Comencé a leer a Annie Ernaux luego de que recibiera el Premio Nobel de Literatura 2022. Las notas periodísticas destacaban que lo obtuvo “por el coraje y la agudeza clínica con la que descubre las raíces, los extrañamientos y las trabas colectivas de la memoria personal».
Me atrapó su idea de renovar la autobiografía en la que busca siempre ir más allá, y en la que imprime, además, un enfoque sociológico. Hay, por ello, mucho de Pierre Bourdieu (su análisis de clases es muy puntual: ella, la familia y su vida misma como un laboratorio de análisis de la desigualdad social); hay mucho de Simone de Beauvoir, Marcel Proust, Virginia Woolf, etc. ¿Su obra es eminentemente autobiográfica? No.
Se necesita de la ficción para llenar los huecos que deja la memoria, para continuar ese entramado en el que se juega la vida o la muerte. El cerebro altera, modifica, ajusta los recuerdos; traiciona incluso lo que pudo ser un día u otro, un año u otro. Dicen: los engaños de la mente. Es más: es el título de un libro de Susana Martínez-Conde, Stephen L. Macknik y Sandra Blakeslee. Resumiendo, estamos ante una autora que maneja con acierto la autobiografía y la autoficción.
El lugar, publicada en 2002, se abre con la muerte del padre, lo que genera una serie de reflexiones encaminadas a reconfigurar la comprensión de la vida, sus mundos opuestos. Ella, la autora, la narradora (porque son la misma) había decidido dejar el mundo rural para continuar con sus estudios y escalar dentro del estrato social y terminar viviendo en la ciudad. Leamos:
“El inspector me tendió la mano. Después, mirándome fijamente: «Señora, la felicito». Los otros repitieron «la felicito» y me estrecharon la mano, la mujer con una sonrisa.’
‘No dejé de pensar en esa ceremonia hasta la parada del autobús, con rabia y con una especie de vergüenza. Esa misma noche escribí a mis padres que ya era profesora «titular». Mi madre me respondió que se alegraban mucho por mí”.
La otra cara de la moneda: su padre dividido después de la guerra, en obrero y comerciante: “Mitad comerciante, mitad obrero, de dos bandos a la vez, abocado al aislamiento y a la desconfianza. No estaba sindicado. Tenía miedo de las Cruces de fuego que desfilaban por L… y de los rojos que le arrebatarían el negocio. Sus ideas se las guardaba para sí. Para trabajar en la tienda no hacen falta las ideas”.
Hay muchos puntos importantes en esta obra: hablar de frente; mostrar lo vivido sin juzgar; evitar los adornos que alteren el retrato (cada fragmento, su obra es fragmentaria, tiene la suerte de ser un álbum de fotografías, acotado por la descripción etnográfica); y finalmente, el más valioso, alejarse de aquellas obras que romantizan los embates de la vida. Y esto es lo difícil para quien esto escribe: ¿cómo dejar de lado o intentar olvidar el dolor de la infancia, el encierro que fue, la comunicación que se quiebra por el medio y las historias que jamás volverán a ser las mismas? Pienso: esto pude haberlo escrito yo, claro, hablaría de mis padres y el poder de la madre por encima de todo. El pasaje, en El lugar, sería inverso. Los personajes tienen un papel diferente: “Yo lloraba. Él se disgustaba. Todo lo que tiene que ver con el lenguaje es, en mi recuerdo, motivo de resentimiento y de dolorosas discusiones, mucho más que lo relacionado con el dinero”.
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Pura pasión (1991) es un libro que me dejó muchos sin sabores. No está mal escrito; me refiero más bien, a que me resultó doloroso volcarme sobre el cuerpo y sobre una época. Hay heridas que siguen vigentes; si cicatrizan, la piel del borde queda muy sensible. También me hizo volver sobre la narrativa de algunos de mis libros favoritos en el tema erótico: Historia de O, de Dominique Aury (Pauline Réage); El amante, de Marguerite Duras (por cierto, libro muy cercano a éste); Las edades de Lulú, de Almudena Grandes; Historia del ojo, de Georges Bataille; Trópico de Cáncer, de Henry Miller; los famosos Diarios, de Anaïs Nin; Brama, de David Miklos; algunos libros de Alberto Ruy Sánchez, de Ana Clavel, etc.
