LA PESTE NEGRA

La Peste Negra, también llamada «la Gran Plaga» o «la Gran Pestilencia» por los escritores contemporáneos, es la catástrofe mortífera acaecida en la Edad Media. 

          En el año 1348 una misteriosa enfermedad se abatió sobre Europa y como si de un azote bíblico se tratara, penetro en todos los estados y los cubrió con un manto de muerte, eliminando a la tercera parte de la población. Se trataba de la Peste Negra, cuyo contagio era rápida; los síntomas, atroces y el desenlace fulminante. La rudimentaria medicina de la época debió enfrentarse a un mal para el que no se encontraba debidamente preparada.

        A pesar de que a lo largo de la historia ya se habían producido algunos brotes de la peste con anterioridad, como la del año 541 que afecto a todo el Mediterráneo y al Imperio Bizantino, la epidemia no había vuelto a resurgir. Se trataba de un mal recuerdo relegado al olvido.

         Su impacto fue tan profundo que no solo los autores contemporáneos nos dejaron descripciones minuciosas y estremecedoras sobre la mortal enfermedad, sino también los autores posteriores que presenciaron nuevos brotes de la epidemia, que no solo enriquecieron la experiencia médica sino que también la temática de la literatura.

Normalmente, el enfermo que sufría el contagio no era consciente de su dramática situación hasta varios días después. Durante ese tiempo, de tres a ocho días, incubaba el bacilo y el mal extendía sus efectos mortíferos por todo el organismo.

          Las primeras síntomas resultaban engañosos, ya que la fiebre y los escalofríos que sufría el apestado se confundían con otras enfermedades. Sin embargo, al cabo de cierto tiempo la sensación de malestar general dejaba paso a una profunda angustia y ansiedad. La fiebre iba en aumento acompañado de mareos, vértigo y vómitos. A partir de ahí, ya no había duda sobre la naturaleza del mal, desaparecía toda esperanza. Afortunadamente, una minoría lograba salvarse y sobrevivir, quedando  inmunizados.

        El paciente perdía a menudo el conocimiento, viviendo en un permanente estado de postración y le asomaban continuos sudores que despedían un hedor muy penetrante. La victima estaba continuamente sedienta y la ingestión de enormes cantidades de liquido le provocaba frecuentes diarreas. También eran permanentes los dolores de cabeza, la sensación de asfixia y la lengua blanquecina y pastosa, junto con la flaqueza de las fuerzas y la imposibilidad de controlar sus movimientos, que hacia perder el equilibrio con frecuencia.

          A continuación, el enfermo entraba en una fase todavía mas dolorosa que finalmente terminaba en una agónica muerte. Y buen ejemplo de ello es El Decameron de Giovanni Boccaccio, donde está detalladamente descrita la evolución de la enfermedad y sus trágicos efectos: «La peste se manifestó como en Oriente, donde una hemorragia por la nariz era  signo de una muerte inevitable: aquí, al principio, aparecieron hinchazones en las ingles o bajo las axilas de las personas de ambos sexos; algunos crecían hasta alcanzar el tamaño de una manzana ordinario y otras de un huevo, unas más y otras menos, y el vulgo las llamaba bubones. En breve tiempo el mencionado bubón mortífero empezó a aparecer y a crecer en otras partes del cuerpo…, y después de eso la enfermedad comenzó a mudar en manchas negras o cárdenas que brotaban en los brazos y por los muslos y en cualquier parte del cuerpo, unas grandes espaciadas y otras diminutas y abundantes.»

De estas pavorosas síntomas se hacen eco también los médicos hispano-musulmanes y otros cronistas de la época. Bultos en las articulaciones, manchas y ulceras negruzcas, son los síntomas de un tipo de la enfermedad conocida como «peste bubónica», término derivado de la palabra griega boubon (bulto, tumor), por los abultamientos que se producían en las zonas ganglionares del cuerpo. La razón de estas hinchazones de los ganglios se debía a que la peste, una enfermedad infecciosa extremadamente aguda, provocaba la rápida inflamación de los ganglios linfáticos, que se supuraba constantemente. Si debido a la progresiva inflamación, estos se rompían, el dolor era indescriptible. De ahí que los médicos medievales abrían el bubón o landre con un bisturí; pero el remedio resultaba igualmente dañino como la enfermedad, pues podría producir graves lesiones de los vasos linfáticos.

