Ayax, que respondía al nombre de Libro de la Santa Muerte.
Pensé en la paradoja de leer sobre la muerte, ¿pero santa?, ¿pero un Ankou con un nimbo, una guadaña y una flor de loto en el pecho como portada? Esto superaba toda curiosidad, pues la muerte es un tema que despierta el interés desde el año cero hasta hoy. Memento mori afirmaban los latinos a partir del siglo XVIII, aún con todo, esto era diferente.
Tomé con parsimonia el libro, y en su interior vi dos imágenes laminadas, que parecían ser estampas de Alastor y Azazel. Dos efigies que no me decían nada a mí, que no soy experto en demonología, pero que respiraban un aire de devoción, seguramente, para el dueño del libro. Divagué entre aquellas páginas con cautela y lentamente emergieron letanías a la muerte, invocaciones a los príncipes del Averno, solicitando protección, prosperidad, vida longeva (no eterna ni inmortal), ayuda sentimental, suerte en los negocios, asesinatos litúrgicos para los enemigos y más hechizos con instrucciones para ser realizados en cementerios, iglesias, o en antros de prostitución y delito de la ciudad.
Solté el libro, igual que se deja caer una papa caliente, no sin sentir un extraño fuego que recorrió mi cuerpo como si un rayo adámico me hubiese alcanzado en una cumbre. Un olor a sudor humano, mezclado con otras sustancias, emanaba de sus páginas. Nada de azufre, o colirio, o una triaca de hierbas medicinales, solo un aroma a pestilencia y malicia espiritual.
Fue una sensación extraña que, por un momento, me desconectó de todo, mientras imaginaba las muchas cosas venenosas que existen en la vida: ranas, pájaros, plantas, alimentos, conspiraciones políticas, relaciones modernas, y ahora (ante mis ojos), un libro oscuro y decadente que se mezclaba como paja entre el trigo, como un gato transformado en liebre en el corral de los animales comestibles.
Volví en sí, reconociendo, por supuesto, que, desde el punto de vista intelectual, el problema del mal no existe, aunque siempre considerando el escollo de explicar qué existía previo al bien y al mal, o antes de que apareciera el mundo y su sistema de cosas. Como sea, el viejo librero notó mi reacción y ni se inmutó, sin embargo, intuyó mi pensamiento.
«Aquí la gente adora el diablo. Son intérpretes de una providencia oscura. Buscan el favor y no la fe. Creen en el más acá». Afirmó, sin embargo, consternado, me limité a no seguir considerando esta obra que parecía haber sido librada de un bibliocausto, condenada por la inquisición de Torquemada, y que había pervivido entre los simples, quienes confunden a Dios con el Diablo (y viceversa) o que los reconocen como dos caras de una misma moneda.
En ese instante no quise fungir de abogado del diablo, de Advocatus diaboli, para justificar un libro que no pertenecía ni al orden divino, ni al humano, sino solo a la clase supersticiosa, que, marginada, encontró en las laderas del Estigia su consuelo, y en los hechizos y amarres humanos su fe renovada. Así logré entrever, en el otoño de mi cerebro y entre mis afinidades temáticas, la última escena de la sinrazón hecha literatura, contraponiéndose un celo por los buenos libros, sin ignorar, que han existido errores, yerros y desatinos, en obras y en autores clásicos: el desvarío geocéntrico de Aristóteles; los varios Sócrates de la historia; el universo multiestelar de Bruno; el Jesús de Renan; la nigromancia de Freud.
Fue extraño todo esto. De un solo y repentino golpe me levanté y salí del abismo de sensaciones donde había sido arrojado por un simple libro, y ahora era el poeta Rilke y no el texto sobre la Santa Muerte, el que me impedía no abrir un libro sin comprometerme a leerlos todos. Era obvio que no lo iba a comprar, por lo que pregunté:
―«¿Qué hago con esta perla?».
―«Láncela a los cerdos» dijo el Viejo.
Y lo dejé encima del pequeño zigurat, pues unirme a este libro era transformarme en otro ser, ya que leer es Einfuhlung, es decir, corre uno el riesgo de identificarse con lo aprendido, y eso ya es un asunto diferente.