Pero ¡qué difícil para una mujer de aquella época romper los convencionalismos morales y sociales! ¡qué difícil para la mujer de ahora! Lo veamos o no, aún el patriarcado impone valores dominantes y normas a respetar. La protagonista, la narradora, ella, espera fervientemente el regreso del hombre; que la llame, la vea en casa, en su alcoba. La escena con la que inicia puede dejar a más de alguien estupefacto, desencajado, en “suspensión del juicio moral”: “Este verano, vi por primera vez una película clasificada X en la televisión, por el Canal +. Mi televisor no tiene descodificador, las imágenes en la pantalla son borrosas, y en vez de diálogos se oía una banda sonora extraña, chisporroteos, clapoteos, una especie de lenguaje diferente, suave e ininterrumpido. Se distinguió una silueta de mujer en corsé y medias, y a un hombre. La historia era incomprensible y no se podía anticipar nada, ni los gestos ni los actos. El hombre se acercó a la mujer. Hubo un primer plano, apareció el sexo de la mujer, perfectamente visible en el centelleo de la pantalla, luego el sexo del hombre, en erección, que se presenta en el de la mujer…”.
La novela es una especie de diario, una especie de prueba en donde el fuego existió. En éste, la mujer culta, inteligente, económicamente independiente, divorciada y con hijos mayores, que pierde la cabeza por un diplomático de un país del Este (de una Europa fragmentada) «que cultiva su parecido con Alain Delon» y siente especial debilidad por la buena ropa y los coches aparatosos, volcará en completa libertad sus pensamientos. En la novela, el problema inicia con la ausencia. El hombre, es decir A, va y viene, finalmente es casado, hasta que el alejamiento se prolonga indefinidamente. Todo, de pronto, se vuelve especulativo. Lo que sí se tiene claro es que los tiempos han cambiado: la infancia quedó en la posguerra; temas como la anticoncepción, el aborto, la desestigmatización del divorcio, la pérdida del poder de la religión, son acontecimientos que han cambiado de manera radical el curso de la historia, la historia propia de la protagonista.
Independientemente de las definiciones que se le puedan dar al amor, como concepto, como pasión febril o como ausencia, la narradora, espera. Leamos: “Una vez lista, maquillada, peinada y con la casa ordenada, me sentía, si aún disponía de tiempo, incapaz de ponerme a leer o a corregir exámenes. En cierto modo, tampoco deseaba distraer mi pensamiento con algo que no fuera esta espera: no estropearla”. Así ¿se puede alcanzar la pasión? Comparto otras líneas: “No estoy relatando una relación, no estoy contando una historia (que solo capto a medias) con una cronología precisa, «vino el 11 de noviembre», o aproximada, «transcurrieron unas semanas». Para mí no había cronología en esta relación, solo conocía la presencia o la ausencia. Me limito a acumular las manifestaciones de una pasión y a oscilar incesantemente entre «siempre» y «un día», como si este inventario fuera a permitirme alcanzar la realidad de esta pasión”.