        Otro remedio practicado era la sangría, al que lo practicaba el sangrador, que podría ser tanto un conjunto como un medico, un barbero o un curandero. En esta operación podía extraerse medio litro de sangre, por lo que el enfermo alcanzaba un estado de ingravidez y de tranquilidad que se consideraba beneficioso.

        Esta modalidad de la peste no resultaba contagiosa directamente, por ello no lo adquirían las personas que asistían al enfermo, pero requería unas circunstancias favorables para extenderse. Se producía en verano o en temporadas en las que hacia un calor inhabitual para la época y sobre todo en zonas bajas donde había humedad. El medico andalusí Ibn Jatima comentó que el brote en Almería se produjo cuando había persistido el clima húmedo y caluroso durante la mayor parte del verano y del otoño. Tal vez fuera esta la razón de que en las zonas del interior, más frescas y resguardadas de la humedad, padecieran en menos grado los efectos de la peste. Pero además la peste coincidió con otras enfermedades que encontraban en el calor un firme aliado para su propagación, como la malaria y esta fatal unión acelero sus mortíferos efectos. Si a esto añadimos la hambruna generalizada del momento y la debilidad endémica de las gentes, se comprende más fácilmente la rápida propagación de la enfermedad.

Los meses calidos no eran los únicos en los que se podía manifestar la epidemia. Las estaciones frías originaban otra modalidad de la misma, conocida como peste pulmonar o neumónica. El cuadro clínico de esta variedad, que se contraía al pasar el bacilo a la sangre y por ella a los pulmones, era casi idéntico al de la peste bubónica, pero el contagio se efectuaba ahora de manera directa, por la simple inhalación del aire, como si se tratara de una gripe. Esta nueva modalidad resultaba mucho más peligrosa. Tos, fiebres altas y esputos sanguinolentos constituyan las características de la dolencia. 

      Mientras la peste bubónica se llevo a la tumba entre el 40 y el 70 por ciento de los afectados, la pulmonar alcanzo casi al 90 por ciento . Para el hombre del medievo, la peste neumónica representaba un gran misterio por su transmisión espontánea, lo que indujo a buscar múltiples interpretaciones, muchas de las cuales coincidían en explicar las causas por la alteración anormal del aire. Por lo que Ibn Jatima recomendaba no estar cerca de los enfermos, ni tocar ropa ni objetos cotidianos del paciente, ya que podrían estar apestados. Con esta observación, el medico musulmán se adelantaba en muchos años a las modernas teorías sobre el contagio de las enfermedades infecciosas.

         Otra tercera modalidad de la peste y mucho más terrorífica, se sumaba a las anteriores. Se trataba de la denominada peste septicemica. Consistía en realidad en una complicación generalizada por todo el cuerpo, originando una gran postración y estado de shock, que concluía con la muerte del enfermo a pocos días en medio de grandes delirios. Debido a múltiples hemorragias, la piel del apestado se cubría de grandes placas oscuras, cuyo color negro azulado popularizo el nombre de «muerte negra» o «peste negra».

El tratamiento de la epidemia en los hospitales fue, hasta cierto punto, un hecho excepcional, pues lo más frecuente consistía en la asistencia domiciliaria del enfermo. El problema fundamental para este estado de cosas radicaba en la falta de instalaciones. Solo las grandes ciudades podían contar con medios adecuados y médicos especialistas. Por otra parte, eran pocos los hospitales que disponían de cirujanos, que en muchas ocasiones eran simples barberos. Los practicantes irregulares rebajaron en gran medida el nivel de la medicina: en el reino de Aragón, la proliferación de falsos médicos obligo al monarca a adoptar enérgicas medidas para salvaguardar la salud de sus súbditos. Por otra parte, pocos tratados de medicina eran fiables. Casi todos ellos recomendaban las mismas técnicas, desarrollados por los antiguos griegos, manteniéndose ignorantes de los grandes avances alcanzados por los judío-musulmanes en la medicina. Dado que la medicina de la época consideró la superabundancia de sangre como una de las causas evidentes de la enfermedad, la extracción de esta sangre mala se convirtió en una verdadera obsesión. Para ello se aplicaban dos métodos: la primera consistía en abrir una vena con un bisturí y la otra en la aplicación de sanguijuelas en la zona afectada. En Mallorca, el lugarteniente de la isla recomendaba a los alcaldes «que se haga muy buena y beneficiosa sangría, por lo que hagáis denunciar en la iglesia quien se deba sangrar».

