La muerte de una madre

«La mano que mece la cuna rige el mundo.»
Peter de Vries


Un hombre guarda un crucifijo, no por creer que este sea la imagen de Dios, sino porque su madre puso sus manos y su fe en él antes de morir. Una reliquia sagrada que puede ser un símbolo o un signo y que, en lo tocante a la novela «La muerte de una madre» (Raigal, 1945) de Roger Peyreffitte, constituye el objeto que lleva a rememorar el pasado de un escritor que, en su gloria literaria, no puede desentenderse de una familia enteramente religiosa, una vida convulsa y una tragedia anunciada.

Escena fúnebre, esta, que figura el encuentro del protagonista con la muerte, con ese cráter tenebroso que engulle lo humano en el abismo de lo divino e insondable, y que desde los poetas griegos, pasando por los teólogos medievales, y ahora a través del romanticismo científico, no se ha podido resolver su enigma. ¿Qué hay más allá? ¿Morir es parte del vivir? ¿Qué fin tiene la muerte? Y otras preguntas angustiosas que formularon muy bien los existencialistas, y que parece, no fueron (ni son) motivo de desesperación para los entendidos sobre la materia como Pascal, Séneca, o Cixin Liu y los adeptos a la criogenética.

Por eso esta trágica escena de muerte, congelada en el tiempo y dentro del corazón del protagonista, quien es un escritor premiado con un Goncourt, es el argumento de la obra del francés Roger Peyreffitte, el historiador que llamó «Su santidad» al papa Pío XII, en clave femenina, y que declaró sin pudor ¡J’aime les agneaux, pas les moutons! «¡Me encantan los corderos, no los carneros!», aludiendo a una tergiversación del amor griego hacia los efebos. Argumentos de sus célebres novelas, Las llaves de San Pedro y Las amistades particulares que, literaria y literalmente, lo dejaron confinado al olvido en Francia.

Roger Peyrefitte chez lui, avenue Hoche en 1951.
— en París.

Y aunque la centralidad de esta obra reseñada es una madre inerte, azulada, con una sonrisa desconcertante, también lo es la voz sincera de un hombre que ha perdido su mundo y su razón de ser. Aunque hay algo más, y es la odisea del protagonista por llegar a Toulouse​, la ciudad donde su madre agoniza, resistiéndose a morir sin antes darle unas palabras finales a su hijo, es decir, traspasarle su fe a modo de herencia. Metáfora o costumbre judía de pervivir en los hijos, de entregarles la fórmula fide para evitar las tristezas, los dolores y la infelicidad; y tradición que busca suavizar la culpa de concebir un hijo, que una vez nacido, debe enfrentarse a un mundo huero y sin propósito.

Como sea, confieso que hace tiempo no leía libros tan íntimos, tan dolorosos, en cuyo argumento demasiado curioso (que no singular), el escritor Roger Peyreffitte, (enteramente homosexual contrario a François Mauriac) deja en claro que la fe en la madre, es la fe en Dios mismo, y de ahí que su novela o canto herido, sea una apología a ese amor fileo que parece próximo a desaparecer frente a las nuevas formas de familias posmodernas. O en otras palabras, «La muerte de una madre» como prototipo novelesco de las complejas relaciones entre parientes, que nos reafirma un respeto sacro por lo cercano. ¿Nos duele la muerte de un extraño más que la de un familiar o un ser querido?

Sobre esta paradoja del sentimiento moral, el narrador nos dirá mucho, porque ante la pérdida íntima y próxima, solo queda el recuerdo culpable, la sombra de los hechos familiares y un aire de reparación que ya no es posible, por cuanto la historia real de un hombre (o mujer) está en su núcleo familiar, y desde allí se hace patente su niñez, la educación, sus debilidades, el carácter, la fortuna; y también el amor, la rectitud, la dignidad y la integridad humana.

Solo así entendemos que nuestros sueños y la configuración del carácter personal estén permeados por esos rostros, voces y miradas con las que crecimos, de cuya similitud biológica y espiritual, se espera, seamos una extensión de ellos para llegar a ser alguien en la vida. No tanto por la conservación de un apellido o una tradición, como de una esperanza familiar que ignora, que sobresalir en el mundo es una lucha ardua semejante a la que enfrentan las plantas antes de salir a la luz.

Y precisamente un sueño de Peyreffitte (no hay narrador ficcionado en esta novela, el protagonista es el autor) se figura como la premonición de la muerte de su progenitora:

«En la noche del martes 14 al miércoles 15 de enero de 1947 soñé que me paseaba con mi madre por un parque. Había árboles, césped y una perspectiva de lejanías azuladas, como en un cuadro clásico. Había también un banco de piedra, en el cual se sentaba la anciana. Continué mi camino y, mirando hacia atrás, la vi desaparecer poco a poco: hubiese dicho que el banco la tapaba o la escondía. Volví sobre mis pasos; había desaparecido por completo.»