Y aquí, me quedo fría. ¿Cuántas cosas se hacen, se inventan, se gestionan para alcanzar la realidad de una pasión? Aquí, comenzó el dolor; aquí, la cicatriz se volvió demasiado sensible. ¿Qué nos obliga a aguardar el amor cuando sabemos que no existe? ¿Qué nos impide huir del hombre equivocado, del hombre hielo, del hombre que lentamente nos vuelve oscuridad, ceniza? La mirada hacia atrás es de incomprensión. La mirada hacia adelante es de quien en algún momento encontró un faro. Sólo eso. A diferencia de la narradora, yo esperé por muchos años, y aún casada no con A, como ocurre en Pura pasión, sino con J, a que llegara por parte de él, el amor y la pasión. Pude haber enloquecido entonces (definitivamente lo amaba), hablar de la felicidad como un recuerdo poderoso. Con J, si quería sexo, si quería vivir la interiorización del matrimonio (¿por qué no hablar de matrimonio?), estaba loca. Para escapar del hombre que hizo de mi autoestima una trampa y me colocó en el terreno más vulnerable y perdido, tuve que ir al psicólogo en compañía de él. Él tenía que estar presente para comprobar su diagnóstico porque él, nunca, nunca se equivocaba. Hubo una diferencia, no estaba loca y elegí un nuevo comienzo. No encuentro las palabras necesarias para referirme a esa sensación de libertad.
Para Ernaux, la ausencia la hace retomar una y otra vez la escritura, pero también volver a la historia de su país y a la propia. Es dolorosa, claro. Por ejemplo, nos hablará del aborto clandestino que tuvo (tema central del libro El acontecimiento). La ausencia, expresa lo indecible (característica principal de su narrativa), analiza la vergüenza, la vuelve escritura. ¿Y quién se atreve a esto? Muchas de nosotras definitivamente no. Leamos:
“Mientras caminaba hacia el Pont-Cardinet, me veía andando junto a aquella mujer que se había empeñado en acompañarme hasta la estación más cercana, sin duda para tener la seguridad de que no iba a desplomarme delante de su casa con su sonda en el vientre. Pensaba: «Un día estuve aquí». Buscaba la diferencia entre aquella realidad pasada y una ficción, o tal vez sencillamente buscaba este sentimiento de incredulidad por haber estado allí un día, porque no lo habría experimentado frente a un personaje de novela’.
‘Volví a coger el metro en Malesherbes. Este trámite no había cambiado nada, pero me satisfacía haberlo cumplido, haber restablecido un puente con un abandono en cuyo origen había también un hombre’.
‘(¿Acaso soy la única a quien se le ocurre volver al lugar de un aborto? Me pregunto si no escribo para saber si los demás no han hecho o experimentado cosas idénticas, o al contrario, para que les parezca normal experimentarlas”.
Hemos experimentado (acaso, vivido), cosas idénticas, pero no nos atrevemos a lanzarlo al mundo en completa libertad como Ernaux. A, después de tres días, se ha marchado. No sabemos si volverán a verse, lo que sí, y este es un final muy intenso, a ella, le ha dado un cúmulo de dones. Veamos:
“Que se lo mereciera o no, evidentemente, carece de sentido. Y que todo esto empiece a parecerme tan ajeno como si se tratara de otra mujer, nada cambia en lo siguiente: gracias a él, me acerqué al límite que me separaba del otro, hasta el punto de que a veces creí traspasarlo (la escritura, en efecto, traspasa)’.
‘He medido el tiempo de otro modo, con todo mi cuerpo’.
‘He descubierto de lo que uno puede ser capaz, que equivale a decir de todo. De deseos sublimes o letales, falta de dignidad, creencias y comportamientos que tildaba de insensatos en los demás, hasta que yo misma recurrí a ellos. Sin que él lo sospeche, me ha ligado más al mundo”.
Y finalmente, el don de elegir: “Cuando era niña, para mí el lujo eran los abrigos de pieles, los vestidos de noche y las mansiones a orillas del mar. Más adelante, creí que consistía en llevar una vida de intelectual. Ahora me parece que consiste también en poder vivir una pasión por un hombre o una mujer”.
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La discusión del aborto en México comienza en 1936. Ofelia Domínguez Navarro, maestra y escritora cubana radicada en México, presentó su ponencia titulada “Aborto por causas sociales y económicas”, en la Convención de Unificación del Código Penal. En ella señalaba que el castigar el aborto era una acción que atentaba en contra de la salud de las personas y, sobre todo, atentaba contra las clases de escasos recursos.