       Los efectos inmediatos de la sangría se consideraba un síntoma de mejoría. Para el saber médico, la causa de la mejoría se explicaba con el hecho de que, al eliminar la sangre se extraía una sustancia llamada «pituita», que era la que provocaba la fiebre. Sin embargo, la perdida de sangre provocaba una debilidad mucho mayor del enfermo, quien el quedarse sin defensas acababa muriendo irremisiblemente, sobre todo si se trataba de un enfermo grave o de una mujer embarazada.

La ciencia medieval, sorprendida ante una enfermedad que no se parecía en nada a cuanto conocían hasta entonces, buscó explicaciones. Una de ellas era achacar el mal a una alteración del aire que se debía a una especial conjuración de los planetas o al efecto pernicioso de los eclipses. Así, el medico Guy de Chauliac llegó a afirmar que la coincidencia de Saturno, Marte y Júpiter el 24 de marzo de 1345 había sido el factor principal para desencadenar la gran epidemia. El descontento inicial dio lugar también a asociar la enfermedad con extranjeros o viajeros que recorrían la región.

        Otro de los graves problemas sanitarios fue el de los muertos. Pronto se acabó la madera para hacer ataúdes; los supervivientes apenas sepultaban a sus muertos, sin envolverlos en un lienzo siquiera, en fosas cavadas de prisa, a flor de tierra o cerca de mantos acuíferos que se contaminaban. Así los mismos cuerpos en descomposición permitían a su vez la proliferación de otros microorganismos, que contribuían a agravar la epidemia de la peste con otras infecciones asociadas.

Al fracasar la medicina en el tratamiento de la peste, las gentes pensaron que el motivo de sus desgracias se debía a una terrible decisión divina que utilizaba la peste como castigo contra las iniquidades de los hombres, que se habían apartado del Creados eligiendo el camino del pecado. Por ello la Iglesia movilizo los corazones de los fieles, sobre los que se había adueñado el pánico colectivo ante una enfermedad incurable, y se lanzaron a las calles y a los templos para manifestar su importancia frente a un mal de proporciones apocalípticas. Los multitudinarios actos religiosos facilitaron muchas veces el contagio de la enfermedad.

        Para combatir este mal nacieron muchos tratados y remedios. Entre ellos destacan las obras de tres médicos hispanomusulmanes que describieron la epidemia de 1348 con todo lujo de detalle:«Descripción de la peste y medios para evitarla en lo sucesivo» de Ibn Jatima; «Información exacta acerca de la epidemia» de Al Saquri y «El libro que satisface al que pregunta sobre la terrible enfermedad» de Ibn Al-Jatib. Otro que tuvo gran resonancia fue el cirujano cristiano: Guy de Chauliac o Gentile de Foligno. El documento menos conocido, pero más documentado, fue el «Regiment de preservació de pestilencia» de Jaume d’Agramunt, médico del Estudio General de Lérida. Este tratado ofrecía una aproximación más científica que otros tratados, al relacionar la epidemia con la falta de higiene en las ciudades, con la corrupción de la materia orgánica y con la influencia de la humedad y las altas temperaturas. Agramunt había observado que la infección se presentaba durante la primavera o el verano, que había zonas más proclives que otras, como eran las tierras bajas y pantanosas, y que en las ciudades el impacto era mucho mayor debido a la carencia de las mínimas condiciones preventivas. Sus intuiciones sobre la difusión de la epidemia resultan validas aun hoy en día, lo mismo se puede decir de algunos de sus remedios terapéuticos: «Intestinos ni vientres de bestias muertas no sean arrojadas cerca de la ciudad ni estercoleros deben ser puestos al lado de la ciudad. Ni debe ser sostenido que dentro de la ciudad […] deben ser puestos cuerpos a remojar ni se debe matar bueyes ni otras bestias.»

