“El valor duradero de un escritor no reside en valores formales, sino en la substancia y riqueza de relaciones histórico-sociales que su obra promueve”
Jaime Concha
De manera acertada, Michel Butor dijo, que la novela es el laboratorio del relato. Es el lugar donde, según él, se puede plasmar la mentira como verdad, pero a la inversa, no se puede escribir una verdad como mentira, porque se trata de reconstrucción de la realidad, de veracidad y de ninguna forma de bluff, de pastiche a lo Dumas, o affaire literario.
Sobre esta deducción, y por ende, técnica narrativa, los novelistas de un siglo (XIX hasta mediados del XX) tuvieron su auge y su público, sin embargo, el esquema persistió y trascendió hasta el siglo XXI sin modificación alguna, a pesar de los nuevos escenarios, y logró imponerse en la industria editorial, gracias a la maestría de los escritores norteamericanos, los realistas mágicos, y el periodismo narrativo, cuyos autores, con un estilo escritural supersticioso, crearon novelas que hoy son long-sellers vendidos y aceptados por un vasto público.
En ese contexto, el lector juicioso siempre ha sido el primer descubridor de supercherías, aunque los Críticos profesionales, desentonando, se hayan enfocado en otros elementos como la habilidad del escritor, la puntuación, la acústica, etc., y quienes además introdujeron lo grande en lo pequeño y viceversa. Pero en crítica no hay una posición fijada, ya que los lectores mismos, mientras captan lo leído, formulan preguntas alrededor de la forma, la estructura, el lenguaje, las imágenes, el espacio, y demás, no porque le interesen esos mecanismos, sino porque intentan ellos mismos hallarse al interior de la obra. Así las cosas, entonces, y buscando renovar la estructura vetusta, se hace necesario establecer nuevas formas narrativas para resignificar la novela, y así lograr despertar el interés de las editoriales ávidas de novedades, ya que en la modernidad (o posmodernidad) se trata de la economía de la atención, de exploración constante. Alberto Moravia, refiriéndose a esto último, afirmó: «No son ellos quienes cambian de ideas; el tiempo se las hace cambiar».
Sin embargo, esto no debe entenderse como una lucha antagónica entre el formato de papel versus la pantalla digital, es más bien la comprensión de que la novela como género literario está agonizando, si acaso no ha muerto. Un deceso gradual (y hoy finalizado, según algunos teóricos) que, igual a todo cuerpo comatoso, tiene posibilidad de dar pulsiones, si se tienen en cuenta tres elementos claves para captar la realidad actual, o al menos para bosquejarla y dotarla de interés literario. A saber, el contenido de denuncia, la exploración versátil y la adaptación generacional. Formas individuales que crean nuevos modos de sensibilidad, y no necesariamente elaboración de santos con monedas de plata, tal como propusieron los escritores del siglo pasado.
Todo novelista o aspirante a escritor que se muestre renuente a deformar la estructura de su prosa, a no redefinirla, a evitar experimentar con alguna relación formal e informal, no logrará integrar la conciencia de los lectores con su obra, ni trastornará el gusto, ni mucho menos volverá el lector hacia sí mismo para que este formule preguntas en su inquietud o en su ocio. Hay que inferir que la economía moderna está basada en la atención y quien logre hacer concentrar a un lector atrapado en lo multimedial o acaparar el tiempo de una comunidad lectura curiosamente apática a los formatos clásicos, encontrará un camino allanado.
Una novela del siglo XX o precedentes, en pleno época de los mass-media, es anacrónica, según aquellos jóvenes que han crecido entre tecnología, aunque puede ser un tesoro invaluable para lectores profesionales que abogan por un ars gratia artis, o quienes añoran tiempos pretéritos donde encuentran densidad, estilo y temáticas inactuales pero importantes. Claro, estas percepciones dependen del organismo cultural, del estado actual de la cosa literaria y de las exigencias académicas o vocacionales. Lo importante es entender que la novela es el terreno fenomenológico por excelencia, donde se puede estudiar la realidad y justo ahí, sobre esta tierra firme, se pueden construir islas escriturales que contengan la marea de intereses que componen una sociedad multicultural.
Entonces, ¿no hay novela si no hay vivencias? Por el momento hay que evitar este reduccionismo, porque se anularía la imaginación (imaginatĭo,-ōnis), la inventiva, la disposición y las reglas de la retórica aristotélica. Se trata de que los hechos narrados en el papel (o pantalla) y la experimentación en la vida real (facts), coincidan, o al menos que el escritor formule tramas renovadas para presentar una novela que figure la realidad de otra forma más interesante. Esto es lo que los teóricos literarios llaman «simbolismo» o representación psicoanalítica de las relaciones cotidianas. Acciones llenas de significado que el lector, quien recrea el mundo ideado por el novelista, puede descubrir al interior de la obra, o que, por otro lado, omitirá inconscientemente, dejando perder un universo de sensibilidades mal gracias a una mala escritura o lectura de la misma.
Un «simbolismo» es, en esencia, el argumento o la respuesta a determinadas situaciones que el lector espera encontrar cuando decodifica o se enfrenta a su contexto inmediato. Por eso el escritor consciente y contextual no puede prescindir de esa otra forma triple constituida por: el público, la realidad, y la estructura narrativa. Michel Butor de nuevo, agrega: «A una nueva situación o a una nueva conciencia de lo que es la novela, de las relaciones que sostiene con la realidad, y de su estatuto, corresponden asuntos nuevos, corresponden, por lo tanto, formas nuevas al nivel que sea: lenguaje, estilo, técnica, composición o estructura». (Sobre Literatura I).
Se trata entonces de la noción misma de novela, de un cambio estructural que sea fiel a las formas de la realidad actual, haciendo atractivo el pasado, el presente o el futuro gracias a un estilo renovado que soporte e integre nuevos elementos alejados de lo clásico (aunque se permitan maneras de palimpsesto), de manera que al lector moderno le parezca, no que el autor le revela los secretos del tiempo ido, sino que él mismo se sumerja en una empresa escritural llámese novela o relato, cuya trama es siempre imprevisible y arriesgada.
Los sugerentes manuales de escritura en el mercado, parte del currículo académico literario, y los genios precoces que experimentan con la vocación literaria, están adaptando algunos de estos elementos novedosos para reconfigurar el «contenido» de la novela del siglo XXI, porque un estudio científico de la misma, un cambio de reglas o formas estructurales, no son posibles sin un análisis crítico de las teorías emergentes, aunque más que eso, hay que comprender que el «nuevo sujeto sociológico», es decir, los movimientos con sus lenguajes y tipos sociales, proponen una visión del mundo que debe ser codificada y transformada en novela o en una manera de relato tipo reloj, arma de fuego o soneto.