Así mismo, habló de la necesidad de la legalización del aborto, acompañada de una campaña de educación sexual y de la provisión de métodos anticonceptivos para la población. En este sentido, la legalización del aborto no significaría hacer una invitación abierta a realizarlo; sino por el contrario, sería un medio de regulación y reglamentación que garantizaría la seguridad de las personas que lo practiquen. Fue hasta que en la década de los 70, colectivas y grupos feministas, pusieron el tema nuevamente sobre la mesa. En 1972 se escuchó por primera vez el término “maternidad voluntaria”. Y en Francia, patria de Annie Ernaux, la legalización del aborto fue promulgada en 1975. La llamada «ley Veil», por haber sido promovida por la exministra conservadora francesa y superviviente de los campos de concentración nazis Simone Veil, buscaba acabar con los cerca de 300.000 abortos clandestinos que se practicaban entonces en el país.
Lo anterior, tomado de diversas fuentes de internet, sirve de contexto para comprender la historia que se narra en El acontecimiento (2000). Annie, siendo estudiante, tiene sexo con un joven de Burdeos (un tal P), estudiante de ciencias políticas y, como resultado, ella quedará embarazada. Él, por supuesto, no se hará cargo. Su intento por ayudar es una farsa. No llega la menstruación y ella, en las semanas, los meses siguientes, debe tomar valor. No quiere al hijo y tendrá que buscar ayuda en la clandestinidad: la comadrona (del pasaje Cardinet, en París), se hará cargo del aborto.
Muchos de los pasajes de esta novela estremecen. No hay consideración por parte de la protagonista hacia lo que se gesta, aun cuando el bebé tiene la figura de un muñequito y es posible tomarle la mano: “Veía las baldosas entre mis muslos. Empujaba con todas mis fuerzas. Salió como si fuera una granada, con una salpicadura de agua que llegó hasta la puerta. Vi un muñequito colgando de mi sexo al final de un cordón rojizo. Nunca hubiera imaginado que pudiera tener aquello dentro de mí. Tuve que andar con él hasta mi habitación. Lo tomé en la mano —pesaba extrañamente— y avancé por el pasillo apretándolo entre mis muslos. Me comportaba como un animal”.
No hay remordimientos (no debe haberlos), como tampoco hay drama, ni siquiera miedo ante la sangre que escapa a borbotones. Lo que hace ¿es un crimen? Es un crimen, en definitiva, hacerlo en la clandestinidad, en ese ocultamiento que lleva a la mujer a la deriva. No quiere tener al hijo y las razones pueden explicarse solas, aún cuando no estén ligadas a una violación. No desea ser madre; aunque parezca cruel, aunque parezca una afrenta al destino, no desea atender a otro ser en ese momento de la vida; no lo desea, sabiendo que, su postura está en contra de la cultura, la moral, la religión, la carga simbólica que significa ser madre. Incluso, el médico, quedará en entredicho: “(Entonces no era capaz de imaginármelo —como puedo hacer ahora— bruscamente empapado de sudor al oír la voz de una chica diciéndole que llevaba tres días paseando con una sonda en el útero. Le veo paralizado ante el dilema. Si aceptaba verme, la ley le obligaba a retirarme enseguida la sonda y a hacerme continuar con un embarazo que yo no deseaba. Si se negaba, yo corría el riesgo de morir. Ninguna de las dos alternativas era buena, y además estaba solo. Así pues, optó por recomendarme Masogynestril.)”
¿De qué se trata finalmente El acontecimiento? De las encrucijadas de la vida, de esos momentos en que aún en contra de lo establecido, debemos tomar una decisión que nos lleve al lugar que deseamos, al lugar seguro. Es también la posibilidad de aceptar el cuerpo (aún en la violencia de la reproducción) como medio de paso a nuevas generaciones, y también, la posibilidad de ponerle palabras a lo prohibido, de hacer el acontecimiento palpable como lo fue y lo es para tantas y tantas mujeres. Finalmente, como lo dice la autora, la escritura parte de la existencia personal para disolverse completamente en la cabeza y en la vida de los otros.