          Consejos como estos, que hasta entonces casi nadie había seguido, comenzaron a aplicarse a partir de la primera mortandad. Muchos ayuntamientos, después de la peste, prohibieron la circulación de ganados por sus calles y el vertido de despojos en los ríos y ciudades que se fundaron a partir de entonces, o bien aquellas que tuvieron que ampliar sus recintos, los hicieron empleando un sentido mas racional y planificador. La mayoría comenzaron a diseñarse ya con calles mas anchas, plazas espaciosas y fuentes en los lugares más importantes, también los núcleos importantes tomaron medidas sobre el alcantarillado, pavimentación de calles, iluminación y un servicio de recogida de basura.  

         Durante la peste surgió otro aspecto no menos trágico: la falta de espacio para enterrar a los muertos. Amplios sectores eran partidarios de la incineración, pero la Iglesia impuso desde el principio el veto a tal práctica. Debido al creciente ritmo de entierros a veces no bastó con ampliar los antiguos cementerios y tuvieron que crearse otros nuevos.

Para prevenir el contagio epidémico hizo que la gente se volcara en la utilización de recursos y remedios populares que habían demostrado su efectividad para prevenir otras enfermedades. Cualquier sugerencia, por rara que pareciese, era aceptada. Las había incluso de tipo mágico, que eran muy abundantes y gozaban de una difusión extraordinaria, como cabe suponer en una población supersticiosa e ignorante. Agramunt  recogió en su obra algunas recetas y consejos que tuvieron gran aceptación, como:

• Bañarse es cosa muy dañosa, pues el baño hace abrir las porosidades del cuerpo por las cuales el aire corrompido entra y produce fuerte impresión en nuestro cuerpo o en nuestros humores.

• Usar poca comida, de manera que cada uno sufra en si mismo mas hambre que hartura.

• Evitar con gran diligencia yacer carnalmente con hembra, pues se ha dicho que hacer excesos (…) es cosa de gran daño para nuestro cuerpo.

• Llevar vestiduras «que no hagan inflamar la sangre», pues la subida de temperatura estaba considerada como uno de los problemas mas graves de la infección.

• Consumir verduras y frutas, como melones, calabazas, lechugas, etc.

• Beber «vino flojo o rebajado con agua», porque «el dulzon se pudre y se convierte en cólera».

• Dormir con las ventanas abiertas para que entre el sol.

• Utilizar vestidos de fina lana o seda y proteger especialmente los pies y la cabeza, pues «están lejos del corazón, que es la fuente de calor».

• Hacer mucho ejercicio físico, como saltar, cazar a pie, luchar y practicar esgrima.

• Tomar comidas calientes y substanciosas. Y también coles, chirivias, zanahorias, carnero, gallinas y pimienta.

• No tomar pescados viscosos, como anguilas y morenas. En todo caso, evitar que huelan mal. Si hubiera que consumir pescados, escoger los de la zona, aderezados con vinagres. Fritos o asados son también muy recomendables para la salud.

• Usar mucho vinagre en todas las carnes, y jugo de naranjas y limones.

• No comer «pájaros que se críen cerca de lagos, como patos y ocas», ni «otras carnes húmedas en su naturaleza ni tampoco lechoncillos».

De cualquier forma, la sensación de impotencia y la falta de conocimientos efectivos para atajar el mal condujeron a un estado de resignación que se hizo general y que fue descrito en El Decameron: «Parecía que ante esta enfermedad nada valía ni aprovechaban los consejos de los médicos ni las virtudes de las medicinas; mas aún, ya fuese porque la naturaleza del mal no lo sufriese, ya porque la ignorancia de quienes lo medicaban (…) nada sabía de sus causas y, por consiguiente no podía poner remedio, el caso es que muy pocos sanaban y casi todos, al tercer día de aparecer los síntomas, quién antes, quién después, morían.»

