«Uno dice A y se entiende Z»
Alberto Benavides Ganoza
Marshall McLuhan, el famoso tecnoprofeta que lanzaba sus predicciones desde un viejo granero de la Universidad de Toronto, dijo: «La nueva civilización pertenece a los niños». ¿A qué se refería el profesor con aquello? Era obvio que tal vaticinio, que ahora se cumple, no era para su época, ni para su público, sino para nuestro tiempo, para los que cruzamos el místico año 2000, que para algunos fue una puerta al futuro, y para otros, el apocalipsis juanino, pero que en realidad fue una obertura digital que hoy nos tiene al borde del transhumanismo, el avance de la AI, la perdida irreparable de la memoria, y la tecnología como extensión de nuestros sentidos.
Solo, aquí, en el presente, podemos entender acertadamente esa predicción de McLuhan, porque si esta generación pertenece a los niños, debe serlo a la manera de una nueva cruzada hacia la tierra nativa digital, que igual a Platón que transformó el diálogo (influenciado por Sócrates) en una condición estética del conocimiento, y Nietzsche dijo ¡Dios ha muerto!, hoy ellos pueden decir: ¡Aristóteles ha muerto! Dado que nadie desea conocer nada, aprender algo con profundidad, sentir la experiencia, por lo que la clásica vocación del conocimiento ya no es una libido sciendi (pasión por el saber), sino un Ignoramus et ignorabimus (ignoramos e ignoraremos). Algo que Cobain refundaba en sus canciones noventeras: «Aquí estamos, entretenednos. Nos sentimos estúpidos y eso es contagioso». (Smell Like Teen Spirit).
Entretenimiento y viralidad cultural que apareció para trastocar los bienes sociales, donde el lenguaje tiene una implicación profunda (¿cómo no estarlo?), ya que la ignorancia, hoy, vale tanto como el saber y los adultos que traspasaron el umbral finisecular, y que han dado vueltas en el desierto casi dos milenios, persisten en caminar hacia el porvenir con la mirada puesta en el retrovisor. ¿Qué significa entonces la historia para esta nueva generación tecnoinfantil? Nada, solo es un discurso vetusto, sin sentido, una pieza de museo, una érase una vez…, y por ello los niños se cansaron de estar en los hombros de los gigantes, y ahora tienen nuevos juguetes y reescriben los tiempos.
Una realidad fáctica que no es una utopía, por supuesto, porque ¿no dijo Jesús que de la boca de los que maman fundó la fortaleza y que el reino es de ellos? Sí, y la experiencia, sin trasmisión, está devaluada, y el sentido común enloquece, y así el niño hace su aparición como una promesa para el mundo (surge, no con el pan bajo el brazo, sino con el celular en su mano), y se convierte en una posibilidad para la humanidad, insuflando la curiosidad virgen que se necesita para lograr entender la actual tecnología, y la confusión, y/o utilidad de los nuevos tiempos que traen reglas de juego distintas.
Algo que no deja de recordarnos el «Fin de la infancia» de Arthur Clark, cuando todos los niños juntos forman un puente luminoso hacia la eternidad para salvar el mundo de los adultos, porque esta generación centennial ha sido educada según la pseudociencia y la tecnología y no según la historia o la filosofía. Disciplinas estas últimas en las que no están interesados, y que patean igual que a sus biberones o sus chichobelos, porque solo quienes tengan la caracola pueden hablar en la asamblea, dice William Golding, y los niños no reconocen otro sistema diferente al juego sincronizado. Así las cosas, en la preclara visión de McLuhan, el sumo profeta de la cultura pop, son los niños, y no los jóvenes, como propuso Hitler, el futuro o los internetenientes (la palabra existe), y en esto tuvo tanta razón, como en sus errores discursivos.
Pero sigamos uniendo los puntos (nodos), regresemos a los niños, a la idea de que el mundo anda a la deriva sin timón, porque ellos son reyes y tecnociudadanos que confirman su lugar y fuerza, en específico, en la creación literal y mediática de los llamados influencers, personajes que son productos de millones de clics pulsados por pequeños que pasan más de ocho horas con su nodriza, en otro tiempo el televisor, ahora las tabletas y los celulares, buscando entretenimiento e identidad. Razón por la cual entendemos que estas nuevas estrellas sin brillo (influencers) sean catapultadas a la fama, además de ser irracionales hasta la médula y carentes de inteligencia básica, y que sobresalgan, no tanto, por la calidad de sus contenidos, sino porque saben aprovechar la época de la risa y del vacío, o en lenguaje técnico, el bathos.
De modo que, para estas transformaciones abismales no se necesitó construir sobre ruinas, o crear una revolución (¿cuál, la de los teteros?), sino que los niños, ellos mismos, han sido la guerra y la paz, el cambio y el futuro, los emisores y receptores, y en esas representaciones se han tomado la cultura, porque aceptan las mejores ideas o exposiciones como las más simples. ¿No fue a ellos a quien Jean Françoise Lyotard les intentó explicar la posmodernidad y los que hoy toman la vanguardia por sus preferencias?
Esto y más podemos comprenderlo al descubrir que ellos son los niños probetas nacidos en el Centro de Incubación y Acondicionamiento, según Aldous Huxley, que no reconocen la Fraternidad, Igualdad y Libertad, sino la Comunidad, Identidad y Estabilidad de un mundo feliz. Son la generación a los que se les dice A y entienden Z. Los que lanzan leche, papas y pasta de tomate encima de un cuadro de Van Gogh, un Vermeer o un Monet y hacen proclamas a favor de la vida por sobre el arte. Los que saben seis idiomas sin viajar, y disparan drones con armas desde sus cuartos y controles del PS5 programado por la CIA. Los que están absorbiendo nuevas formas de conocimiento sin interrelación alguna.
¿Es esto una etapa biológica o un prototipo de humanidad? Ambas cosas, puesto que no hay diferencia cuando se interpretan los hechos. La proclama «Sapere aude» sigue resonando sin eco en el mundo porque tal idea kantiana apuntaba a ellos, a los que aún no habían crecido para dominar el mundo con ideas simples, a los niños de la tierra tecnológica. El sentido común nos confirma, a partir de estos, el rechazo de la filosofía (nada de Sócrates, Kant o Harari), a la política (fuera Maquiavelo, Bolívar, o Trump), la dramaturgia (Brecht y Sartre están liquidados), la pintura (el arte figurativo o naif ha muerto, ya existe el DALL-E 2 y Art Breeder), la música (tenemos a Harry Styles y al conejo malo). Ahora es más atractivo una generación dink que legisla sobre los gatos, es adepta a la antinatalidad, despacha la vida con un paisaje de fondo, cancelan a quien quieren, y donde el DIY es el equivalente al «preferiría no hacer» de Bartleby impuesto como praxis o valor social.
Finalmente, ahí están ellos, los niños, esa realidad ineludible que se apropia de la tecnología, que aspira al metaverso, a la AI, y a las nuevas formas despersonalizadas de relaciones sociales. La medicina, al igual que el comercio, y la dink política, están ahí, prestas a continuar con las ideas y el ímpetu de una generación de críos nacidos en los laboratorios del CIA (Centro de Incubación y Acondicionamiento) cuyos juguetes no entendemos, ni dimensionamos su poder, pero disfrutamos a ojo cerrado. McLuhan tenía razón, la tenía.
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