Las confesiones secretas de Eichmann

«Mucho de lo que pasa por idealismo es odio o amor al poder enmascarado.»

Bertrand Russell


Posiblemente, Hannah Arendt no hubiera reducido a Adolf Eichmann a un simple engranaje de la maquinaria nazi en su obra «Eichmann en Jerusalén» (1963), de haber vivido para escuchar las grabaciones originales de audio compiladas por el periodista nazi Willem Sassen donde el jerarca, el director de logística de los trenes a Auschwitz​, reafirma en varias entrevistas su ferviente ideología, la defensa de su sangre aria, admite saber casi todo de la llamada «Solución final» (endlosung) y donde temerariamente susurra: «Si hubiéramos matado 10,3 millones de judíos, yo estuviera satisfecho.»

     Entrevistas extrañas, por demás, que salieron a la luz durante el juicio de Eichmann en 1961 en Jerusalén como prueba fundamental para acusar al llamado «arquitecto del holocausto», y con las cuales pretendían llevarlo a la horca con una conciencia jurídica tranquila. Aunque en realidad, y a pesar de ser el único nazi juzgado en Israel, no se necesitó ni un segundo de esas grabaciones para decidir una suerte que ya estaba echada de antemano, porque Eichmann confesó haber accedido a grabarlas seguro, tranquilo, y en confianza, los días domingo dentro del círculo de filonazis afincados en el conurbano de La Florida, en las afueras de Buenos aires.

     Declaraciones libres (según Sassen) entre café, música, tabaco y strudel, que dejaban la sensación de un Eichmann que, incluso escondido, deseaba honrar hasta el último momento de su vida la voluntad de Hitler y su sueño fallido de un Reich de mil años y que, por otra parte, evidenciaban que este aún sentía en su sangre el juramento realizado ante el Mein Kampf de «Obedeceré siempre». Ese fanático compromiso adquirido con un libro contagioso y antisemita, y del que creía, aún emanaba algo de su resplandor, además de la abocada lealtad hacia el hombre que Jorge Luis Borges dramatizó como «un señor filántropo»: el Führer.

     ¿Pero por qué alguien tan importante dentro de la cúpula del partido nazi confesaría algo así en setenta horas consecutivas? ¿Tenía sentido registrar tales memorias sonoras sin ton ni son? La relación de Eichmann con Sassen estaba mediada por el excoronel Waffen-SS Otto Skorzeny, quien recomendó el periodista de guerra como persona fiable para grabar y/o compilar cualquier tipo de material periodístico o bibliográfico sobre la Alemania nazi.

     Y con este puente inició las charlas registradas en magnetófono en Buenos Aires, el país sudamericano donde aún existía para mediado del siglo XX una colonia de alemanes nazis fugados de la devastada Europa de posguerra gracias a la red ODESSA y los ratlines, quienes reunidos compartían gustos musicales, gastronómicos, literarios, históricos, en tertulias domingueras a puerta cerrada caracterizadas por un fervor hacia la gloria pretérita del Reich, y un odio acérrimo confirmado hacia los que el nazismo llamaba «Luftmenschen», las criaturas del aire, sin raíces, y por ende, aptas para ser convertidas en cenizas: los judíos.

     Del tiempo total de las entrevistas (70 horas), solo diecisiete horas fueron transcritas, y eso, gracias a que Willem Sasser, vendió los derechos de reproducción a la icónica revista estadounidense LIFE, con cuyo dinero compró un automóvil y pagó algunas deudas de juego. Sin embargo, usar una transcripción imparcial como elemento probatorio en un juicio de esa magnitud era insuficiente. Por eso la tarea (no lograda) del fiscal israelí, Gideon Hausner, fue conseguir las cintas originales y desgrabar las 53 horas restantes, pero el obstáculo era que estaban ocultas en alguna parte entre Argentina y Uruguay, enterradas en una caja metálica y bajo un árbol.

     Así que, sobre este revuelo mediático y jurídico, que incluso hoy sigue dando de qué hablar, hay que exculpar a la escritora Hannah Arendt, ya que bastante tuvo en su tiempo con la crítica de su misma gente judía, quienes insistían en acusarla de recusar al monstruo de la Solución Final, aunque ella se justificaba, filosóficamente, con la frase: «Intentar comprender no significa perdonar». Como sea, su magistral ensayo (un best-seller en su tiempo) se convirtió en un interesante análisis filosófico sobre el sinsentido del mal. Mal que, a decir del crítico literario, también judío, George Steiner, no puede existir en términos intelectuales, porque «los límites de nuestro intelecto, los huecos de nuestro conocimiento de la totalidad alimentan las ficciones del mal» (Fragmentos).

     Una deducción psicológica acertada, que confirmaba, igualmente, la tesis de «Eichmann en Jerusalén» (1963) donde Arendt precisa que el líder nazi no fue precisamente el tipo de hombre intelectual, aunque citara a Immanuel Kant en su defensa, ni maquiavélico, a pesar de haber aceptado recibir los trenes provenientes de toda Alemania en Auschwitz​, sino un simple burócrata que obedecía órdenes del alto mando, desconociendo, «aparentemente», el destino final de los cargamentos de judíos entre los vagones de la muerte.

     Arendt dirá que el funcionario de los trenes era un «anónimo» irreflexivo que se convirtió en el mayor criminal de guerra, porque para él, la Solución Final siempre fue un trabajo rutinario con sus buenos y malos momentos, por lo tanto, el mal en Eichmann, según la pensadora judía, se presenta como ausencia, no como intención. Y por eso el tribunal de Jerusalén, adonde fue a parar el jerarca luego de un secuestro de película en Argentina, no estaba dispuesto a creer que juzgaba un hombre enclenque, sentado tras una recámara de cristal, vestido con un traje grande, y que respondía lacónicamente a todas las preguntas acusadoras, sin confesar abiertamente ninguno de sus delitos o mostrar alguna especie de culpa per-se.

― ¿Cómo se declara el acusado? Preguntó el juez israelí Gideon Hausner en un hebreo firme.

―Me declaro inocente en el espíritu de la acusación. Respondió Eichmann sin un atisbo de remordimiento, seguido de un murmullo de quejas entre los asistentes del juicio.

     Y en este clima, más que un hombre juzgado contra seis millones de razones, eran las evidencias de las cintas de audio de Willem Sassen las que resultarían una prueba decisiva para condenar a uno de los últimos jerarcas nazis, aún vivo, escondido en América, porque es sabido que el paradero de otros dirigentes estaba delimitado en el mismo continente: Otto Skorzeny emigró a España y se convirtió en un empresario exitoso; Joseph Mengele viajó a Brasil, donde murió ahogado y tranquilo; Klaus Barbie asesoró gobiernos de derecha en Bolivia y medió en compra de armas; Friedrich Schwend incursionó en la economía peruana con efectividad; y Alfons Sassen (hermano de Willem Sassen) fue instructor militar en Ecuador.

     Finalmente, y antes de subir al cadalso el 1 de junio de 1962, Adolf Eichmann escribió en su libro «Mi verdad» (Plaza y Janes. 1961): «Estábamos en la Argentina. Había sido una sombra; volvía a ser un hombre; dejaba atrás cinco personalidades. A Eichmann lo dejé en Austria; a Barth le perdí en Baviera; a Eckmann, en Franconia; Henninger se había quedado en Italia»… Y como era obvio, y según el documental estadounidense «La confesión del diablo: las cintas perdidas de Eichmann» (2022), su cuerpo se quedó en Israel o por ahí cerca.

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Tráiler “The Devil’s Confesión: The Lost Eichmann Tapes” 

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