Las palabras «cito, longe, tarde», resumían la actitud de gran parte de la población frente a la peste: «huir pronto, lejos y volver tarde». Pero la huida hacia el campo, con su aire libre de efluvios extraños, eran un privilegio reservado a unos pocos. Con respecto al aislamiento o la cuarentena, será el remedio más eficaz para muchas poblaciones, que pudieron escapar así a los terribles efectos de la peste, ya que rompían todos los vínculos con el exterior y evitaban cualquier llegada de personas y productos precedentes de áreas potencialmente infectadas. Pero la vida de aislamiento y más si la peste había prendido ya en sus habitantes, era tan dura que en muchas ocasiones las relaciones se agrietaban totalmente, originando disputas y motines, tales como las escenas descritas por Daniel Defoe en su obra Diario de la peste, sobre la peste bubónica desatada en Londres en el año 1665.

        La magnitud del impacto de la Peste Negra, que alcanzo a toda Europa cristiana, provocó graves reacciones en los hombres, sacando a luz sus sentimientos más bajos y un violento comportamiento. Y es que cuando llegó la muerte, nadie pudo salvarse. Ni la posición social, ni la riqueza eran suficientes para evitas el contagio.

Las consecuencias de esta igualación de la muerte en la conciencia del hombre medieval fueron tan profundas que marcaron los comportamientos humanos de varias generaciones. Las despoblaciones y la falta de autoridad condujeron a un notable deterioro en la seguridad de varias regiones. Al tratarse, además, de una época llena de conflictos militares, bandas de mercenarios desocupados se lanzaban sobre la población saqueando el territorio y sometiéndolo al pillaje. Esto ocurría también en las ciudades, que se habían quedado semidesiertos y sin vigilancia. El robo y el saqueo de los vienes de los fallecidos o de los que habían abandonado sus pertenencias, se hizo habitual. Las autoridades se vieron impotentes para controlar de manera efectiva toda la ciudad y garantizar la seguridad de las casas, muchas de las cuales habían sido abandonadas al inicio del brote y que en su mayoría pertenecían a personas acomodadas que disponían de medios para huir al campo. Tal fue el caso de Valencia de 1348, según la descripción del monarca Pedro IV: «quedó como vacía y desolada […] por lo cual indujo a que algunos vecinos de ésta, de perniciosa conciencia y mal corazón, a ir a las casas de los difuntos a coger y apropiarse de todos los bienes muebles que allí pueden encontrar». 

Esta situación contribuyo a la propagación de la epidemia, ya que la venta de objetos sustraídos de los difuntos era habitual. Los desordenes provocados por el pillaje y la consiguiente falta de seguridad de extensos territorios del campo, junto al descenso demográfico, fueron circunstancias que favorecieron aún más el éxodo rural. Con este malestar llegaron también los problemas con los señores, que ni renunciaban a los impuestos ni abrían los graneros a la hambrienta población, por lo que se desataron numerosos motines y sublevaciones.

        Ante la sensación de impotencia frente a aquel castigo divino y la falta de perspectiva futura ante la catástrofe, grandes sectores de la población cayeron en un estado de desinterés y apatía. Y aunque la peste dejó muchos trabajos vacantes, sobre todo en los momentos iniciales, el impacto psicológico y demográfico de la epidemia hizo que la desanimada población recurriera a la mendicidad como único recurso para combatir su miseria. Los monarcas ante esto efectuaron llamamientos a la población para que se incorporase de nuevo al trabajo, tal es el caso de Pedro I de Castilla que ordenaba: «ningún hombre ni mujer, que sea y pertenezca para labrar, no ande baldío por mi señorío, ni pidiendo ni mendigando, sino que todos trabajen». Sin embargo, estos llamamientos no sirvieron de nada. La desocupación y la mendicidad, añadidas a los estragos de la epidemia, precipitaron a todos los reinos al borde de la catástrofe. Esta angustia originada por la peste condujo también a situaciones de locura o el suicidio, sobre todo en las personas que tras haber contemplado como morían sus familiares y amigos acosados de horribles sufrimientos, contraían a su vez el indeseable mal. Hecho que lo atestigua una crónica de la localidad mallorquina de Alaró, donde en junio de 1348 fue enterrado el cadáver «de un hombre que ha sido encontrado colgado en el castillo».