Fotografía onírica que mueve a un hijo tiernamente sensible y razonador a buscar la verdad de lo soñado. ¿Ha muerto mamá? Un telegrama recibido el 13 de enero lo urge a ir lo antes posible a visitarla, pues ya es una octogenaria y va irremediablemente en marcha ascendente hacia la eternidad, según su confesora. No obstante, quizá por la costumbre, y pese a este sueño, al telegrama en su escritorio, y el viaje programado para el 20 de enero, este se lamenta de que aquellos peligros imaginarios, interfieran con sus trabajos literarios y el arreglo de su apartamento. Argumentos que serán un error frente a la urgencia, pues al llegar a Toulouse​, se entera de que su madre ha fallecido un día antes.

Así discurre entonces el pesar, no tanto porque haya muerto su progenitora, sino porque este no la vio morir, y de boca de Pablo, su primo, sale la recriminación:

«Mejor dicho: mi pobre tía fue, quizá, más dichosa sabiendo que usted venía que viéndolo aquí. Ella le ahorró las fatigas y las penas de su muerte. Usted no vio su agonía: solo ve su descanso. No la vio morir: la vio muerta. Ya no es una desdichada mujer a quien tritura la naturaleza; ha asumido la dignidad de una estatua». Y lo remata: «Permítame darle un consejo: no exagere su dolor, al menos creyéndose obligado a quedarse aquí. No le predico el egoísmo; por lo contrario, quiero decir que usted se queda por usted mismo y no por su madre. Para ella todo terminó.»

En esta atmósfera tensa, de olor a formol, alegatos y aroma a flores de dos días, es donde el protagonista osa quitar el crucifijo de entre las manos de su madre para guardárselo, pues siente que ahora ella vive en él, pero no solo ella, también la idea de la muerte, de lo inefable, de lo que no tiene comprensión ante la vida. Este es su pesar y su consternación, y a lo lejos entiende por quién doblan las campanas.

Así es que este hijo apesadumbrado y razonador emprende la idea de indagar sobre la muerte, sobre esa incógnita mayúscula de la vida, sobre ese sinsentido de la existencia que se figura como una pared oscura, contracara de la luz. Sus amigos, un teósofo, un ateo, y un editor, son esos interlocutores que le explicarán en qué consiste este drama afín a todo mortal. Y en consecuencia surgen unos diálogos epicúreos interesantes que nos traen a la mente al viejo Job razonando con sus amigos Elifaz, Bildad y Zofar sobre los misterios divinos (la justicia, la vida, la calamidad y el devenir). Personajes secundarios, tanto en Peyreffitte como en Job, que no son nada más que las tres facultades que conforman en alma: lo irascible, lo concupiscible y lo cognoscible.

Pero avancemos, porque el protagonista tiene delante el cuerpo de su madre, es decir, el cuerpo de Dios. Y eso lo define todo. Ya no hay diálogo con la ella, sino un monólogo frío con los recuerdos íntimos y privados. Entre mamá y yo ya no se interponen las palabras, dice, y lo que sigue será un intento de redención basado en ese amor filial: «Mientras mi madre existía, yo era algo niño, aun ante mis propios ojos. Desde hoy, solo soy, ¡ay! Nada más que un hombre.» Y de ahora en adelante solo rendirá cuentas a sí mismo, ya que nadie más pagará las consecuencias en la vida.

Está solo frente a su pérdida y los hilos de sus recuerdos le servirán para convencerse de que los nacidos para el amor, están destinados al sufrimiento. ¿No lo dijo el griego Menandro? De esta forma emerge el sinsentido utilitario de para qué recordar el pasado, si trae dolor al presente, ¿para qué?  Y frente al cuerpo yerto de su madre, el protagonista dirá las palabras que resumen todo, y cierran el telón de esa tragicomedia:

«¿No es a mí mismo a quien lloro a través de los recuerdos? ¿Acaso no es natural que así sea? Con mi madre desaparece una parte de mi vida. Soy el único testigo de mi pasado; después de ella ya nadie queda para recordarme lo que fui, lo que quise a causa de ella, al lado de ella, lejos de ella, a pesar de ella. Hoy comprendo en su plenitud lo que representa esa palabra mamá, que tuve la dicha de pronunciar durante casi cuarenta años.»

Dolor que no se puede entender, porque si según los griegos las amistades y no las personas son inmortales, ¿por qué no habría de ser eterno el amor hacia la mujer que nos dio la vida? «La muerte de una madre» (Raigal, 1945) es una novela que recomiendo, y que espero pueda encontrarla en el mercado o librerías de viejo, pues obras como estas son un evento igual que una catástrofe familiar. Salud.

El cristal


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