        En este clima de sobrecogimiento y terror no solo influyeron las numerosas muertes, sino también el tono apocalíptico de las predicaciones de los clérigos, ya que en una población analfabeta, cerrada al mundo exterior por la dificultad de las comunicaciones, el sacerdote se erigía como el único intérprete de los problemas de la comunidad. Desde sus pulpitos anunciaban todo tipo de calamidades, las cuales iban desde la llegada del fin del mundo hasta una nueva repetición de las plagas bíblicas que asolaron el Egipto de los faraones. De esta forma, sus opiniones acerca de la medicina, los remedios para combatir la epidemia y  el grado de responsabilidad de los judíos en la propagación de la peste, se convertían en órdenes.

       Así pues, la caótica situación removió problemas y tensiones latentes durante mucho tiempo. Y aunque muchas de las tensiones eran desatadas por el reajuste de la riqueza, ya que la desaparición de los cargos municipales, señoriales o incluso reales, fue aprovechada por muchos nobles para mejorar sus posiciones y adquirir mas poder, sin embargo, fue la población judía la principal destinataria de la ira popular y la Iglesia la instigadora del odio sustituido, quienes no solo fueron objeto de persecución sino también de la exaltada ola de racismo que sacudió toda Europa. Bajo la acusación de ser los causantes de la devastadora epidemia, los hebreos sufrieron violentas persecuciones, sobre todo en el centro de Europa.

A principios del siglo XIV, la peste, transmitido por las ratas negras originarias de la India, extendió sus tentáculos sobre Asia y Europa. Su extensión no fue por una migración masiva de las ratas, sino de su transporte por medio del comercio de pieles por diferentes lugares, ya que estas son capaces de sobrevivir durante un periodo prolongado, casi sin alimento, entre el grano, las telas y las mercancías. De esta manera los hombres a través del uso de las pieles entraban en contacto con la pulga de la rata.

        En el caso de Europa, el sistema de difusión fue directo, ya que fue transmitida por los mongoles en sus relaciones comerciales y en sus enfrentamientos militares, extendiéndose así a través de los puertos del Mediterráneo. Y es que los puertos se convirtieron en el lugar idóneo para la propagación de la epidemia, porque las mercancías provenientes de lugares lejanos, el movimiento constante de la gente, la promiscuidad, la humedad y la suciedad eran requisitos ideales para vida y propagación de las ratas. Si a esto añadimos el precario estado de las ciudades, donde los desperdicios se acumulaban en calles y casas se hace comprensible la rápida difusión de estas.

      Con respecto al origen de la epidemia, actualmente, está demostrado que los mongoles, que habían formado un extenso imperio entre el Pacifico y el rió Volga, lo importaron a mediados de siglo XIII desde la región de Yunnan, en el sureste de China, donde existía un foco endémico y debió de infectar a las tropas mongoles durante la expedición que realizaron en el año 1253. En su regreso al norte, las tropas transportaron el temible bacilo hacia el interior del imperio. Aproximadamente entre 1338-1339 la peste hizo su aparición, cerca de Alma Ata, en la meseta de Asia Central. Desde allí la epidemia se extendió a través de las rutas de caravanas que recorrían las tierras asiáticas, desplazándose hacia Mar Negro en 1346.

El itinerario de la enfermedad por Europa es el siguiente: en el año 1347, el khan Kiptchak sitio la colonia genovesa de Caffa, actual Teodosia, en Crimea. Pero los soldados mongoles al poco tiempo se vieron afectados por un mal desconocido que redujo rápidamente su número. Por ello, para forzar la rendición de la ciudad, el khan, lanzaba con catapultas los cadáveres muertos por la peste, con lo cual la epidemia se contagió veloz e inevitablemente. Los marinos genoveses que partieron de Caffa la extendieron por todos los puestos de Bizancio (Constantinopla), propagándola a continuación por el Asia Menor (Palestina), Egipto y Norte de África. Ese mismo año de 1347 hizo su aparición en Sicilia (Messina), desde donde se transmitió a la península Italiana (Génova, Venecia). Ya en 1348, la peste se extiende por las regiones del Mediterráneo, sobre todo por los puertos de Italia como Ragusa, Palermo, Catania, Marsella, etc.; sur de Francia y la Corona de Aragón. En el primer semestre de 1348 afectó a Italia (Florencia, en marzo), el Midi francés (Toulouse, en abril) y la península Ibérica (Barcelona, en mayo); durante el segundo semestre alcanzó a Francia central y septentrional (París, en agosto), las Islas Británicas (Londres, en septiembre) y Escocia. Durante en año 1349 la peste hizo progresos por Europa continental (Suiza, Moravia, Austria, Baviera, Hungría, etc.) y los países escandinavos (Dinamarca, Noruega, Suecia, etc.), mientras que las naciones ribereñas del Báltico no fueron afectados hasta 1350 (Estonia, Letonia, Polonia, Lituania) y la Rusia del Norte hasta 1351-1352. A partir de esta última fecha, Europa conoció 26 brotes, 14 de los cuales fueron anteriores a 1500. A finales de la Edad Media las recurrencias más intensas de la peste tuvieron lugar en 1360-1361, 1374, 1375, 1400, 1438-1439 y 1482, y todos los casos, ocasionaron autenticas catástrofes demográficas. Con lo que respecta a la península Ibérica las primeras regiones que recibieron el impacto de la Peste Negra fueron Mallorca y Aragón. Y es que en el mes de febrero de 1348, el lugarteniente de Mallorca emitió la orden de que no dejaran bajar a tierra a la tripulación de los barcos que vinieron de Génova, Pisa, Romania, Provenza, Sicilia, Cerdeña o cualquier otra parte de Levante.

Ante el malestar generalizado por la epidemia las actitudes y los modos de conducta de la sociedad, al igual que sus creencias sufrieron grandes variaciones. La idea de la brevedad de la vida, animó a muchos a vivir su existencia plenamente y las diversiones, los grandes festines, la ostentación, el placer y en fin el disfrute de todos los bienes materiales se convirtieron en lo más importante. También el clero inició una andadura bastante alejada de cualquier moral o disciplina. Cuando la Peste Negra dio las primeras muestras de retroceso, el descontento de las gentes contra la actitud del clero se hizo más fuerte y en Castilla así las recogen las Cortes de Valladolid de 1351: «En muchas ciudades, villas y lugares de mi señorío hay muchas barraganas de clérigos, tanto públicas como escondidas y encubiertas, que andan muy sueltamente sin regla trayendo paños de grandes cuantías con adobos de oro y de plata.» Las autoridades, interesadas como estaban en reponer las pérdidas humanas, no solo no hicieron nada ante el arraigo de la libertad sexual, sino que incluso favorecieron la unión matrimonial entre personas del mismo parentesco. En 1348, Pedro IV pedía al papa Clemente VI que permitiese el matrimonio entre parientes hasta de tercer grado, como método de recuperar la población. Si una parte del pueblo se había lanzado a la vía de desenfreno otra, en cambio, encontró un refugio consolador en la religión y en el pesimismo. Una ola de pietismo y de espiritualidad recorrió toda Europa, ya que la peste sobrecogió los corazones de los fieles y Dios se convirtió, para muchos, en el único refugio posible. La vida piadosa se extendió de diversas maneras: mayor asistencia a los actos religiosos, vida austera o recatada, rechazo de los hábitos perniciosos, como la bebida y el juego, rigidez en las relaciones amorosas y por último, un sensible aumento de las vocaciones. También muchos santos fueron rescatados del olvido, como sucedió con santo Job, en recuerdo del sufrimiento y resignación a que le sometió Dios; con San Sebastián y con San Roque, verdadero modelo cristiano. Esta actitud piadosa acabó favoreciendo la posición de la institución eclesiástica, que recibía fervorosas donaciones. Roma y Santiago de Compostela se convirtieron en los dos grandes centros de peregrinaje por excelencia. Ante los males que procuraba la vida, se potenció al máximo la penitencia y el castigo corporal. Casi al mismo tiempo que la epidemia arrasaba Europa, miles de personas se lanzaron a los campos y a las ciudades invocando la clemencia divina y flagelándose en un acto de humildad y humillación. Este movimiento gozaba de apoyo popular pero no así de la Iglesia. El dolor, la angustia y el transito hacia la otra vida constituían el eje en torno al cual se estructuraban los nuevos valores de la vida social de la Edad Media. La brevedad de la vida y la preparación para la muerte se convirtieron en conceptos transcendentales.

Tras la peste, la muerte entra en la iconografía medieval. Comienza a sobrevalorarse lo «macabro», lo repulsivo de la muerte en sí, la descomposición física a la que se ve sometida el cuerpo. A partir de este momento, la muerte cambia de sentido: a diferencia de etapas anteriores, adquiere personalidad propia, rasgos físicos exclusivos y fácilmente identificables. 
Se trataba de un castigo aplicado a los mortales que representaba lo más negro de la persona: el mundo del pecado y de la miseria. En el siglo XIV cobró también importancia el estadio de «purgatorio» como lugar de destino después de la muerte, que fue referida en varias obras literarias como en Lo somni de Bernat Metge, en Viatge al puergatori de Ramon de Perelló. La vida de la muerte, por otro lado, era propio en obras como El triunfo de la muerte de Petrarca, y en las Coplas a la muerte de mi padre de Jorge Manrique. La Danza de la Muerte, que era un reflejo de los pecados de la vida, fue inspiración para todas las artes plásticas, sobre todo en teatro.

   A pesar de todo, al fin fue desvelada la misteriosa origen de la peste, y es que hoy sabemos que ésta consiste en una enfermedad de tipo infeccioso producida por un bacilo, concretamente el Pasteurella pestis, llamado también bacilo de Yersin por ser este microbiólogo suizo quien lograra descubrirlo durante el brote epidémico que se extendió sobre Hong-Kong en 1894, hallazgo al que llegó simultáneamente el japonés Kitasato. 
Durante mucho tiempo se pensó que la rata negra (Ratus ratus) era la causante de la peste, de manera que su aparición por las calles auguraba lo peor para la población, pero se descubrió que el agente transmisor del bacilo de la peste, era la pulga de la rata (Xenopsylla cheopis) y la propia rata.

Se averiguo que las pulgas parásitas de los roedores afectados, al chupar la sangre de éstos, ingieren los bacilos con ella. Estos se multiplican de tal manera que llegan a cerrar la trompa del insecto, que solo se libera de esta obstrucción picando a otro roedor o al hombre. No solo la rata es portadora de la Xenopsylla, sino también otros roedores no domésticos, como el conejo de campo, la ardilla, los ratones, las liebres, etc., que da lugar a la llamada peste rural, cuyo contagio es difícil de controlar.

         Además de ello para que la enfermedad se propague no solo se necesitan agentes externos, sino que son necesarios también las condiciones climáticas favorables, ya que la pulga de la rata únicamente puede vivir entre 15 y 20º C, y precisa una humedad ambiental del 90-95 %.

Tras el descubrimiento de Kitasato y Yersin, las autoridades sanitarias comenzaron a poner medios para que las ratas infectadas no llevaran la enfermedad a otras zonas, aplicando métodos de fumigación en los barcos y constituyendo buques a las que las ratas no pudieran acceder. Estas medidas hacen por tanto poco probable que la peste vuelva a cruzar el Océano hasta Europa.

Bibliografía:

  • VALDEÓN BARUQUE, JULIO. La España Medieval. Editorial Actas, 2003.
  • SÁRRAGA, AMASUNO. La peste en la corona de Castilla durante la segunda mitad del siglo XIV de Marcelino V. Editorial Europa Artes Gráficas, 1996.
  • CLARAMUNT, S., PORTELA, E., GONZÁLEZ, M., MITRE, E. Historia de la Edad Media. Editorial Ariel, 1995.
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